Desde que allá por el mes de marzo se disparasen todas las alarmas en nuestro país por la llegada del, nada deseado y nunca invitado, del virus COVID 19, han pasado muchas cosas.
Tras un confinamiento, desde el que observamos, como espectadores cautivos, como dañaba la salud individual de muchas personas, pero también la salud comunitaria, pasamos a un desconfinamiento gradual que no supimos gestionar adecuadamente al minusvalorar el efecto devastador de nuestro indeseado visitante. Los rebrotes, como indicadores implacables de nuestras actitudes e irresponsabilidades individuales y colectivas, provocan nuevas situaciones de alarma que hacen que un nuevo confinamiento aparezca como posibilidad nada improbable a pesar de las resistencias que su mero planteamiento suscita entre amplios sectores sociales, económicos, laborales…Y si el visitante, por si solo, ya hemos comprobado la capacidad devastadora que tiene, su inseparable compañera, que desde el inicio le acompaña, la incertidumbre, no ha hecho sino aumentar, extender o facilitar, el desconcierto, la alarma o el miedo, tanto entre la población general como entre quienes han tenido que tomar decisiones, desde sus puestos de responsabilidad.
Es cierto que desde el principio de esta situación dije que no quisiera estar en la piel de quienes han tenido que decidir ante una situación tan compleja, desconocida como incierta. Pero una cosa es que yo no quiera estar en su piel y otra bien diferente es que quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones se escuden e incluso escondan tras esa permanente incertidumbre para retrasar o evitar tomarlas. Posiblemente porque hacerlo conlleve un alto porcentaje de error dada la presencia de la incertidumbre. Pero la opción de la inacción o la ambigüedad, es claramente inadmisible. Por difícil, duro y arriesgado que sea tomar decisiones en momentos tan críticos como los que está provocando esta pandemia, quienes tienen la obligación de hacerlo, por responsabilidad y por ser inherente a su puesto, deben asumirlo. Porque nadie les ha obligado estar donde están, ni ser lo que son o representan. Lo están por voluntad propia y, por tanto, deben ser coherentes y consecuentes a lo que en su momento asumieron al ser nombrados o al acceder a los puestos que ocupan. La dimisión es una opción a su indecisión o falta de determinación. Porque, lo que está claro es que las decisiones les corresponden y las consecuencias de las mismas también, aunque asumirlas sea complejo. Al fin y al cabo, tomar decisiones fáciles todos sabemos. La verdadera capacidad y valía se demuestra ante situaciones como la pandemia. Que nadie se engañe y que nadie quiera engañar.
Pero la pandemia, además de las consecuencias dolorosas que está teniendo para la salud de las personas y de la sociedad en su conjunto, está dejando al descubierto una serie de carencias, defectos o desperfectos que hasta la fecha habían pasado desapercibidos o se habían ocultado con retoques menores para mantener las apariencias, pero que ahora, favorecen, de manera significativa, a agravar la situación generada por la pandemia.
Así pues y como si de un edificio se tratase, por lujoso y señorial que sea, el paso del tiempo provoca el deterioro o incluso la inhabilitación de algunas de sus instalaciones o dependencias. Más aún si a pesar del tiempo transcurrido no se han llevado a cabo ni el mantenimiento, ni las reformas necesarias que permitiesen conservar en perfecto estado el edificio y adecuarlo a nuevas necesidades.
Ese edificio metafórico es el Sistema Nacional de Salud que se construyó con una estructura sólida, resistente y perdurable en el tiempo como es la Ley General de Salud. Sin embargo, cuando hubo que tabicar la distribución de espacios, hacer instalaciones eléctricas, de fontanería, carpintería, pintura, enlucido… los materiales utilizados y las diferencias de criterio a la hora de emplear unos u otros materiales o la elección de los mejores profesionales para la ejecución de todo ello, los resultados finales y su habitabilidad, acceso, aislamiento… unido a la falta de un mantenimiento exhaustivo que no tan solo permita las reparaciones de aquello que se deteriora, sino llevar a cabo reformas puntuales que adecuen el espacio a las nuevas necesidades que se van presentando, han conducido a que la aparente excelencia del edificio empiece a cuestionarse como consecuencia de todo ello. Lo que provoca la insatisfacción, tanto de quienes son encargados de dar sentido al edificio y sus dependencias, como de quienes son visitantes habituales o esporádicos del mismo.
El paso del tiempo y la gestión de quienes son responsables de mantener el Edificio y los servicios que presta, a lo largo del mismo, debilitaron seriamente su esplendor, lo que sirvió para que en un espacio, hasta entonces exclusivo, empezasen a aparecer, de manera progresiva, nuevos edificios con mejor apariencia y supuestos mejores servicios que acapararon el interés de quienes se podían permitir el lujo de utilizarlos y contribuyeron a un deterioro mayor del “viejo” Edificio, expuesto a la falta de inversiones y, por tanto, de reformas.
Ante esta situación hay quienes postulaban por una restauración del edificio que le devolviese, al menos, el aparente esplendor de sus inicios, pero manteniendo una estructura caduca que difícilmente podría dar respuestas eficaces. Restauración, por otra parte, que se planteaba, en muchos casos, con la participación de quienes habían ido creciendo a la sombra de su prestigio, beneficiándose de sus males, contribuyendo a su cada vez más decrépita imagen y servicio. Otros, directamente planteaban la demolición absoluta y con ella la construcción de un nuevo y flamante edificio, cuya utilización y gestión fuese absolutamente diferente a la que hasta ahora tiene el actual, con lo que ello significaría.
Pero nadie se atrevía a plantear una reforma integral, que no tan solo cambiase radicalmente la imagen del Edificio, sino que sirviese para poder ofrecer unos servicios de calidad a toda la población con independencia de su clase o condición.
Una vez más la indecisión, la ambigüedad y las presiones de diferentes intereses de poder, han paralizado lo que es una necesidad a todas luces inaplazable que tan solo los discursos complacientes, interesados y demagógicos mantienen en pie la excelencia de un SNS que como un viejo y maltratado edificio requiere de intervenciones urgentes, que sufren constantes e inexplicables aplazamientos, poniendo en riesgo la salud de la población y cuestionando a los profesionales que son los únicos que han logrado mantener cierta sensación de la cacareada excelencia.
La pandemia, como si de un ciclón de categoría 5 se tratase, se ha encargado de dejar al descubierto las graves carencias de ese edificio que es el SNS, aunque gracias a la estructura inicial se mantiene en pie
Ante esta situación se alzaron voces críticas con el modelo asistencialista, paternalista, fragmentado, medicalizado, centrado en la enfermedad… con el que se construyó el viejo edificio y que se ha mostrado claramente ineficaz. Se planteó, por primera vez, la necesidad de una reforma integral que ya tuvo sus primeros indicios, antes de la pandemia incluso, con la redacción del Marco Estratégico de Atención Primaria y Comunitaria que, sin embargo, la pandemia no tan solo paralizó su desarrollo, sino que situó como subsidiaria e infrautilizada ante el Hospitalcentrismo desde el que se decidió afrontar una pandemia que se encargó de poner en evidencia tan nefasta decisión.
Las consecuencias de la pandemia no dejaron alternativa a quienes hasta entonces se habían resistido de manera sistemática a una reforma tan necesaria como urgente. De tal manera que se constituyeron comisiones de reconstrucción e incluso comisiones ministeriales que plantearan de manera rigurosa, a través de expertos, la reforma integral necesaria.
Pero está claro que la pandemia exige protagonismo absoluto e impide cualquier otra acción que no sea focalizar la atención exclusiva hacia ella. De tal manera que los resultados de las citadas comisiones o bien han quedado en declaraciones de intenciones plasmadas en documentos con papel timbrado o bien ni tan siquiera eso, al quedar tras el consumo de tiempo, esfuerzo y conocimiento de expertos, en un limbo del silencio administrativo a la espera, se ve, de un mejor momento para que vea la luz y pueda iniciarse la ansiada reforma. Pero, nuevamente, la indecisión, la ambigüedad y el miedo político a tomar decisiones tan valientes como imprescindibles, hacen que la decrepitud del SNS siga evolucionando.
Decrepitud que a muchos nos duele y nos indigna, pero que, a otros muchos, que además son quienes tienen el poder y el dinero o el dinero que da el poder, les satisface al vislumbrar un futuro sanitario de grandes beneficios económicos, aunque la salud finalmente sea tan solo para quien la pueda pagar.
Déjense de luchas interesadas y oportunistas a expensas de la salud de todos y dedíquense a hacer lo que deben que no es otra cosa que tomar las mejores decisiones, aunque se equivoquen.
La pandemia no puede ni debe ser, por más tiempo, excusa para paralizar la puesta en marcha de las reformas necesarias. No hacerlo es una clara y manifiesta incompetencia institucional, política y humana.