Para Marta de la Cuadra
“Conóceme por mis habilidades,
no por mis discapacidades.”
Robert M. Hensel[1]
Ahora que tanto se está hablando de la nueva normalidad a la que nos tendremos que incorporar cuando el COVID-19 nos lo permita, parece razonable que tratemos de reflexionar sobre lo que queremos, podemos, intentamos, presentimos o deseamos que sea esa nueva normalidad.
Pero claro, para ello, deberíamos antes pararnos a pensar de qué normalidad partimos y quiénes encajamos en dicha normalidad y cuáles de ellos lo haremos o harán en la denominada nueva normalidad.
Sin embargo, hacer un análisis semejante supondría disponer de un espacio y un tiempo del que no dispongo y para el que se requiere algo más que voluntad para hacerlo. Por lo tanto, me circunscribiré a un ámbito como es el de la discapacidad y dentro del mismo a algunos aspectos muy concretos, con el único objetivo de reflexionar y, a ser posible, despertar el interés de quienes lo lean.
Para empezar, me gustaría distinguir claramente entre discapacidad y quienes la padecen y discapacitados.
La discapacidad se define como la falta o limitación de alguna facultad física o mental que imposibilita o dificulta el desarrollo normal de la actividad de una persona. En la misma definición ya nos encontramos con la normalidad al referir el “desarrollo normal”. Es decir, sería como decir que es la falta o limitación de alguna facultad física o mental que imposibilita o dificulta el desarrollo “que ocurre, se hace o se repite con frecuencia o por hábito” en la actividad de una persona. Con ello ya en la propia definición se está haciendo una clara discriminación, al entender que lo que es habitual o frecuente es lo normal y todo aquello que no se haga con dicha frecuencia, por cualquier razón, no es normal. Sin embargo, la discapacidad no tiene por qué impedir llevar a cabo una vida normal. Nuevamente la normalidad se vuelve a incorporar al concepto que tenemos sobre nuestra capacidad de desarrollar actividades a lo largo de nuestro ciclo vital. Ante lo que me pregunto, si alguien a quien le falta una pierna y, por tanto, tiene una discapacidad, realiza un deporte y compite en el mismo, ¿debe ser considerado normal por hacer lo que otras personas, identificadas como normales, por no tener aparentemente ninguna discapacidad, suelen hacer habitualmente, es decir, deporte, o por el contrario, su discapacidad lo aparta de la normalidad impuesta socialmente?
Por otra parte, cabe preguntarse también si cualquier discapacidad separa, de la supuesta normalidad, a las personas que las padecen. Así pues, una persona con miopía o con pies planos, por ejemplo, que son discapacidades, ¿estarían ya excluidas de la “vida normal” que establecemos en base a patrones más ligados a modas que a normas de convivencia?
¿Debe ser considerada la vejez una discapacidad por el hecho de que limita ciertas capacidades, aunque aumente o potencie otras?
Y en base a todo lo dicho, a las personas con discapacidad, sea la que sea, ¿es ético que se les etiquete de discapacitadas? Entendiendo por persona discapacitada, según la definición de discapacidad, aquella que tiene una falta o limitación de alguna facultad física o mental que imposibilita o dificulta el desarrollo normal de la actividad de una persona. Porque podríamos decir, en base a dicha definición, que alguien con miopía no es discapacitada porque con gafas o lentillas es capaz de corregir su discapacidad y situarse en la normalidad, aunque por ejemplo no pueda pilotar un avión, aunque adquiriera la habilidad y capacidades para hacerlo. Sin embargo, a alguien a quien le falte una pierna si se le consideraría discapacitada, aunque pueda andar como cualquier otra persona con una prótesis, por ejemplo. De tal manera que en “nuestra normalidad social” establecemos también una especie de “eugenesia social” en la que catalogamos como discapacitadas a todas aquellas personas que impidan el perfeccionamiento de la normalidad impuesta. Incluso incorporamos ciertas prótesis como normas de la moda, como las gafas, con el fin de maquillar esa discapacidad que se admite como normal y no hacemos lo propio, por ejemplo, con las sillas de ruedas. Por lo tanto, ya tenemos personas normales, personas normales con discapacidad y discapacitadas que separamos de la normalidad, de tal manera que las cosificamos, despersonalizamos y anulamos, situándolas en el ámbito de la anormalidad y generando sentimientos de compasión que tan solo contribuyen a alejarles aún más de la normalidad. Aunque últimamente se esté intentando corregirse esta normalidad anormal clasificando, como personas con diversidad funcional, a quienes hasta ahora considerábamos discapacitadas. Lo que mejora la apariencia, pero continúa estableciendo diferencias en la normalidad.
Hecha la aclaración clasificatoria, que tenemos interiorizada como normal, cabe preguntarse qué es lo que pasa con personas con diversidad funcional o discapacidad, aunque para la normalidad continúan siendo discapacitadas, en esta pandemia.
Por ejemplo, imaginemos una persona con discapacidad visual, es decir ciega, que el confinamiento la ha impedido salir de casa, como venía siendo habitual. Su aislamiento, por mucho que podamos pensar, no le afecta en igual medida que a cualquier otra persona sin dicha discapacidad. Porque el confinamiento le aísla de los sonidos, ruidos y demás percepciones sensoriales que le permitían integrarse en esa supuesta normalidad socialmente impuesta a pesar de su discapacidad. Por tanto, su incorporación a la nueva normalidad no será la misma que la de cualquier otra persona aparentemente normal. Pero, además, la distancia social que impone la nueva normalidad, para esta persona, supondrá una nueva barrera ya que no podrá utilizar el tacto que tanto le ayudaba a desenvolverse en la anterior “normalidad”.
Así mismo una persona con discapacidad auditiva, es decir, sorda, y que utilice la lectura de labios para la comprensión verbal, el uso obligatorio de mascarillas le aísla en esta nueva normalidad, al menos mientras su uso siga siendo obligatorio. De tal manera que se plantea el dilema de entenderse o el peligro de contagiarse como consecuencia de una discapacidad que en la anterior normalidad había sido capaz de salvar gracias a la lectura de labios, al igual que un miope logra salvar la suya con el uso de gafas o lentillas.
Podríamos seguir con nuevos ejemplos, pero sirvan estos como muestra de lo que la pandemia genera como efectos colaterales a su infección vírica.
Este no es más que un nuevo y claro ejemplo de la también denominada normalidad de un sistema de salud caduco, basado en la enfermedad, el asistencialismo, el biologicismo o el hospital y que da la espalda a cualquier problema de salud que no esté estandarizado como “normal” en los patrones de la medicalización y del aislamiento comunitario impuestos como parte de dicha normalidad. Normalidad en la que la equidad, la igualdad, la accesibilidad acaban siendo realidad tan solo para las personas que encajan en la normalidad, por mucho que queramos disfrazar la anormalidad impuesta con eufemismos que para nada resuelven los problemas de fondo y, que no van mucho más allá del lenguaje inclusivo como sucede con la igualdad de género, por ejemplo.
Falta por saber si en la nueva normalidad que se quiere construir seremos capaces de identificar estas discapacidades del sistema y corregir, aunque sea inicialmente con prótesis, las desigualdades que genera y la normalidad en la que está instalado. No hacerlo supondrá la generación de nuevas discapacidades o la incorporación de nuevas barreras para las ya existentes. Seguir dando respuestas tan solo desde la normalidad social creada, aceptada e interiorizada, es una forma, como otra cualquiera, de discriminación que no puede quedar oculta en la normalidad patológico-asistencialista que se ha impuesto con la pandemia.
Las enfermeras en general y las comunitarias en particular, no podemos situarnos en el paradigma médico en el que se asienta y del que se sustenta la normalidad del sistema sanitario. Desde nuestro paradigma enfermero propio, debemos ser capaces, a través de la observación, la innovación, el inconformismo, la motivación, la implicación… de adaptar la nueva normalidad a los problemas de salud anteriores y a los que la propia situación ha generado y generará, mediante la prestación de cuidados profesionales enfermeros que permitan, junto a las personas, familias y comunidad a las que atendemos, encontrar, crear, desarrollar respuestas en base a los recursos y las limitaciones existentes, de tal manera que integremos a la discapacidad en la nueva normalidad y no, la situemos como un elemento de compasión, diferencia o separación que repliquen o empeoren los comportamientos que se arrastran de la normalidad de la que partimos.
No enmascaremos la discapacidad intentando ocultarla con el pretexto de su protección.
[1] Americano nacido en 1969 con espina bífida y luchador incansable por la integración.