Dedicado a las/os estudiantes de Enfermería de la AEEE ([1]), en su XXXV Congreso Estatal, celebrado en Cádiz del 30 de marzo al 1 de abril de 2022.
A Sofía Lerma que durante tanto tiempo trabajó para que el sueño de ser enfermera fuese una realidad.
“¿Quién dice que los sueños y las pesadillas no son tan reales como el aquí y ahora”?
John Lennon[2]
Anna era una niña de 9 años a la que su madre, Laia, le había inculcado el placer por la lectura a pesar de la clara decadencia en que dicho placer había caído, como decía su madre, en una sociedad irreflexiva, alienada y sometida a la mediocridad intelectual, cultural e informativa impuesta por los valores mercantilistas y tecnológicos.
En casa de Anna, al contrario de lo que sucedía en la mayoría de los hogares, había muchos libros. Muchos de ellos su madre se los había leído cuando era muy pequeña y otros los iba devorando ahora que ella ya leía con soltura. Cualquier momento era bueno para atrapar un libro y sumergirse en las historias que en él se narraban y de las que se sentía protagonista o parte activa. A veces, con ilusión, otras con expectación y otras con asombro, pero siempre con satisfacción. Historias que muchas veces le descubrían realidades que, tan solo en parte, su madre le contaba y que ya no conformaban la realidad cotidiana que conocía y vivía.
Pero su casa, un reducido piso en las afueras de una gran ciudad, no tenía espacio para la gran cantidad de libros que tanto su madre como ella, eran capaces y tenían interés de leer.
Por eso su madre, cuando el trabajo que ocupaba gran parte de su tiempo se lo permitía, le llevaba a un gran edificio llamado Biblioteca que era como un gran Banco que guardaba, en lugar de oro y dinero, libros que, para ellas, tenían un valor mucho mayor con el que alimentar su curiosidad y sus ganas de aprender. También habían desaparecido las tiendas de libros, las librerías, de las que le hablaba su madre con nostalgia y mucho cariño, comparándolas con una tienda de golosinas para el conocimiento.
La Biblioteca era un edificio tan impersonal y uniforme como el de la mayoría de edificios de su ciudad. Anna, no acababa de entender cómo era posible que tan solo existiese una biblioteca en toda la ciudad. Pero la verdad es que siempre que su madre y ella iban a la Biblioteca nunca, o casi nunca, había nadie.
Todo estaba mecanizado y había que hacer las búsquedas a través de monitores que daban acceso a los listados de ejemplares que se guardaban en grandes estanterías que ella imaginaba, ya que no estaban a la vista ni se podía acceder a ellas.
Esta era la parte que menos le gustaba a Anna, tener que elegir un libro sin poder sacarlo de una estantería y ojearlo, como hacía en su casa antes de decidirse a leerlo. Aunque la información sobre el mismo la pudiese leer en el monitor, no era lo mismo. El tacto, el olor, el rumor de sus páginas al pasarlas… no se percibían a través de esas pantallas frías e impersonales por muchos colores que les pusiesen.
Pero no quedaba otra. O se hacía así o no era posible acceder a los libros. Su madre siempre le aconsejaba algunos títulos que, bien porque ella ya los había leído o porque sabía de su existencia, creía podían ser del interés de Anna. Y la verdad es que casi nunca se equivocaba. Siempre acertaba en todos los libros que le recomendaba. Pero su madre no podía conocer todos los libros publicados hasta que se prohibió hacerlo por falta de espacio para guardarlos y de papel para imprimirlos. Ya tan solo se permitía la edición electrónica. Tan fría, distante, impersonal y ausente de estímulos para los sentidos por mucho que se empeñasen en hacernos creer que era lo mejor para leer. Ya no había dedicatorias con la firma de autoras o autores, ni mucho menos ferias del libro.
Cuando finalmente elegía el o los libros que quería, cumplimentaba un formulario electrónico y tenía que desplazarse a la zona de entrega en donde, tras esperar unos minutos, se abría una portezuela mecánica que dejaba a la vista los libros elegidos.
Hoy Laia le ha dado una sorpresa a Anna. Han tenido un corte de suministro eléctrico en la empresa donde trabaja y al no poder hacer nada, le han dicho que podía irse a su casa, aunque tendría que devolver las horas no trabajadas. Algo que Anna no entendía pues no era culpa de su madre que no hubiese electricidad para alimentar a esas máquinas que todo lo controlaban y sin las que no se podía hacer nada.
Ella estaba en casa ya que era día de descanso en su colegio. Un colegio, el de Anna, como el del resto de niños, sin libros. Con pantallas táctiles por todas partes, pero sin libros. Ni un solo libro.
Así pues, ambas, Laia y Anna, decidieron ir a la Biblioteca a por libros. Tan solo lo podían hacer un par de veces al mes, pues el horario de trabajo de Laia era incompatible con el reducido horario de apertura de la Biblioteca, además de la distancia que había desde su casa que demoraba en más de hora y media el desplazamiento en transporte público que utilizaban hasta la misma, dada su precariedad y baja calidad, en comparación con lo caro y rápido que era el transporte privado que no se podían permitir.
A su llegada accedieron a la Biblioteca a través del identificador de iris que accionaba la apertura automática de las puertas de entrada al edificio, dándoles acceso directamente a la sección de “búsqueda”. Como casi siempre, estaba vacía. Anna siempre imaginaba cómo serían las estanterías en donde se almacenaban los libros y el placer de poder tocarlos, olerlos… y elegir directamente sin tener que teclear títulos o hacer búsquedas tan aburridas. Pero sabía que eso no lograría hacerlo nunca.
Anna tuvo necesidad de ir al baño y se dirigió hacia donde estaba. Para acceder también se precisaba el reconocimiento del iris. Todo estaba controlado y mecanizado. Hasta para eso.
Cuando se dirigía hacia el baño observó algo en lo que nunca antes había reparado. Se acercó y vio como en la pared laminada y fría, ausente de cualquier motivo de decoración, había una especie de apertura o desnivel. Con curiosidad y cierto temor, empujó en la zona de pared que parecía una puerta y esta cedió dejando acceso a lo que había tras la misma. Dudó qué hacer, pero tras girar la vista atrás y ver a su madre absorta tras la pantalla, decidió avanzar y entrar en la estancia que se iluminó cuando traspasó la puerta. De repente delante de ella aparecieron, a modo de enormes edificios de papel, estanterías repletas de libros. ¿Era un sueño o una pesadilla?, eso pronto lo descubriría, pero su curiosidad y una gran emoción ante lo que estaba ante ella le impulsaron a avanzar por los pasillos interminables de estanterías. De vez en cuando se detenía ante alguna de ellas y con cierto temor acercaba sus manos para tocar primero y sacar después alguno de los libros, siempre con el miedo a que saltase alguna alarma que aviase de la intrusión que estaba cometiendo. Pero afortunadamente no pasaba nada. Nada al menos que ella fuese capaz de percibir. El paso del tiempo le hacía estar cada vez más relajada, pero también con una creciente emoción. Era como tener acceso ilimitado a los dulces de una pastelería sin tener que pagarlos.
Mientras caminaba por uno de los pasillos tropezó con algo. Se asustó y bajando la vista se dio cuenta de que había un libro en el suelo. Se trataba de un pequeño libro con un dibujo en su cubierta. Miró en todas direcciones antes de agacharse para tomarlo entre sus manos. Lo levantó con precaución, como si tuviese miedo de estar siendo vigilada. Parecía un cuento infantil. Leyó el título: “De mayor quiero ser Enfermera Comunitaria”[3], impreso sobre el dibujo de un niño que, sentado, parecía meditar con una sonrisa dibujada en su cara. Enfermera Comunitaria, leyó despacio y silabeando. No sabía que era aquello.
Se sentó en el suelo, tal como estaba el niño del dibujo, y abrió con cuidado la tapa como si tuviese miedo a que se rompiese. Las páginas llenas de dibujos de muchos colores contaban la historia de un niño que descubría lo que era una enfermera comunitaria, aunque quien lo contaba era un hombre que se denominaba como tal. Parecía una especie de héroe o heroína, no sabía que género utilizar. Alguien que atendía a la abuela del niño y le trasmitía paz y cuidados antes de morir.
De repente oyó un ruido y se asustó mucho. Cerrando de golpe el libro y apretándolo contra su pecho se levantó y arrancó a correr por los pasillos en busca de la puerta por donde había accedido. Temió no encontrarla y quedarse encerrada allí sin que nadie lo supiese, ni tan siquiera su madre. Al girar la esquina de una de esas aparentes calles, vio la puerta entreabierta por la que había accedido. Llegó corriendo, con el corazón saliéndosele por la boca y vio a su madre. Ambas no pudieron reprimir un grito al encontrase la una frente a la otra sin esperarlo. Aunque nadie pudiera oírlas, las dos, en una especie de coreografía ensayada, se taparon la boca con sus manos como si quisieran acallar su grito y recuperar el silencio roto como efecto de la sorpresa. Instintivamente Anna, apretando con fuerza una de sus manos en el libro lo escondió tras su espalda. Laia le preguntó a Anna que cómo había abierto esa puerta y cómo se había atrevido a entrar. Anna le contó lo sucedido y lo que había descubierto tras la puerta, a excepción del hallazgo y sustracción del libro que mantenía oculto tras de sí. Su madre le dijo que no podía entrar sin más a cualquier parte por mucho que hubiese una puerta abierta, al tiempo que cogía la mano libre de Anna y le arrastraba hacía la salida. Nos tenemos que ir ya, le dijo Laia, no tenemos tiempo para más. Anna no respondió, tan solo estaba preocupada porque su madre no descubriese su secreto. La siguió y se puso la cazadora con precaución para esconder el libro y subirse la cremallera mientras ella estaba de espaldas recogiendo sus cosas.
Se dirigieron a la salida y de repente Anna temió que saltasen las alarmas cuando pasase por la puerta tras su apertura automática. Pero no pasó nada, salieron de la Biblioteca y dieron inicio a su viaje de regreso a casa con las manos vacías, según dijo su madre. Algo que Anna sabía que no era del todo cierto.
Cuando llegaron a casa Laia le dijo a Anna que qué quería cenar. Anna se excusó diciendo que no tenía hambre y que estaba muy cansada, que prefería irse a dormir.
Realmente lo que pasaba es que tenía muchísima curiosidad por leer “su libro”.
Durante el resto de la semana Anna leyó el libro una y otra vez.
El domingo, cuando las dos estaban sentadas en el sofá leyendo, Anna le dijo a su madre si le podía preguntar una cosa. Laia miró con curiosidad al tiempo que con gran ternura a su hija y le dijo que por supuesto, que qué pregunta era aquella.
Anna acercándose a su madre y mirándola a la cara le preguntó si ella sabía lo que era una enfermera comunitaria.
Laia abrió unos ojos como platos y abrazando a su hija le preguntó qué de donde había sacado esa información. Entonces Anna, con cierta vergüenza, le contó a su madre lo que había pasado en la Biblioteca unos días antes, con el temor de que se enfadase y le hiciese devolver aquel libro.
Laia se quedó mirando fijamente a su hija y, mesándole el cabello, le pidió que se lo enseñase. Anna dio un bote del sofá y salió corriendo en busca de su libro. Ambas lo leyeron despacio disfrutando de la historia y de los dibujos que lo ilustraban.
Al acabar, Laia le contó a Anna que tras una terrible pandemia que hubo hacía muchos años se generó un debate sobre la necesidad de dar importancia a los cuidados profesionales que la población necesitaba. Le dijo que esos cuidados los prestaban con calidad y calidez unos profesionales, que eran las enfermeras. Enfermeras que como en el cuento se denominaban así con independencia del género de quienes lo eran.
Pero tanto políticos, gestores, profesionales de otras disciplinas, empresarios e incluso las propias enfermeras y la sociedad, no lograron ponerse de acuerdo para que esos cuidados los prestasen las enfermeras.
Unos, los políticos y gestores nombrados por los propios políticos, por las presiones que recibían para que las enfermeras no lograsen ser referentes de la sociedad ni tan siquiera de los cuidados que prestaban. Cuidados profesionales que, por otra parte, nunca ocuparon la importancia real que tenían, quedando arrinconados a pesar de las promesas oportunistas y sistemáticamente incumplidas de desarrollar una estrategia de cuidados que nunca vio la luz, dedicándose desde sus puestos de responsabilidad a tomar decisiones que se alejaban tanto de las necesidades sociales como se acercaban a las de sus intereses partidistas.
Otros, los profesionales de otras disciplinas, porque llevaban ya mucho tiempo queriendo ser los únicos e indiscutibles referentes para la población a la que decían curar y tan solo admitían la presencia de enfermeras si era para servirles de ayuda a sus necesidades corporativas que alimentasen su narcisismo profesional.
A las empresas, por otro lado, se les dio absoluta libertad para que acaparasen el negocio de la salud en detrimento del ya maltrecho sistema de salud público que no supieron, no pudieron o no quisieron adaptar a las nuevas necesidades de cuidados que requerían de muchas más enfermeras, cada vez mejor formadas y competentes, pero que ellos no estaban en disposición de incorporar a sus negocios por los altos costes económicos que, argumentaban, suponía su contratación. Por tanto, presionaron para que se crearan titulaciones de muy baja preparación académica, pero con una gran e incomprensible capacidad competencial para ocupar los puestos que correspondían a las enfermeras a un coste muy inferior. Esto se inició en unos establecimientos en los que se atendía a las personas mayores que se llamaban Residencias, pero se fue generalizando en todos los servicios tanto de hospitales como de lo que entonces se llamaban centros de salud, en donde se daba atención directa a las personas, así como en sus casas o en cualquier lugar como colegios, empresas, instalaciones deportivas… y en los que trabajaban las enfermeras comunitarias Pero finalmente se cerraron para ser reemplazados por los cajeros de asistencia telemática actuales.
Por su parte, las enfermeras no tuvieron ni la capacidad, ni la voluntad para defender su posición, su aportación específica y su valor como profesionales imprescindibles para prestar unos cuidados tan necesarios. La falta de unidad entre ellas, por un lado, así como la ausencia de un sentimiento de pertenencia fuerte y arraigado que les permitiese convencer de lo que eran y aportaban como valor insustituible unido a los discursos de falsa alabanza y promesas permanentemente incumplidas de políticos y gestores hacia las enfermeras que eran asumidos por estas como reales mientras se deterioraba y diluía su capacidad profesional, las presiones de quienes veían en ellas una amenaza constante para sus intereses corporativistas o el deterioro de la docencia en las universidades donde se formaban, al permitir que la misma cayese en manos de profesionales no enfermeros con la consiguiente pérdida de identidad propia de los contenidos que se daban y que progresivamente fueron sustituyéndose por más técnicas y manejo de tecnologías en detrimento de los cuidados
A ello hay que añadir, la pasividad de la sociedad ante la pérdida de los cuidados, al dejarse engañar por unos manipuladores mensajes de lo que vendían como mejor y más eficaz y eficiente asistencia mecanizada, que condujeron, finalmente, a la desaparición de la titulación de enfermería en las universidades para ser sustituidas por facultadas de tecnología de la asistencia sanitaria, como ya había sucedido con las facultades de medicina que murieron en su propio orgullo y egocentrismo para acabar siendo facultades tecnológicas de curación, cirugía y farmacología. Así mismo desapareció cualquier indicio de cuidados directos prestados por enfermeras, que fueron reconvertidas a burócratas de las organizaciones para el control de los gastos de suministros y de asistencia y a lo sumo como gobernantas del personal sociocultural como se denominó a quienes trabajaban en las cada vez menores organizaciones de sanidad.
Al mismo tiempo, desapareció del lenguaje de las instituciones sanitarias cualquier referencia tanto a la salud como a los cuidados para ser sustituidos por eufemismos como Asistencia para el Bienestar (AB) o Asistencia Telemática Integral de la Enfermedad (ATIE), entre otros.
Los robots, los programas informáticos, la telemedicina… desplazaron a los profesionales de la salud hasta hacerlos desaparecer e incluso hacer que se perdiese absolutamente la memoria histórica de su existencia y aportación.
Algunas de las últimas enfermeras que se resistieron a que esto sucediera fueron acusadas de enemigas del Estado y se les castigaba con multas muy elevadas por el simple hecho de narrar lo que era y suponía contar con una enfermera que cuidase de la salud de las personas, las familias y la comunidad.
El paso del tiempo hizo el resto. Ya nadie recuerda ni echa de menos, lo que aportaban y significaban las enfermeras. Tan solo puntualmente se hace referencia a ellas como un vestigio histórico, caduco e inútil que fue sustituido con gran éxito por la tecnología. Ni tan siquiera a Florence Nightingale, que se consideraba la fundadora de la enfermería profesional, la recuerda ya nadie.
Lo cierto es que ni tan siquiera se reconoce el término enfermera y lo que significa. Más aún desde que la Real Academia de la Tecnología de la Lengua (RATE) decidiera eliminar las entradas tanto de enfermería como de enfermero, porque nunca aceptó el de enfermera, de su diccionario al considerar dichas palabras tendenciosas y en absoluto desuso.
Laia no daba crédito a lo que su madre le estaba contando y escuchaba con mucha atención a la vez que con mucha rabia. No entendía cómo podía haber desaparecido una figura como la enfermera que, sin conocerla realmente, tanto por lo que había podido leer en el cuento como por lo que su madre le estaba trasladando, consideraba que debían ser importantísimas. Casi como lo era su madre para ella, pensó.
La individualización, la inmediatez, el egoísmo, la envidia, la competitividad, la ausencia de reconocimiento… como valores cada vez más arraigados de una sociedad tecnológica y deshumanizada que no supo establecer el necesario equilibrio entre la técnica y la dignidad humana condujeron a esta sociedad tecnológica en la que más que vivir, subsistimos de manera virtual creyendo, porque así nos quieren convencer, que somos felices.
Laia no pudo reprimir su inmensa tristeza, ni tan siquiera que una lágrima acabase resbalando por su cara, al recordar todo lo que le estaba contando a Anna. Pero sobre todo al recordar lo que su madre le contaba a ella sobre su abuelo que era quien había escrito ese cuento hacía ya muchos años con tanta ilusión como orgullo y convencimiento de lo que era y significaba ser enfermera.
En ese momento sonó una alarma y una voz mecánica anunció que era hora de comer y de salir a caminar 10 minutos por la ruta que se indicaba en la pantalla.
Laia, secó las lágrimas de su cara y se disponía a levantarse cuando Anna, cogiéndole la mano y mirándole con tristeza le preguntó a su madre: pero entonces ¿yo no podré ser enfermera comunitaria cuando sea mayor?
¡¡¡Anna!!!, se oyó chillar a Laia, levántate, ¿Qué no has oído la alarma? Vas a llegar tarde a tu primera clase de Enfermería en la Universidad.
Anna, pegó un salto de la cama y con una sonrisa de inmenso alivio se levantó, al tiempo que selló un firme compromiso con ella misma para lograr ser enfermera comunitaria como lo fue su abuelo, mientras miraba el cuento que este le regaló y que tenía sobre la mesita de noche.
Como expresara Antonio Machado[4], “si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y lo mejor de todo, despertar”.
No dejemos que nuestra profesión, nuestra aportación, nuestros cuidados, nuestra imagen, nuestro valor… acaben siendo un sueño perdido. Despertemos y hagamos realidad lo que en realidad somos, aunque haya quienes quieran convertir este sueño en una pesadilla.
[1] Asociación Estatal de Estudiantes de Enfermería. http://aeee.org.es/
[2] Artista, músico, multiinstrumentista, cantautor, compositor, productor, escritor y pacifista inglés, conocido por ser uno de los miembros fundadores de la banda de rock The Beatles (1940 – 1980)
[3] “De mayor quiero ser Enfermera Comunitaria” Idea original y textos de José Ramón Martínez-Riera, 2019, ISBN 978-84-09-14290-3. Depósito legal A 397-2019. https://tienda.enfermeriacomunitaria.org/producto/de-mayor-quiero-ser-enfermera-comunitaria/
[4] Poeta español, el más joven representante de la generación del 98 (1875 – 1939)
Permitamos que la enfermería trascienda tal cual sueño hecho realidad por parte de la juventud, esa enfermería que se vio con la madre de la enfermería moderna no llegue a perderse. Como si de una estrella fugaz se tratase, cumpliendo ese sueño de ser enfermera comunitaria.