REALIDAD VIRTUAL O REALIDAD MORTAL

Cuando hace tan solo unos meses se nos hablaba de manera reiterada de la nueva normalidad y la importancia que el confinamiento tenía para que lográsemos alcanzarla lo antes posible, no podíamos imaginar que dicha realidad ni va a ser nueva ni íbamos a alcanzarla tan pronto como pensábamos y deseábamos.

No va a ser nueva porque mucho antes de poder “estrenarla” ya es vieja, caduca, peligrosa e incierta, tal como la imaginábamos o, cuanto menos, la soñábamos. La pandemia ya se ha encargado de estropearnos, no tan solo el verano, sino el futuro inmediato que nadie sabe cuándo podremos alcanzarlo ni en qué condiciones lo haremos. Porque además del empeño que el, permítaseme, puñetero coronavirus pone en su labor de contagio y enfermedad, nosotros nos hemos encargado de convertirnos en sus más fieles, leales y eficaces aliados para que no tan solo no desaparezca sino para que permanezca durante mucho más tiempo del que somos capaces de prever, con las actitudes irracionales e insolidarias de una parte de la ciudadanía.

Esta y no otra es la realidad en la que nos encontramos y con la que, al menos de momento, debemos convivir. Y digo debemos convivir porque no puede ni debe hacernos sus esclavos. Una cosa es que tengamos que mantener, respetar y cumplir las medidas de seguridad que permitan protegernos de contagiar o ser contagiados y, otra bien diferente, que haga que nuestras vidas se conviertan en un proceso virtual permanente, excluyente, dependiente, silente… al que nos está abocando irremediablemente como si de una narración distópica se tratase.

Lo peor de todo es que hay quienes ven en este asunto una oportunidad de futuro y de confort, cuando realmente se trata de una despersonalización y un aislamiento que, desde mi punto de vista, va mucho más allá de lo que pueden y deben identificarse como medidas de protección y seguridad.

El teletrabajo parece que se ha convertido en la solución mágica contra el virus. Trabajo en casa, trabajo en un despacho aislado, trabajo por teléfono, por dispositivo móvil, por ordenador… que eliminan los besos, los abrazos, las miradas, los silencios incluso, al sustituirlos por despersonalizadas, distantes y mecánicas conversaciones virtuales en las que un micrófono y, todo lo más, una cámara, sirven de canales de comunicación que favorecen o, cuanto menos provocan, la pérdida de matices y, detalles fundamentales en la comunicación. Los bustos parlantes con fondos que forman parte de nuestra intimidad generan mosaicos en nuestras pantallas que se combinan con las interferencias de sonidos metálicos y entrecortados que se suman a las dificultades de comunicación.

Hasta los más mínimos detalles de comportamiento de la actividad diaria son modificados o anulados. Vestirse de una determinada manera, arreglarse, peinarse, incluso asearse… quedan relegados a un segundo plano al no ser “necesarios” para la convivencia, para la relación interpersonal. Con que lo que se vea sea aparente es suficiente. Las conversaciones, por mantener la denominación, son mecánicas, neutras, artificiales. Como si estuviesen enlatadas o guardadas al vacío. Y siempre contando con que la conexión sea buena, las interferencias escasas, la plataforma no sea jaqueada…

Consensos alcanzados por correo electrónico; mensajes vagos o excesivamente prolijos, pero con importantes problemas de interpretación que generan malos entendidos o confusiones; dificultades de retroalimentación, comunicados imprecisos… se agolpan en esta modalidad de trabajo para el que, por mucho que se quiera, no estábamos preparados aún. Hemos dado un salto en el tiempo de  más de 5 años sin red, que ha hecho que la realidad virtual se convierta en una realidad mortal para una sociedad que en la normalidad que hemos dejado atrás ya era excesivamente individualista, competitiva, insolidaria…

Pero, como suele suceder con todos los aspectos de nuestras vidas, ni todo es igual para todos, ni todos respondemos igual, ante todo, ni todo sirve para todo.

En el ámbito de la salud esta realidad virtual está suponiendo un verdadero cambio en la comunicación, una evolución según algunos. Comunicación que resulta tan relevante como necesaria en la relación de las/os profesionales con las personas a las que atendemos. Pero, incluso en este sentido hay diferencias. Porque la técnica, la curación, incluso el diagnóstico y el tratamiento médico, parecen adaptarse con cierta naturalidad e incluso con satisfacción a esta virtualidad impersonal, distante, preventiva que ha marcado o hemos querido marcar como consecuencia de la pandemia y que, en ocasiones, da la impresión, que se haya convertido en la oportunidad que tanto se estaba esperando para poderla implementar. Resulta paradójico, cuando no surrealista, que se acuda al centro de salud y que te digan que tienes que llamar por teléfono para hablar con el médico, que está a pocos metros de la sala donde te encuentras, para contarle qué te ha pasado y que te diagnostique e indique tratamiento sin haberte visto ni tan siquiera virtualmente.

Pero esta virtualidad cuando se trata de afrontar problemas de salud que, fundamentalmente, lo que precisan son cuidados no funciona. La fibra óptica, la wifi, el rúter… lo que se quiera que alimenta y sostiene la virtualidad no son capaces de procesar con la calidad que requieren dicho afrontamiento. La comunicación directa, la escucha activa, la empatía, la retroalimentación, el gesto, los silencios, los sentimientos, las emociones… son eliminados por el “antivirus” de la virtualidad y transforma el afrontamiento en una respuesta estandarizada y sin la humanidad necesaria como componente indispensable de los cuidados profesionales enfermeros, rompiendo el equilibrio entre ciencia, técnica y humanidad.

La pandemia no tan solo nos ha aportado incertidumbre, miedo, sufrimiento, enfermedad, dolor… sino también, aislamiento, desconfianza, distancia física y emocional, insensibilidad, desigualdad, vulnerabilidad… que la realidad virtual no tan solo no es capaz de solucionar, sino que incluso contribuye a exacerbarlas.

No quiero, ni es mi intención, hacer un alegato en contra de las medidas de seguridad exigibles ni de la virtualidad como realidad que puede y debe contribuir a mantenerlas. Pero entre el negacionismo, que parte de la sociedad está abrazando como rechazable y peligrosa manera de liberación y la anulación sistemática de cualquier contacto, no ya físico, pero si emocional, existe un espacio en el que poder actuar permitiendo la comunicación humana y no tan solo mecánica.

Todo ello, además, en un contexto de cuidados como el que está generando la nueva realidad y al que las enfermeras no podemos responder tan solo desde esa virtualidad mortal para la prestación de nuestros cuidados profesionales.

Extrememos nuestra seguridad personal, facilitemos espacios de relación seguros, mantengamos y exijamos las medidas preventivas y hagamos que se incorporen como hábitos o conductas saludables, adecuemos la relación interpersonal a las citadas medidas… pero no anulemos sistemáticamente el contacto necesario para que nuestros cuidados profesionales permitan mantener o restablecer la salud de las personas, las familias y la comunidad. No dejemos que el COVID19 nos contagie de insensibilidad, de miedo irracional, de insolidaridad, de inequidad… Para ello no hay mejor vacuna que ser y sentirse enfermera. No se trata de ser temerarias, sino simplemente de adaptarnos a la situación como siempre hemos hecho. La virtualidad no puede ni podrá nunca sustituir nuestra aportación singular, nuestro bien intrínseco, los cuidados profesionales enfermeros.

La sociedad necesita y va a necesitar cada vez más de esos cuidados cercanos, y no por ello exentos de seguridad, humanos, científicos y técnicos que tan solo las enfermeras podemos aportar a una sociedad en la que, una parte muy importante de ella, y que posiblemente sea la que más cuidados precisa, no está familiarizada con la tecnología o ni tan siquiera tiene acceso a ella. No podemos ni debemos defraudar a quienes nos los reclaman. Si no lo hacemos nosotras como enfermeras posiblemente vengan otros y lo hagan. Y a partir de ese momento habremos perdido el control sobre lo que nos identifica y dignifica.

Utilicemos la realidad virtual como herramienta de apoyo y refuerzo, pero no nos dejemos deslumbrar por su aparente capacidad de sustituir lo que tan solo nosotras como enfermeras estamos en disposición de prestar.

Los cuidados no funcionan en base a un sistema binario que solo tiene dos opciones: on/off, verdad/mentira, bueno/malo… sin término medio, ni entienden de bits o de chips, ni pueden ser procesados a través de bases de datos por complejas que estas sean.

Es por ello que hacen falta más enfermeras. Porque la virtualidad no nos puede sustituir y porque vamos a ser determinantes en la construcción de una realidad que no puede basarse exclusivamente en la virtualidad impersonal y mecánica por muy avanzada que esta sea.

Se podrán hacer intervenciones quirúrgicas a miles de kilómetros de distancia, se podrán resolver las múltiples variables que plantea una patología para que se dé un diagnóstico o se aplique un tratamiento. Pero no se va a poder resolver a través de la virtualidad la singularidad de los cuidados profesionales enfermeros que precisará la persona intervenida o la diagnosticada virtualmente. No se podrá sustituir nunca la comunicación interpersonal que requiere el afrontamiento a un problema de salud. No se podrá eliminar la necesaria participación de las personas en sus procesos a través de una combinación de mensajes virtuales.

La virtualidad puede ser un activo de salud. Pero lo que nunca podrá ser es el único activo para la salud de las personas, las familias y la comunidad.

En nuestras manos y en nuestra voluntad está que sepamos combinar realidad virtual con realidad analógica para construir esa nueva realidad de la que tanto se habla. A la larga, esta situación puede devenir en la asunción de una idea equivocada: creer que porque el mundo sea virtual la realidad también lo es y que, por lo tanto, los cuidados enfermeros, lo sean de igual manera.