A todas las enfermeras docentes
La pandemia, recurrente tema que todo lo impregna y contagia, ha provocado en la docencia universitaria en general y en la de enfermería en particular un gran impacto.
En general, la docencia, al igual que la convivencia de la comunidad universitaria, se han visto afectadas de muy diversas maneras.
Uno de los principales activos vitales que marcan las vidas de las/os estudiantes es precisamente esa convivencia cercana, comprometida, solidaria, con una gran complicidad, que une a personas que, en la mayoría de las ocasiones no se conocía previamente. Amistad e incluso relaciones de pareja son habituales durante el periodo de estudios en los campus. Que perduran en el tiempo o no, pero que se mantienen vivas en la memoria siempre. Pisos, juegos, viajes, horas de estudio en biblioteca, fiestas… compartidos y vividos intensamente. Nervios, agobios, ansiedades, temores, incertidumbres, experimentados en compañía. Alegrías, emociones, vivencias, pensamientos, secretos… participados y comunicados en horas de conversaciones tan intensas como íntimas.
La pandemia obligó a las universidades a ponerse mascarillas que ocultaban muchas de esas relaciones. A mantener una distancia social que recortaba la intensidad de la complicidad, el compromiso e incluso la amistad. A asumir en soledad las emociones que provoca y evoca el tiempo universitario.
Nada es lo mismo. Todo cambia. Los campus vacíos, la señalética conductual reguladora de una movilidad que se torna también mecánica, las aulas despobladas, las cafeterías sin rastro del habitual bullicio, las bibliotecas anhelando el silencio presencial… como en una película con trama inquietante e incierta que, como suele suceder, la realidad acaba por superar, engullendo el dinamismo, la intensidad, el trasiego, las prisas… generando un silencio ensordecedor y una quietud perturbadora que provoca escalofríos.
En cuanto a la docencia, esta situación sobrevenida nos ha hecho valorarla de manera muy significativa, como sucede con la salud, que tan solo parece que valoremos cuando la perdemos.
La virtualidad, que antes de que llegara la pandemia ya actuaba de manera similar en cuanto a la capacidad de contagio, diseminación y efectos de aislamiento e individualismo, acompañó a la misma como remedio preventivo a su avance.
El confinamiento inicial y las posteriores medidas de seguridad dieron paso a la “invasión” de la virtualidad y con ella al secuestro de la presencialidad con todo lo que ello supone.
Los planes de estudio, las infraestructuras, las/os docentes, las/os propias/os estudiantes, tuvieron que “resetear” para incorporar nuevas metodología, técnicas, actitudes, contenidos… tratando de llenar los vacíos a través de la virtualidad aparentemente salvadora.
Este panorama “infectó” a toda la universidad, a todos los estudios, a toda la comunidad universitaria sin excepción. Pero, sin duda, a unas titulaciones les generó mayores daños, tanto directos como colaterales, que a otros.
La docencia enfermera se ha visto gravemente infectada y afectada. Sus constantes vitales se han debilitado. El conocimiento, la técnica y la humanización, que configuran la esencia de los cuidados, tienen serias dificultades para llegar con fluidez a las/os estudiantes que, a su vez, perciben dicha dificultad para incorporarlos, generando una sensación de fatiga que los equipos virtuales, a semejanza de ventiladores mecánicos, no siempre logran recuperar.
Toda relación entre docentes y discentes se ha visto condicionada y limitada por unas técnicas que se empeñan en denominar de la comunicación cuando realmente tan solo son técnicas de flujo de información (TFI), La comunicación requiere de ciertas condiciones que lamentablemente no pueden ofrecer los equipos informáticos por muy avanzados y sofisticados que estos sean.
El sonido distorsionado y entrecortado y la imagen a través de una pantalla de plasma tan impersonal como agresiva, esconden, enmascaran, deforman y anulan, los sentimientos, las emociones, las vivencias, las actitudes… para convertirlas en bits y píxeles tan mecánicos como impersonales.
La pantalla se convierte en un parapeto ideal para evitar el contacto y la comunicación contribuyendo a la recuperación de clases “magistrales” que se asemejan a un informativo televisivo estático en el que se proyecta un flujo informativo donde, la mayoría de las/os estudiantes a modo de “telespectadores” que se encuentran al otro lado de la pantalla, no se sabe bien si oyen, escuchan, entienden, asimilan o les interesa lo que un estático y perplejo docente recita contagiado de la mecánica que transmite la pantalla. El listado de nombres inerte, despersonalizado e inútil que aparece en el monitor tan solo permite intuir que hay alguien al otro lado, porque realmente tan solo nos garantiza que están conectados. Micrófonos y cámaras inactivadas para mantener un absurdo anonimato que se resisten a interrumpir y que traslada una sensación de estar actuando como un/a “teleoperador/a” que es consciente de que, si logra mantener al oyente conectado, sabe que su mensaje ni es escuchado ni atendido, ni entendido, permaneciendo activo por pena, solidaridad o simplemente apariencia. Las/os pocas/os que trasladan ciertas señales de interés lo hacen por el todavía más impersonal chat. Chat que si se solicita no usar para que lo hagan por audio, genera una inmediata, triste e incomprensible actitud de rechazo que ni tan siquiera se dignan a justificar. Simplemente se refugian de nuevo en el anonimato de la oscuridad y en el silencio tecnológico.
En estas condiciones tratar de transmitir conceptos como la empatía, la escucha activa, la retroalimentación, los sentimientos, la atención integral, los cuidados… se convierte en un verdadero acto artificial y artificioso que se reduce a la transmisión mecánica de conceptos y definiciones que tratarán de memorizar para un examen que lo único que permitirá identificar es si son aptos para que se les entregue el ansiado título que les facultará como enfermeras. Con la esperanza de que, al menos la experiencia como madre de todas las ciencias que le decía el Quijote a Sancho o como magistralmente reflejó Patricia Benner en su teoría para la transición de estudiante a profesional[1], les permita serlo realmente. Nos convertimos en autoescuelas de la sanidad que preparan a sus alumnas/os para aprobar los exámenes. La diferencia es, que a quienes lo hagan en la universidad, no se les requerirá que porten la “L” en la espalda durante un período determinado.
Me aterra cuando oigo que la tecnología ha venido para quedarse. Porque si lo va a hacer en estas condiciones no sé si me merece la pena seguir con una docencia que se convierte en conocimientos en conserva que por mucho que nos esforcemos no logran mantener la frescura, naturalidad, proximidad, personalidad… que los mismos requieren y por los que se ha diferenciado claramente la universidad presencial.
No seré yo quien ponga en duda los beneficios de la tecnología. Pero sí que cuestiono que la misma sea identificada como el remedio a todos los males o incluso la única solución para alguno de ellos.
Al margen de identificar los beneficios que aporta y que son por todos conocidos, no podemos obviar las amenazas que la incorporación sistemática y estandarizada que algunos están solicitando pueden reportar en ámbitos como la docencia de la enfermería y la atención de las enfermeras.
La presencialidad en las aulas, tan necesaria como deseada, se ha visto cercenada y posiblemente sea difícil recuperar cuando se logre esa normalidad que tan lejana e incierta identificamos. Se ha tratado de maquillar con eufemismos como docencia dual en un intento desesperado y poco efectivo de querer mantener cierta sensación de presencialidad que la mayoría de las veces se traduce en aulas desiertas o con una presencia tan residual como, por otra parte, de agradecer ante la posibilidad de poderle ver la cara a alguien que transmite sensaciones e incluso aportaciones.
Una vez que la virtualidad, a modo de sustancia adictiva, se incorpora en la dinámica de la docencia, desprenderse de sus efectos aparentemente “placenteros” no tan solo será sencillo, sino que generará efectos que permanecerán activos en las futuras enfermeras. Porque cuando logren aprobar sus exámenes y se incorporen en las organizaciones sanitarias para las que las Universidades se han convertido en proveedoras, como si no hubiese vida más allá de las mismas, se encontrarán con una réplica de escenarios tecnológicos en los que la telemedicina, telesalud, teleasistencia… y todas las teles que se les ocurran, habrán logrado imponer las pantallas y sistemas de audio a través de los que se seguirán perpetuando los efectos adictivos de esta tecnología para la atención a las personas. Ya ni tan siquiera se tendrá la posibilidad de mirar, de vez en cuando, a la cara de la persona que se atienda salvando la pantalla para hacerlo. Porque ya no se le permitirá acudir al centro, al tener que hacerlo telemáticamente, aunque no disponga de los conocimientos, de los dispositivos o ambas cosas a la vez para poder hacerlo.
Como los cajeros y la atención on line de los bancos que acabará con las sucursales de atención directa, los centros de salud pasarán a ser centros tecnológicos de atención telemática en los que obtener diagnósticos y tratamientos on line que posteriormente se podrán retirar de “cajeros dispensadores de medicamentos” en las farmacias. Posiblemente esta visión de futuro sea la que esté llevando a las/os farmacéuticas/os de oficinas de farmacia a reclamar para sí cualquier actividad o competencia que les permita seguir manteniendo sus negocios y sus beneficios económicos.
Pero lamentablemente, ni los ordenadores, ni los teléfonos, ni los cajeros, podrán planificar ni mucho menos dispensar cuidados profesionales. Ante este no tan distópico panorama deberíamos reflexionar sobre el futuro de las enfermeras y los cuidados profesionales que, al menos en teoría y hasta que la misma se pueda transformar en chips que la sustituyan, son competencia y responsabilidad de las enfermeras su prestación directa y personalizada.
Pensar que esto nunca sucederá y, por tanto, no actuar en consecuencia para que no llegue a pasar, consolidando humanística y científicamente los cuidados profesionales y utilizando la técnica y la tecnología y no a la inversa, es contribuir a que finalmente se produzcan hechos que luego resultan totalmente irreversibles.
La ciencia avanza que es una barbaridad[2], y evidentemente no hay que paralizarla, pero si saber dónde situarla en cada momento, situación, contexto o circunstancia.
Estas/os mismas/os estudiantes telemáticas/os a las/os que la situación pandémica les ha impedido incluso llevar a cabo sus asignaturas de practicum, van a tener que procesar lo que es y significa el cuidado y el cuidar. Van a tener que visibilizar su aportación enfermera cuando no han sido capaces ni tan siquiera de visibilizarse como estudiantes. Van a tener que afrontar situaciones de salud cuando han sido recluidos y apartados por una de dichas situaciones sin posibilidad de interactuar en la misma. Van a tener que comunicarse directamente con personas cuando lo han estado haciendo a través de dispositivos tecnológicos. Van a tener que trabajar en equipo cuando han permanecido en la soledad del confinamiento. Van a tener, por tanto, que tener las ideas muy claras para desengancharse de una adicción tecnológica que, a pesar de haber asumido con la naturalidad que les otorga ser nativos tecnológicos, han sido abocados involuntariamente a la misma.
La Universidad y el Sistema Sanitario deberán reflexionar sobre el escenario que nos dejará la pandemia y cómo afrontarlo para que seguir formando y contratando enfermeras no se convierta también en un proceso mecánico en el que los denominados mercantilmente recursos humanos no pasen a engrosar los procesos de producción universitarios como si de cadenas de montaje y compra de mercancía se tratasen.
Las enfermeras, pero sobre todo la población, merecen poder prestar y recibir respectivamente cuidados profesionales científicos, cercanos, humanos y por supuesto reales. La virtualidad no puede ni debe subyugar los cuidados a una conexión, un enlace, una App, una web, un podcast… desde los que suplantar a las enfermeras como únicas profesionales competentes de dichos cuidados que son.
La formación y la atención enfermeras deben ser rescatadas de los nuevos hackers informáticos que se dedican a programar de forma entusiasta cualquier tipo de actividad. Porque la actividad, la acción, la atención enfermeras no son susceptibles de ningún tipo de virtualidad o programación que pretenda sustituir los cuidados profesionales enfermeros y con ellos a las enfermeras.
Adaptarse, desarrollarse, avanzar… no pueden establecer una dicotomía con la virtualidad, como si no existiesen otras posibilidades de hacerlo con las garantías, la calidad y el rigor que quiere acaparar en exclusividad. Existen alternativas y complementariedades que permiten respetar la realidad sin que las mismas sean excluyentes de la citada virtualidad.
La existencia de virus informáticos no ha sido capaz de limitar o impedir el desarrollo virtual. De igual modo, no tiene por qué, el coronavirus impedir el desarrollo de una realidad de cuidados tan necesaria y real.
Seguro que somos capaces de situar a la técnica en su lugar más adecuado para mantener la calidad y calidez de los cuidados profesionales enfermeros, porque vacuna para ello ni está ni se le espera.
[1] Benner, P., Tanner, C. y Chelsa, C. (2009). Expertise in nursing practice: Caring, clinical judgment and ethics. Segunda ed. Nueva York: Springer. https://doi.org/10.1891/9780826125453.
[2] Esta expresión es una deformación de ‘Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad’ y se la debemos a una canción de la famosísima zarzuela (estrenada en el año 1894), ‘La verbena de la Paloma’, con música compuesta por Tomás Bretón y cuyo libreto escribió Ricardo de la Vega.