Si algo está aportando esta pandemia son datos, curvas, gráficos, predicciones, cifras, aproximaciones, porcentajes, comparaciones, gastos, inversiones, pérdidas, ganancias, especulaciones… en una lucha incruenta por tratar de obtener la información más llamativa o que capte a atención de mayor cantidad de audiencia.
Pero no dejan de ser, eso, números que tratan de aproximarnos a la dimensión de una crisis sanitaria sin precedentes contemporáneos. Números que reflejan o dibujan tablas o gráficos que nos traduzcan de alguna manera lo que las cifras por si solas no pueden hacer. Nos hablan de curvas y de picos que no conocíamos que tuviesen las curvas. De puntos de inflexión, de límites, de acumulados, de decrecientes, de valores… que queremos entender pero que la mayoría de las veces nos confunden.
Sin duda todo esto es necesario para analizar y estudiar el alcance y la progresión de la pandemia. Permite calcular las tendencias y su evolución. Avisa de posibles efectos indeseados. Compara comportamientos y ayuda a tomar decisiones.
Sin embargo, detrás de todo ese arsenal de datos no es posible identificar las historias vitales de tantas personas y familias que están sufriendo. No dejan ver las realidades de diferentes escenarios o contextos en los que la pandemia se ceba de manera cruel. Anulan la capacidad de empatía. Esconden una dimensión que no siempre se corresponde con la realidad. Enmascaran la singularidad del sufrimiento. Estandarizan soluciones. Pero no pueden poner cara, ni voz, ni mirada, ni gestos, ni sentimientos ni emociones a las personas de las que teóricamente se está hablando. Son objetivos pero neutros, valiosos pero pobres, necesarios pero insuficientes, precisos pero oscuros.
Y a estas cifras tan necesarias como insensibles, se añaden las palabras que en lugar de clarificar tienden a enmascarar, maquillar, reformular, esconder, falsear, disfrazar… el discurso que trata de traducirlas y que lo que consigue realmente es confundir y simular eufemística o demagógicamente el mismo, como si de un juego se tratase.
Hablamos de poblaciones o personas vulnerables, etiquetándolas como se hace con las personas discapacitadas o las diabéticas. De esta manera ponemos el acento, el énfasis, la mirada en lo qué, enfermedad, deficiencia, carencia, vulnerabilidad, discapacidad, diabetes y no en quién, las personas con nombres y apellidos, necesidades específicas, sentimientos, emociones, sufrimientos, familias… nos cuesta hablar de personas vulneradas, con discapacidad, con diabetes… porque a partir de ese momento las personalizamos y podemos sentir y sufrir y eso nos da miedo y tratamos de evitarlo porque nos incomoda, nos cuestiona y nos interpela ante la fragilidad que exige a menudo, muy a menudo, una respuesta ética de cuidado por nuestra parte. Cuidado que se concreta en la responsabilidad u obligación de cuidar de otro ser humano ante la vulnerabilidad, por tanto, ante la persona vulnerada. Al transformarla en población vulnerable limitamos la responsabilidad o asumimos la irresponsabilidad de olvidar al otro, de despreciar su persona, que maquillamos desde el paraguas de vulnerable, como si dicha condición ya nos protegiese de tener que asumir dicha responsabilidad, al ser algo de dicha población o comunidad, como una característica propia.
Así pues, ya tenemos completado el juego de cifras y letras con el que construir la información.
Y en este juego, por ejemplo, tenemos una población vulnerada que ha surgido de repente. No porque no existiera, sino porque no era noticia, ni era objeto de atención. Se trata de las personas mayores institucionalizadas en Residencias. Residencias que por mor del COVID-19, en muchos casos, se han convertido en Resistencias en las que las personas mayores y sus trabajadoras/es se han visto sorprendidas/os por el ataque despiadado del virus y deben resistir como pueden ante condiciones muy desfavorables de habitabilidad, higiene, falta de personal… Las cifras de contagiados y muertes, lograron poner el foco informativo en ellas y empezaron a visibilizarse irregularidades de todo tipo que condujeron a que se catalogara a estas poblaciones como vulnerables. Cuando, como ya hemos visto antes, realmente son poblaciones vulneradas como efecto de la falta de inversión en algunos casos, la despiadada mercantilización de la vejez por otra, o de ambas a la vez. Problemas que han permanecido latentes porque la muerte no actuaba a destajo como ahora y porque los vulnerados tienen poca capacidad de hacerse oír. Mientras tanto las/os trabajadoras/es asumían sus condiciones en un mercado laboral precario que no favorece las reivindicaciones.
En un país envejecido, con cambios importantes en la estructura familiar que reducen la asunción de cuidados en el hogar, con un rol social de la mujer que ya no le liga inexorablemente al cuidado… surge la necesidad de cómo atender a las personas mayores con pérdida de autonomía o que se han quedado solas. Y aparece un mercado fabuloso para dar respuesta a las crecientes necesidades y demandas que no son capaces de cubrir, en su totalidad las instituciones públicas. Y en ese crecimiento surgen desmanes en forma de restricciones, falta de inversión y baja calidad de atención, que se corresponden, además, con una dotación de personal insuficiente, en muchos casos sin cualificación y con unas retribuciones y condiciones de trabajo precarias, lo que provoca mucha inestabilidad y movilidad que incide directamente en la atención a las/os residentes.
Si a esto unimos la falta de control por parte de las administraciones públicas, nos encontramos ante un caldo de cultivo idóneo, que el COVID-19 utilizó para sus siniestros objetivos y que se tradujeron en cifras que dada su dimensión no se pudieron maquillar, dejando al descubierto un escenario dantesco y deplorable que pone en el punto de mira tanto a quienes gestionan las citadas Residencias como a quienes las debieran controlar.
A todo ello hay que sumar el contagio de las/os profesionales y la falta de reemplazo por lo que en muchas de ellas permanecen a pesar de los riesgos que supone o se asumen posturas voluntaristas de encierro para evitar dicho contagio, mientras el goteo de muertes se convierte en un verdadero torrente que esquilma a las personas vulneradas.
Para terminar de redondear el desastre, en determinados territorios se decide echar el cierre a los centros de salud con lo que la atención que desde los mismos se podía dar desaparece y desde el hospital bastante tienen con tratar de atender la avalancha de contagiados que entra en los mismos. Se rompe así el espacio sociosanitario y quedan las residencias convertidas en resistencias aisladas en el mar embravecido de la pandemia.
A las promesas de investigación ante lo sucedido hay quienes miran hacia otro lado y ni tan siquiera facilita los datos de muertes de las residencias a su cargo, sembrando el descontrol, la desconfianza y la incertidumbre entre residentes, trabajadores y familias que no logran obtener respuestas ante la magnitud de la pandemia.
En resumen, nos encontramos ante una situación indigna, inmoral y con ausencia de ética y estética que debiera avergonzarnos a todas/os mucho más allá de las cifras y letras que se utilicen para tratar de enmascarar tan dramático como inadmisible escenario. Una situación en la que la responsabilidad ante la fragilidad y la vulnerabilidad convierten a las personas mayores institucionalizadas en vulneradas por la propia sociedad que debiera velar y garantizar no tan solo su seguridad sino los cuidados que precisan y que les corresponde recibir.
Mientras tanto, enfermeras especialistas en geriatría, geriatras y gerontólogos tienen que vagar por servicios que no precisan de sus competencias ante la falta de oferta por considerarlos prescindibles para atender a dicha población.
Un sistema asistencialista, medicalizado y que pone su casi exclusiva atención en la enfermedad aguda y en el hospital deja al descubierto las necesidades que la tozuda realidad demográfica, social y epidemiológica instaura en la comunidad y a las que se trata de dar respuestas desde ofertas interesadas y mercantilistas que reducen drásticamente la calidad de los cuidados en favor de la obtención de pingües beneficios.
Ese mismo sistema reduce a anecdótica la inversión en una atención primaria que pueda articular y facilitar la atención sociosanitaria mediante la intersectorialidad y el trabajo trasndisciplinar que mejoraría significativamente la racionalización de los recursos y obtendría respuestas más eficaces y eficientes para el sistema de salud y más satisfactorias para las personas atendidas y sus familias.
Y en un ámbito de cuidados, su gestión debiera ser llevada a cabo por quienes son especialistas en ellos, es decir, enfermeras capaces de liderarlos y lograr las mejores respuestas.
Sin duda sería injusto que se incluyeran a todas las instituciones de personas mayores en este análisis, pero lamentablemente ni son las más numerosas ni son las más accesibles. Como casi siempre, los determinantes sociales contribuyen de manera significativa a la vulnerabilidad y fragilidad de las personas, pudiendo pasar de ser personas vulneradas a serlo protegidas.
He querido centrar mi atención en las personas mayores vulneradas, pero existen otras personas como los migrantes, los menores extranjeros no acompañados (MENAS), presas/os, personas sin techo… que sufren el terrible desprecio de las cifras y letras, sin que logremos componer un discurso que permita protegerlas de las condiciones que las hacen vulneradas.
No sé si la pandemia y sus devastadores resultados, una vez remitan, serán capaces de plantear otras cifras y letras diferentes que permitan situar a todas estas personas como dignas receptoras de cuidados y no como seres sin identificación ocultadas bajo la denominación, neutra y aséptica a la responsabilidad, de poblaciones vulnerables.