Para Jorge Mínguez
Enfermera y amigo que inspiró y participó en esta entrada.
El lenguaje y las palabras que lo componen nunca son inocentes, están cargados de intenciones y de sentido. La utilización de las palabras, por tanto, nunca puede considerarse intrascendente ni casual, pues el mensaje que se transmite va a estar muy condicionado a la utilización de unas u otras palabras.
Por tanto, el lenguaje como símbolo que es, crea, modela e inventa pensamiento a la par que es el instrumento que lo “cuenta”.
Cuando la medicina fagocitó la asistencia sanitaria con el modelo biologicista y la hizo exclusiva de su competencia, su ciencia y su poder, para transformar la organización de las instituciones sanitarias a organizaciones médicas que se adaptasen a sus necesidades corporativas, profesionales y científicas con absoluto y exclusivo protagonismo, impusieron un código de comportamiento y un discurso médico propios que imponía la subsidiaridad tanto de otros profesionales como de las propias personas a las que asistía descomponiéndolas en órganos, aparatos, sistemas o patologías y estableciendo con ellos un canal de comunicación que pivotaba alrededor de la orden médica.
Así pues, se anulaba la voluntad, la opinión y la decisión de las personas, que pasaban a convertirse en meros receptores de las órdenes que recibían y debían seguir con escrupulosa obediencia si querían alcanzar la curación que las mismas supuestamente les garantizaba. De igual manera las/os profesionales subsidiarios a los médicos acataban órdenes y asumían como propio el paradigma médico que imponía su ley y su discurso.
Las personas a las que asistían pasaron a denominarse pacientes. La denominación de Paciente lleva implícita, dada su genealogía tanto semiótica como semántica, la subordinación y mucho más dentro del modelo médico hegemónico occidental, cargada de la visión biologicista del concepto salud.
Paciente viene de paz. La persona que debe tener paciencia. En latín «patiens», o «patientis» es el participio presente del verbo «pati» que significa sufrir o aguantar, el que sufre calladamente, lo que, por otra parte, forma parte de la resignación cristiana que predica el catolicismo, muy especialmente para las mujeres. Pues bien, este concepto se contrapone al de persona y se transforma en una herramienta, un medio o un instrumento sobre el que trabajan los profesionales de la enfermedad.
Teniendo en cuenta que la enfermedad se instala en el centro de atención de quien la estudia, analiza, diagnostica y trata, es decir, el médico, la persona pasaba a un segundo plano, en el mejor de los casos, o simplemente se anulaba, al anular igualmente su voluntad que quedaba supeditada a su capacidad de sufrir, obedecer y esperar.
Sustituida la persona y lo que la misma significa como miembro de una comunidad con derechos y obligaciones determinados por el ordenamiento jurídico, el paciente quedaba supeditado a la voluntad paternalista y absolutista del médico y de quienes mimetizaban su comportamiento desde la subsidiaridad, quien para diferenciarlo le añadía el “apellido” de su patología o incluso le nombraba en exclusiva por ella. Así las personas perdían su identidad, su dignidad y su personalidad para pasar a ser pacientes hipertensos, pacientes hepáticos, pacientes diabéticos o, simplemente hipertensos, hepáticos, diabéticos… que, además, las/os pacientes asumían, interiorizaban y utilizaban para identificarse (soy hipertenso, hepático o diabético…).
En su capacidad de anulación los médicos incorporan a las/os pacientes en sus investigaciones como material (material y método) o en un alarde de generosidad les convierten en sujetos (sujetos y método), es decir en aquellos que dependen de otra persona o cosa, o están expuestos o sometidos a lo que se indica por parte del investigador o bien como persona cuyo nombre no se indica, pues lo que interesa no es la persona sino la enfermedad, síndrome o síntoma que portan y que son objeto y principal objetivo del interés y estudio al que se incorporan.
Esta progresiva e implacable anulación de las personas arrastra no tan solo su identidad sino también todo el bagaje de saber popular que durante muchos años ha sido el que ha permitido afrontar de manera empírica los procesos de salud enfermedad en el ámbito familiar y que proviene de la trasmisión oral de generación en generación. Anulado dicho saber, la dependencia con el sistema sanitario y en particular con los médicos es absoluta y conduce a una veneración casi idolátrica hacia quienes son identificados como salvadores o protectores de sus vidas.
La evolución del sistema sanitario y en particular la irrupción de la Atención Primaria como modelo más próximo, democrático, accesible y equitativo en contraposición al modelo hospitalario altamente jerarquizado, tradicional e incluso castrense en su organización, permiten cierta recuperación de la identidad perdida por las personas que aún siguen ocultas como pacientes, a pesar de que la salud es, al menos en teoría, el principal objetivo del citado modelo de Atención Primaria de Salud.
En un intento de liberarles de la obscena denominación como pacientes pasan a denominárseles en algunos casos como individuos, es decir, como alguien considerado independientemente de los demás. De alguna manera se trata de recuperar su singularidad, pero no se logra retornarle su dignidad y sus derechos. Además, la palabra, tiene connotaciones negativas o despectivas en el lenguaje popular, ya que se utiliza para resaltar las cualidades negativas de alguien (menudo individuo).
Así mismo la confusión y el intento por adaptar nuevas tendencias conducen a incorporar dos términos que no tan solo no consiguen devolverles a las personas su identidad, sino que la enmascaran en un ejercicio liberal y mercantilista propio de las corrientes neoliberales que invaden la sociedad y con ella a los servicios de salud. Usuario y cliente, tratan de aparentar cierto respeto hacia la capacidad de decisión de las personas desde la perspectiva economicista que impregna las políticas del momento.
Usuario es la persona que usa habitualmente un servicio o que se le otorga el derecho a usar un servicio ajeno con determinadas limitaciones. Es decir, la persona se integra en el sistema de salud como consumidor habitual y por tanto como dependiente del mismo, lo que excluye al resto de la población que por no usarlo no tiene dicha consideración. Pero además lo hace con limitaciones que imponen el propio sistema o los profesionales que en el mismo trabajan y dominan.
Por su parte como cliente se entiende a la persona que utiliza o compra los servicios de profesionales o empresas y que lo hace regularmente. El cliente, que por su condición de tal en el mercado de libre competencia tiene capacidad de elección y decisión, en el sistema público de salud, que actúa como una agencia imperfecta, quedan anuladas y tan solo adquieren su condición de clientela por el uso regular que de los servicios profesionales o del sistema hagan. Por lo tanto, estamos ante un nuevo caso de ocultación de identidad y de pérdida de dignidad que, en este caso, se enmascaran desde una perspectiva economicista y rentista.
Paciente, individuo, usuario o cliente se utilizan de manera aleatoria y sin que se sepa realmente lo que unas u otras palabras significan ni para el/la profesional ni para la propia persona que, por otra parte, tiene interiorizada su definición como paciente con la que se autodenomina.
Con las tendencias de cambio en las que se pretende que la participación y responsabilidad individual y comunitaria se incorporen en la dinámica de los servicios de salud, surgen nuevas propuestas que tratan de ejemplificar o destacar la importancia de las personas en su relación con el sistema de salud. Pacientes activos, Pacientes expertos, escuela de pacientes… tratan de poner el foco en los pacientes y desplazarlo de los profesionales. Sin embargo, de nuevo el uso de las palabras es intencional y casual y no obedece ni a la casualidad ni a la improvisación.
Recuperar y reforzar la palabra paciente, relaciona a la persona de nuevo con la enfermedad, fraccionada en aparatos, órganos y sistemas, con capacidad para sufrir y esperar. Desde esta perspectiva, pues, hablar de paciente activo es tanto como que se le motive para ser paciente o, en todo caso, partícipe de su cosificación patológica y su fragmentación anatómico-sintomatológica. Si de lo que se habla es de paciente experto ya es como querer otorgar el “doctorado” de la paciencia a la persona para que esta pueda diseminar su expertez entre quienes configuran el universo de los pacientes, usuarios, clientes o individuos a través de las escuelas creadas al efecto y apoyadas por profesionales que, desde una falsa apariencia de respeto, mantienen el paternalismo y el control de las personas al ligarlas a sus enfermedades.
Y todo esto sucede en un movimiento que se denomina de humanización o rehumanización de la sanidad, lo que claramente significa que se acepta el hecho de que no se está ejerciendo una atención humanitaria. Pero en esa humanización, parece que no tienen cabida las personas al ser denominadas como pacientes con los apellidos que se les quiera aportar dependiendo, en cada caso, de quien reclama su paternidad.
Este recorrido por la simple, o no tan simple, denominación de las personas a las que el sistema de salud y sus profesionales debe atender tanto en la salud como en la enfermedad, pone en evidencia la clarísima influencia del paradigma médico-asistencialista imperante.
Desde una perspectiva enfermera, sustentada en un paradigma propio en el que los cuidados integrales, integrados e integradores hacia la persona bio-psico-social y espiritual, deben ser el núcleo de toda su acción cuidadora profesional, no es lícito, ni coherente, ni digno el uso del término paciente. Las enfermeras atendemos, cuidamos, interrelacionamos, consensuamos… con personas que tienen dignidad individual, derechos, capacidad de decisión… en la salud y en la enfermedad y que, por tanto, no se les puede pedir la resignación y la paciencia de los pacientes, la simplificación de los individuos, la mercantilización de los clientes o el consumo regular de los usuarios. Precisan del respeto y la acción autónoma a las que como personas tienen derecho. Hablemos pues de personas con nombres y apellidos, con familia, con identidad propia, con necesidades y demandas individualizadas, con afrontamientos diferentes, con normas, valores y fortalezas que les permiten ser activas, expertas y participativas, pero como personas libres y con derechos y no subyugadas a su patología, a los profesionales y al sistema que, en teoría, deben resolverla.
Tan solo cuando seamos capaces de anteponer a la persona ante cualquier otra consideración médico asistencialista podremos hablar con propiedad de humanización, dignidad y respeto. Hacerlo y contagiarlo al resto de profesionales y del sistema es algo posible que tan solo o, sobre todo, requiere de la voluntad, la implicación y el convencimiento de las enfermeras. Y el hecho de que esto lo tengamos que hacer las enfermeras por coherencia, convicción y formación, no excluye a que otros profesionales lo hagan también. Finalmente, la dignidad, la libertad, los derechos… de las personas, no pertenecen a ninguna ciencia, profesión o disciplina, pero sí que les corresponde a estas el promoverlas y defenderlas.
En estos momentos de crisis sanitaria y social en los que el COVID-19 ha vuelto a anteponer la enfermedad a la salud y los pacientes a las personas, se han vulnerado principios fundamentales de la bioética como el principio de autonomía a nivel individual y el de beneficencia a nivel colectivo, generando una gran desconfianza del sistema de salud hacia las personas y de estas hacia el sistema de salud, determinadas por la incertidumbre que hace que las exigencias del tratamiento de la enfermedad recobre protagonismo y con él la focalización en el paciente y no tanto en la persona que sufre y en su familia.
Tenemos un gran reto. Pero para ello debemos situarnos en el ámbito de nuestro propio paradigma. En el que los cuidados profesionales enfermeros, que deben aunar ciencia, humanización y técnica, al servicio de las personas, tanto sanas como enfermas o con problemas de salud, aúnen dos de los aspectos que los sitúan como un bien social: el compromiso con el bienestar y la solidaridad. El restablecimiento o construcción de una normalidad o realidad post pandemia no requiere de pacientes, sino de personas responsables y autónomas. Lo contario no dejará de ser un vano intento de aparentar lo que no se es y lo que es peor, abandonar lo que realmente se es, pero posiblemente no se siente.