Las ideas se tienen, las creencias se son.
Ortega y Gasset.
A todas las enfermeras que se sienten orgullosas de serlo, identificarse y denominarse como tales
– Buenos días, por favor quisiera hablar con arquitectura para que me hagan un proyecto para construir mi casa.
– Perdón, ¿cómo que quiere hablar con arquitectura? En todo caso será con algún arquitecto.
– Bueno, pues eso, es lo mismo ¿no?
– Me temo que no.
Esta ficticia conversación que parece un despropósito y que podemos trasladar a cualquier ámbito disciplinar como farmacia, medicina, biología, filosofía, podología, historia… se reproduce de manera sistemática con las enfermeras. Es decir, nos ocultan y nos ocultamos muchas veces tras la disciplina, Enfermería, como si nombrarnos como enfermeras tuviese efectos nocivos para la salud.
Aunque son múltiples las razones que inciden e inducen a esta denominación extraprofesional tan singular como anómala, me voy a circunscribir a reflexionar tan solo sobre algunas de ellas por entender que es importante que tratemos de identificar que, más allá del error semántico que se comete, las consecuencias del mismo provocan efectos colaterales relevantes que trascienden a la mera denominación.
En primer lugar, quisiera destacar el hecho de la utilización del genérico femenino, enfermeras para nombrarnos e incluso la denominación individual que como enfermera se utiliza con independencia del sexo de quien lo haga.
En este sentido cabe destacar un reciente artículo titulado “Identidad femenina, la emergencia de nuestro tiempo”, en el que María Calvo Charro, profesora de Derecho Administrativo en la Universidad Carlos III de Madrid y defensora de la educación segregada acusa al feminismo de implantar el concepto de que «para ser una mujer moderna, es preciso liberarse del yugo de la feminidad, en especial de la maternidad» y que «La mujer equilibrada es aquella que, sin renunciar a su ineludible huella psico-materna (materializada o no) desarrolla su vertiente erótico-femenina, que valora la masculinidad y se deja complementar por ella, sabiendo que la alteridad es fundamento esencial para el equilibrio propio y de la descendencia». Es cierto que más allá de la adhesión o rechazo individual que dichos argumentos provoquen, lo que realmente me preocupa es que sea así como define el Colegio de Médicos de Madrid a la mujer ‘equilibrada’ actual, una mujer «más libre y feliz», en un texto publicado en el último número de su revista[1].
Tales posicionamientos y los apoyos realizados por parte de un Colegio profesional como el de médicos de Madrid con una proporción del 70% de mujeres entre sus colegiados, pero con una junta directiva en el que tan solo hay tres mujeres, son los que inducen a pensar y a reforzar el hecho de que estamos insertos en una cultura en la que el prototipo y el modelo a seguir en la gran mayoría de los casos es el impuesto por el modelo biomédico (varón) y por lo tanto y con independencia del sexo de quienes componen la disciplina médica, su comportamiento es masculino. El problema, sin embargo, no es la masculinidad sino la deriva machista a la que puede conducir la misma y que se sustenta en planteamientos como los expuestos y por el apoyo explícito de la propia clase médica como patrón de normalidad y de réplica para sus miembros.
Lo expuesto, por tanto, genera efectos que no tan solo se circunscriben al escenario médico, sino que trascienden al mismo provocando que las diferencias con dicho modelo tiendan a interpretarse como fallos o carencias de las enfermeras (mujeres). Ante esta realidad, automáticamente tratamos de ocultar nuestra identidad refugiándonos en la supuesta y aparente neutralidad de la disciplina, Enfermería. A ello hay que añadir los efectos en nuestro proceso de socialización que provocan que se nos prohíban, sutil y sistemáticamente, experiencias que implican autorreconocimiento, experimentación y enfrentar dificultades, lo que repercute de manera directa y demoledora en nuestra autoestima profesional, ya que nos cuesta mucho valorarnos.
Como consecuencia de todo lo expuesto hasta ahora y dada la gran influencia del colectivo médico y su modelo, tanto en el sistema sanitario como en la sociedad, sus aportaciones son, no tan solo reconocidas y valoradas, sino identificadas como actos casi divinos o mágicos atribuidos y personalizados en los médicos (sean hombres o mujeres) y no en la medicina, al relacionar los mismos con la capacidad de alejar o vencer a la enfermedad y la muerte.
Dicha consideración, en muchos casos casi reverencial, anula o eclipsa cualquier otra aportación que no sea ejecutada, manejada u ordenada por ellos, lo que hace que, a la vista de la mayoría, gran parte de nuestros cuidados profesionales sean vistos como naturales y no como un trabajo o aporte especial, específico, singular y mucho menos autónomo, al tiempo que se nos exige que demostremos constantemente que valemos. Si a ello añadimos que las enfermeras continuamos pensando, en más ocasiones de las deseadas, que nuestros cuidados no van más allá de los aspectos afectivos que, sin dejar de ser satisfacciones muy dignas, no pueden ni deben quedar relacionados con ellos, ya que supone limitar al terreno de lo afectivo, doméstico y privado el espectro de posibilidades de realización con que cuenta todo ser humano, lo que limita las posibilidades de realización con que cuentan las enfermeras. Así pues, en función de la dedicación que tenemos en el cuidado y atención a otros, el autoconocimiento nos resulta dificultoso. Puede ser por eso que se entienda, interiorice y verbalice que Enfermería cubre mejor la dificultad que tenemos a autoconocernos y la consecuente falta de autoestima que genera, considerando, en consecuencia, que refugiándonos en o con ella nos protege de la exposición a tales consideraciones y por tanto nos lleva a no nombrarnos como lo que somos, enfermeras.
Y es que, tal como dice Argyle[2] “el principal origen de la autoimagen y la autoestima probablemente sean las reacciones de los demás, llegando a vernos a nosotros mismos como los otros nos categorizan”
Pero es que además esta utilización maximalista o reduccionista, según se mire, nos lleva a que seamos nombradas más por lo que ejecutamos que por lo que somos capaces de hacer. De ahí que se nos denomine rastreadoras, vacunadoras, pinchaculos… haciendo referencia a las técnicas que realizamos y que en muchas ocasiones se relacionan con saberes que se desarrollaron para servir a los intereses prácticos de los médicos aunque fueron prestados a las enfermeras para fundamentar empíricamente su trabajo, pero que al mismo tiempo producen una alienación de la actividad enfermera con el trabajo de la medicina, con la consiguiente subordinación de la enfermera al médico tanto en el ámbito teórico como en el práctico. A los médicos no se les denomina como auscultadores, palpadores, operadores, exploradores… a pesar de que son técnicas que realizan habitualmente, ya que estas, forman parte de su saber propio, perfectamente identificado con los médicos. Y como consecuencia de ello, también es habitual intentar reducir el efecto de esta asignación mediante la asunción de las técnicas por parte de la Enfermería y no de las enfermeras: Enfermería vacuna, rastrea, pincha…
Pero claro, por otra parte, se mimetizan las denominaciones que tanto nosotros mismos como quienes nos representan utilizan. Es el caso de denominarse como Director/a de Enfermería en lugar de Director/a Enfermero/a, Consulta de Enfermería en lugar de Consulta Enfermera, Colegio de Enfermería en lugar de Colegio de Enfermeras… en una clara muestra colectiva de ocultación de la identidad propia enfermera, que sin duda contribuye a interiorizar individualmente idéntica denominación y la consiguiente ocultación de la condición de enfermeras. No existen las Direcciones de Medicina, ni los Colegios de Medicina, ni de Arquitectura, ni de ninguna disciplina, porque lo son de sus profesionales que son a quienes, al menos en teoría, deberían representar. Puede parecer que, al nombrarse, no por lo que se es, enfermera, sino por lo que representa, Enfermería, se estuviese eludiendo o cuanto menos no haciendo tan visible la responsabilidad que conlleva el hecho de ser enfermera al diluirlo en Enfermería, lo que hace más difícil identificar el posible error personal, sin tener en cuenta que reconocer la equivocación y aprovecharla es un alarde que ronda la genialidad. O es que nos cuesta valorarnos y nombrarnos por miedo al error.
Se debería plantear que, si realmente es la Enfermería la que hace, debería ser a la Enfermería a quien se le pagase por ello y no a las enfermeras que son las que cobran. A lo mejor desde esta perspectiva lograríamos modular nuestro lenguaje y definir nuestra identidad. Ya se sabe que la pela es la pela.
Otro aspecto interesante de esta tendencia es tratar de justificarla desde el argumento de la inclusión que hacen las auxiliares de enfermería y las actuales TCAE, al menos a través de sus representantes sindicales, que es como han decidido denominarse en su nueva acepción. Esto podría tener cierta coherencia si no fuese porque han renunciado a su denominación de auxiliar por considerarla subsidiaria hacia las enfermeras, cuando realmente lo eran de la enfermería, y su significado, según el diccionario, es el de ayudar a satisfacer necesidades. Tal renuncia la sustituyen denominando a los cuidados como auxiliares (Técnicos de Cuidados Auxiliares de Enfermería) en vez de serlo de Enfermería y ocultándolo todo, incluso a la Enfermería que reclaman por conveniencia, tras unas siglas que nadie identifica, pero que les refugia de la aludida y supuesta subsidiariedad. Por lo tanto, renunciar a la denominación de enfermeras no contribuye a integración alguna, hacia quienes identifican la Enfermería como un medio y no realmente como un fin en sí mismo.
El colmo es cambiar el día en que se nos reconoce internacionalmente como enfermeras por Enfermería, en un intento de institucionalizar una denominación atípica, incorrecta y confusa que tan solo contribuye a invisibilizarnos y que va en contra de lo que dice el Consejo Internacional de Enfermeras.
No puedo entender como alguien puede decir que quiere a la Enfermería, renunciando al mismo tiempo a denominarse como enfermera. Cuesta comprender como se puede querer aquello que dándote la oportunidad de tener una identidad lo rechazas para usurpar, o cuanto menos utilizar indebidamente, la suya
Tal como afirma Lluís Duch[3] la palabra supone para el ser humano la construcción de su realidad, parece evidente pues, que ejercer como enfermeras equivaldría, de hecho, a dar consistencia verbal a nuestra realidad como tales y no a la profesión, la disciplina o la profesión a las que pertenecemos por el hecho de serlo.
Finalmente, como dice J.A. Marina, “la credulidad es un rechazo mecánico a toda crítica, una bobalicona aceptación pasiva de lo que llega por canales cualificados, es un dramático fracaso de la inteligencia”, por lo que me resisto a ser nombrado, identificado o valorado como Enfermería. Asumo el riesgo, pero también la satisfacción de ser y actuar como enfermera.
[1] https://www.eldiario.es/rastreador/huella-psico-materna-dejarse-complementar-masculinidad-mujer-equilibrada-revista-colegio-medicosmadrid_132_7931614.html?mc_cid=182d7a1692&mc_eid=45f3909550
[2] Argyle M. Psicología del comportamiento interpersonal. Madrid: Alianza Editorial; 1987.
[3] Duch LL. Mito, interpretación y cultura. Barcelona: Herder; 1998.