LA SELVA DE LA MEDIOCRIDAD Y SUS “ESPECIES”

Nos encontramos ante un panorama ciertamente incierto, valga la paradoja.

Un país en funciones que habla más que actúa, que discute más que debate, que se enfrenta más que consensua, que se descalifica más que se respeta… porque al fin y al cabo el país no es más que la suma de sus ciudadanas/os y, por tanto, acaba siendo reflejo de ellas/os a través de representantes, líderes o simplemente voceros.

            Y nadie, ni nada, somos ajenos, ni mucho menos inocentes, a esta situación por mucho que intentemos convencernos de lo contrario diciendo que estamos hartos, que esto no va con nosotros, que nos han engañado o que nos están tomando el pelo. Porque todo puede ser verdad, pero también todo es responsabilidad de todos. De quienes provocan la parálisis y de quienes contribuyen a que la provoquen. Nadie queda indemne y todas/os somos víctimas y verdugos. La mediocridad, por tanto, pasa a ser un estilo de vida o una zona de confort en el que muchas/os se sienten cómodas/os. Se ha interiorizado colectivamente el comportamiento de dirigentes, profesionales, gestores, políticos… hasta naturalizarlo y convertirlo en algo cotidiano. Algo similar a lo que sucedió con la corrupción, por ejemplo.

            Centrándonos en salud y en sanidad, conceptos diferentes aunque permanentemente se confundan y se mal utilicen como sinónimos entre sí, estamos asistiendo a un estéril, demagógico y permanente enfrentamiento entre quienes, en teoría y solo en teoría visto lo visto, son sus máximos representantes, los profesionales de la salud, que, entre otros muchos errores, se creen dueños y protagonistas exclusivos de la salud, su gestión y su “prescripción”, y que en la mayoría de las ocasiones lo que realmente persiguen es conquistar espacios de poder que les permitan seguir manteniendo sus privilegios y su influencia sobre la población, a través de órganos de representación que precisan de una profunda regeneración. Regeneración que tan solo se producirá si existe un verdadero compromiso de las propias enfermeras para que se produzca y no, como sucede hasta ahora que, en la mayoría de las ocasiones, tan solo nos limitamos a protestar por lo que hacen o no hacen, por lo que piensan o no piensan, por lo que dicen o no dicen, pero llegado el momento de poder cambiar nos quedamos en la zona de confort desde la que seguimos protestando, criticando o llorando. Y, claro está, lo que deberíamos sentir, percibir y defender como órganos de representación acaban siendo vistos como representantes inorgánicos, incapaces y mediocres para la profesión en su conjunto. Pero ojo, unos y otros, representantes y representados, tenemos idéntica culpa. No nos equivoquemos. A lo mejor tenemos que hablar, analizar, reflexionar, pensar, debatir, negociar y, sobre todo, ser respetuosos, generosos y humildes, para consensuar lo que deben ser y defender los verdaderos órganos de representación en el que todas nos sintamos incluidas, aunque existan sanas discrepancias.

            Y en esta situación solemos caer en la tentación de pensar que son “los otros” siempre los culpables, según desde la orilla desde la que se observe. Siempre tienen la culpa los de la orilla contraria. Pero lejos de tender puentes que permitan pasar de una a otra orilla para hablar, compartir, reflexionar, analizar… preferimos seguir en nuestro “territorio”, desde el que increpamos, descalificamos o agredimos verbalmente, de momento, a quienes consideramos como contrarios, enemigos o potencialmente peligrosos, aunque sean de nuestra propia “especie”. Realmente es un escenario selvático en el que la lucha por la supervivencia se convierte en algo habitual ante los permanentes ataques tanto de otras “especies” como de los de la propia “especie”.

            Entretanto, desde ambas orillas las personas observan con incredulidad e impotencia, lo que sucede mientras dejan de ser atendidas sus necesidades y demandas, aunque oigan repetidamente que todo cuanto hacen unos u otros es siempre en beneficio de ellos, a quienes llaman pacientes, denominación que adquiere todo el sentido ante la situación generada.

            A pesar de la lamentable situación política y social en la que nos encontramos, como resultado de la incapacidad absoluta de quienes debieran encontrar fórmulas de entendimiento y consenso para lograr avanzar y dar respuesta a las múltiples necesidades económicas, sociales, laborales, profesionales… de manera puntual se produce algún intento de mejora a través de propuestas que tratan de lograr el consenso de las partes. En el caso que nos ocupa de la salud y la sanidad. Y cuando se produce, en lugar de aprovechar la ocasión para mejorar, las partes se enfrascan en un permanente enfrentamiento en el que, lo que prima, es lo que cada cual puede sacar de beneficio. Pero no un beneficio colectivo, sino individual y de exclusividad que blinde la imagen de grandeza que se han encargado de crear o que quieren lograr y tratan de mantener o visibilizar a toda costa. De tal manera que, como dice el sabio refranero popular, entre todas la mataron y ella sola se murió, la salud comunitaria y la sanidad. O bien el uno por el otro, la casa sin barrer, con lo que ello significa para la salud pública.

Pero a pesar de todo o, a lo mejor, gracias a todo lo sucedido, las enfermeras supimos encontrar finalmente nuestro espacio, nuestras referencias y nuestra identidad como “especie” en esa metafórica selva de la que hablo. Pero al mismo tiempo empezamos a recelar entre nosotras y a mimetizar comportamientos de otras “especies” que nos llevaron a generar “subespecies” que entraron en permanente disputa entre ellas, lo que ocasionó un grave problema de convivencia. Y ocupadas como estábamos en defendernos de ataques propios y ajenos, nos olvidamos de lo importante y nos acomodamos en zonas que identificábamos como más seguras o cómodas, aunque realmente no lo fuesen, porque lo que estábamos haciendo, consciente o inconscientemente, es volver a ser una “especie” en peligro de extinción o con muy poca relevancia en el hábitat que compartíamos.

Pero pasando de la metáfora a la realidad, aunque a veces cueste diferenciarlas, podemos identificar que a pesar de los indudables e importantes logros alcanzados, volvemos a tener graves problemas de convivencia profesional entre nosotras mismas y con otros profesionales.

Esta situación no es que sea exclusiva de las enfermeras. Tampoco hace falta que estemos fustigándonos de manera permanente con el látigo de la culpabilidad. Pero, en nuestro caso tiene una importante carga de falta de madurez profesional que viene determinada por múltiples factores y que provoca una permanente rebeldía propia de la adolescencia profesional que se traduce en falta de identidad, inconformismo con nuestra imagen, responsabilidad, competencia… incapacidad para identificar nuestras fortalezas, pensamientos recurrentes de persecución propia y ajena, llanto permanente, pesimismo enfermizo, quejas sistemáticas… que provocan una inmovilidad de acción y una parálisis en el desarrollo que, como profesión, debemos lograr para alcanzar la madurez.

Es cierto, sin embargo, que dicha adolescencia es desigual en función del ámbito en el que las enfermeras se encuentren.

De esta manera podemos observar que las enfermeras en el ámbito universitario, el disciplinar, han madurado y logrado alcanzar unos niveles de convivencia mayores que les han permitido eliminar muchos de los efectos de la adolescencia descritos, aunque se encuentren con otros propios de la citada madurez que deberán afrontar para seguir su desarrollo. Sin embargo, dicha madurez no se ha alcanzado de igual manera en las enfermeras asistenciales que no se han visto contagiadas por ese desarrollo y padecen aún graves problemas entre ellas mismas y con quienes lograron madurar. Como lo que sucede entre hermanas con diferentes edades y estados de madurez. Celos, rebeldía, desconfianza…

Pero con preocuparme esta situación, lo que verdaderamente me genera inquietud e incertidumbre es que la adolescencia aludida se prolongue en el tiempo más allá de lo que debería considerarse como “fisiológicamente” entendible y “psicológicamente” deseable y se convierta en una adolescencia crónica que incluso alcance grados de infantilismo.

Cuando empiezan a existir indicios de cambio importante en algunas administraciones que incorporan en sus organigramas puestos de responsabilidad y capacidad de toma de decisión para que sean ocupados por enfermeras, nos encontramos con algunos casos en los que “asusta” la responsabilidad, en el mejor de los casos, o se rechaza sin más, dejando que dichos puestos sean ocupados por otros profesionales.

Pero no se limita el problema de la madurez a la asunción de responsabilidades de gestión o política. Porque, como ejemplo muy clarificador, ahora que se ha iniciado un cambio con el marco estratégico de la Atención Primaria y Comunitaria, las enfermeras no podemos ni debemos quedarnos al margen, ni en segundo plano en su desarrollo. Las enfermeras debemos demostrar que ya hemos superado nuestros miedos, nuestras desconfianzas, nuestra falta de identidad, nuestros lamentos… y desde la determinación de nuestra profesión y nuestra aportación científico-profesional intervenir de manera decidida para que el cambio que se propone en el citado marco sea real y responda a lo que la sociedad espera y necesita. Es evidente que el asistencialismo, la medicalización, el paternalismo, la tecnología… no lo ha logrado. Los cuidados, la participación comunitaria, la promoción de la salud… deben incorporarse como elementos fundamentales del cambio de paradigma liderado por enfermeras.

No es una cuestión de querer arrimar las ascuas a nuestra sardina exclusivamente, sino de tratar de distribuir dichas ascuas de tal manera que todas las sardinas queden bien asadas y permitan satisfacer “el hambre” de la población.

Ha llegado el tiempo de la madurez de razón, conocimiento, criterio, de la decisión meditada, de la valentía que no la temeridad, del rigor científico, de la determinación que no de la tozudez, del orgullo que no la altivez, de la ilusión que no de la utopía, del respeto que no la docilidad, de la generosidad que no la sumisión, de debatir que no obedecer… de ser y sentirse enfermera para ofrecer lo mejor a la comunidad, las familias y las personas desde cualquier ámbito o puesto en el que nos incorporemos. Pero también para el compromiso que no la conformidad, la implicación que no la indiferencia, la motivación que no desánimo, el crecimiento que no la parálisis, el pensamiento crítico que no el pensamiento único, la discrepancia que no alienación, del liderazgo que no de la tiranía… para convivir, trabajar, construir… entre nosotras con el fin de ofrecer lo mejor para la disciplina/profesión y alejándonos de personalismos, protagonismos y enfrentamientos tan estériles como tóxicos para todos.

Tanto que hablamos de generar espacios saludables, resulta difícil de entender que puedan lograrse si nuestra propia relación, nuestro propio espacio, nuestra propia convivencia, nuestra propia imagen no tan solo no lo son, sino que puede, incluso, llegar a ser altamente tóxico. Si pretendemos generar salud las primeras que debemos comportarnos como verdaderos activos de salud debemos ser las enfermeras.

Los escenarios en los que nos movemos seguirán siendo inciertos y peligrosos, como la selva, pero en la medida que seamos capaces de madurar y ser identificadas como una “especie” fuerte, que no agresiva ni peligrosa, y con identidad, seremos respetadas. Para ello, sin embargo, lo primero que debemos lograr es respetarnos a nosotras mismas. Es decir, madurez y respeto van indefectiblemente unidos.

De nosotras depende que sigamos siendo una “especie” débil e insegura en la selva de la mediocridad en la que, lamentablemente, convivimos en la actualidad.