“Tengo la horrible sensación de que pasa el tiempo y no hago nada, y nada acontece, y nada me conmueve hasta la raíz.”.
Mario Benedeti[1]
La pandemia ha dejado secuelas importantes tanto en quienes la han padecido como en quienes la han sufrido. De hecho, se ha acuñado un nuevo término, COVID Persistente, para definir la condición de aquellas personas con historial probable o confirmado de SARS Cov-2, normalmente tres meses después del comienzo de los síntomas relacionados con el virus y que no pueden explicarse con un diagnóstico alternativo.
Pero como digo, la COVID no tan solo causa estos efectos en las personas que lo han padecido al ser contagiadas. El entorno más cercano, fundamentalmente familia, ha visto afectada su vida diaria en múltiples aspectos sin que hasta el momento nadie haya identificado ni mucho menos actuado para paliar o mejorar sus situaciones y problemas derivados de las mismas.
Por su parte la sociedad en general padece en muy diversa manera e intensidad las consecuencias de una pandemia que van mucho más allá de los daños causados por el virus y que nos conformamos con denominar como daños colaterales como si con ello los estuviésemos justificando como inevitables e incluso normales.
El virus no ha sido, en ningún caso, el único responsable de esta situación de COVID Persistente que estamos viviendo y que afecta a tantas personas, situaciones, entornos, relaciones, decisiones… Porque antes de que llegase el virus y contagiase de muy diferentes formas a la sociedad, muchos de sus recursos, ya padecían alteraciones importantes que se maquillaban, disimulaban, ocultaban, manipulaban… para trasladar una imagen de eficacia y eficiencia que estaba muy lejos de ser real, pero que se insistía en situar muy cerca de la excelencia.
Así pues, dichos recursos, no pudieron soportar el envite de la pandemia y empezaron a mostrar sus debilidades.
Pero más allá de esta reflexión, ya conocida y analizada, lo que verdaderamente debería preocupar es la relajación, cuando no la dejación, a la hora de dar respuesta a esos efectos tan devastadores que se tratan, nuevamente, de tapar, con discursos que tan solo contienen intenciones que ni tan siquiera considero sean buenas, las miserias de las deficiencias estructurales, de organización, de planificación y de respuesta a los problemas que presenta la población que sin ser nuevos han sido modificados, como si de una mutación se tratase, por efecto y defecto de la pandemia.
Al mismo tiempo y centrándome en un aspecto que considero trascendental, la pandemia ha sacudido los cimientos del actual modelo del Sistema Nacional de Salud (SNS) que como si de un yogur se tratase hace tiempo que su fecha de caducidad había sido superada. Como dijese en su día el Ministro de Agricultura Arias Cañete en un alarde de espontaneidad y desacierto “Veo un yogur y ya puede poner la fecha que quiera que me lo como”, las/os actuales responsables del Ministerio de Sanidad y de los 17 Sistemas de Salud autonómicos, tienen idéntico discurso al seguir manteniendo el actual modelo sanitario a pesar de la dilatada fecha de caducidad que tiene y queriendo convencernos a todas/os de que a pesar de ello sigue siendo excelente.
La pandemia ha sido contenida, que no vencida, a pesar del caduco SNS y gracias a las/os profesionales que en el mismo trabajan, en muchas ocasiones, en condiciones que no son exactamente saludables ni deseables.
Pero la respuesta que durante más de dos años han de manera ejemplar no se ha traducido, en ningún caso, en cambios del SNS como en tantos grupos de trabajo, comisiones, análisis de expertas/os… se ha venido constatando, la necesidad y urgencia, con evidencias científicas que avalaban los postulados y posicionamientos generados en los mismos.
Los resultados de tan nefasto abordaje, mediocre gestión y falta de determinación en la toma de decisiones en el camino que se indicaba como imprescindible, ha conducido a situaciones límite en las que las/os profesionales no han visto reconocido su esfuerzo con mejoras en las condiciones, no ya laborales, que también, sino en aquellas que deberían conducir a una mejor respuesta ante las necesidades que actualmente plantea la sociedad y que el asistencialismo, hospitalcentrismo, bioligicismo, fragmentación, medicalización… que impregna al SNS no permite y que incluso impide. Lo que, por otra parte, está siendo caldo de cultivo propicio para la mercantilización de la salud a la que estamos asistiendo a pasos agigantados con la irrupción de múltiples empresas de la sanidad privada que lejos de ser o actuar como un elemento de apoyo o colaboración con el sistema público, se comportan como depredadores que acorralan y devoran al debilitado sistema público empobreciéndolo y provocando una clara desigualdad en el acceso a una atención de calidad para aquellas personas que, cada vez en mayor cantidad, disponen de recursos limitados o ni tan siquiera disponen de los mismos. De tal manera que la universalidad y accesibilidad de la que presume nuestro SNS cada vez está más cercano a un modelo de beneficencia del que se aleja, claro está, el cada vez mayor grupo de personas que engrosan el colectivo de nuevos ricos, en una clara demostración de las desigualdades que se están generando en nuestra sociedad, en la que se desdibuja la clase media.
Los cierres de centros de salud, el desmantelamiento de los mismos, la falta de planificación, la ausencia de una adecuada inversión… se traduce en descontento, desilusión, frustración, abandono… de las/os profesionales. Y todo ello mientras se presume de Estrategias de Atención Primaria y Comunitaria (APyC) que más parece que actúen como Odette y Sigfrido en el ballet del lago de los cisnes antes de su muerte, que como el ave Fénix resurgiendo de las cenizas de un incendio que ha consumido al SNS en general y muy en particular a la Atención Primaria de Salud (APS).
La joya de la corona en que se convirtió, en su momento, la APS ha acabado convertida en una pieza de bisutería barata que nadie parece querer lucir y no se sabe qué hacer con ella, mientras el brillo del todopoderoso hospital sigue fascinando a políticos, profesionales, medios de comunicación y población en general, como si de una costosa, que no valiosa, joya se tratase, aunque posiblemente haya que empeñarla finalmente.
Los datos son apabullantes. En la última oferta de MIR se han quedado 400 plazas de Medicina Familiar y Comunitaria sin cubrir. Los Médicos que trabajan en APS, salvo aquellos/as pocos/as que creen en la misma, quieren renunciar a su trabajo para irse a trabajar a otros países. Toda una declaración de intenciones.
Las/os Pediatras no quieren trabajar en APS aunque sigan defendiendo con uñas y dientes su presencia en la misma. Las plazas son cubiertas en una gran cantidad por médicas/os sin la especialidad y a pesar de ello se mantiene su presencia en los centros de salud en una clara contradicción con lo que sucede en la mayoría de países de nuestro entorno, como consecuencia de la decisión que hace más de 37 años de tomó al respecto y que ahora resulta muy difícil de revertir al haber generado un lamentable y absurdo derecho adquirido que se traduce en una clarísima irracionalidad en la gestión de los recursos disponibles y necesarios.
Mientras tanto las enfermeras se pretende utilizarlas como comodines para cubrir los huecos dejados por unos/as y otras/os, sin que exista una reacción unificada al respecto en contra de una utilización tan insensata como incoherente que vuelve a poner en evidencia el desprecio que hacia los cuidados se tiene por parte de quienes toman este tipo de decisiones tan oportunistas e interesadas como alejadas de argumentación, sentido común y evidencia científica.
Si las enfermeras y los cuidados profesionales por ellas prestados ya sufrían las consecuencias de la invisibilidad, marginalidad, ignorancia, falta de respeto… de gestoras/es y políticas/os, la pandemia, ha provocado en ellas una peligrosa, insidiosa, grave e incierta apatía profesional persistente que pone en serio riesgo no tan solo a las propias enfermeras y su presente y futuro profesional sino a las personas, las familias y la comunidad que van a sufrir las consecuencias de una menor prestación de cuidados, a pesar de que, paradójicamente, nos encontremos ante un contexto de cuidados que no está siendo atendido con la calidad, la calidez y la cantidad que resultan imprescindibles y que con tanta impunidad se ignoran.
La apatía profesional persistente se manifiesta, además, en todos los ámbitos en los que están presentes, de una u otra forma, las enfermeras.
La APS que pasó por ser el paraíso deseado por las enfermeras de hospitales para cubrir los últimos años de vida profesional en una idealización tan fallida como manipulada por determinadas organizaciones, se ha convertido en un infierno al que nadie o muy pocos quieren descender.
La Universidad, en fase de desertización, es territorio al que las enfermeras se resisten a entrar dada la penosa travesía que por dicho desierto deben realizar para avanzar en una carrera académica difícil, costosa, poco reconocida y con unos sueldos que distan mucho de ser ni tan siquiera dignos.
La gestión, está denostada y se relaciona con afectos y favores políticos que limitan la capacidad autónoma para tomar decisiones sobre cuidados de manera autónoma, responsable y coherente.
El conformismo e inmovilismo como elementos mayoritariamente presentes en la actitud ante situaciones de ataque, falta de respeto, manipulación, corrupción… a la profesión y a las/os profesionales por parte de instituciones propias y ajenas, alimentan y perpetúan la apatía profesional que conduce, además, a un aislamiento que se traduce en un fuerte individualismo que actúa como antídoto de cualquier respuesta colectiva.
La indiferencia es el principal signo ante lo que debiera ser una respuesta mayoritaria de las enfermeras con su incorporación en sociedades científicas que no tan solo son ignoradas sino incluso denostadas y cuestionadas en una evidente muestra de inmadurez científico profesional provocando inmunodeficiencia profesional que debilita y pone en peligro la salud global de la enfermería.
La falta de respuesta a amplios problemas de salud como la soledad, la violencia de género, los cuidados familiares, la migración, la pobreza… ante la focalización exclusiva y excluyente hacia la enfermedad, son la consecuencia de una apatía persistente que impide respuestas enérgicas y positivas que contribuyan a mejorar la salud de las personas con la prestación de cuidados profesionales de calidad.
Se ha debilitado e incluso ha desaparecido el orgullo de pertenencia y de presencia. Ni nos sentimos enfermeras ni nos manifestamos como tales. Preferimos asumir las técnicas en las que nos sentimos cómodas/os y con las que nos creemos importantes, abandonando los cuidados que resultan complejos y difíciles de gestionar, aunque los situemos nosotras/os mismas/os en la intrascendencia o la indiferencia, lo que impide su transferencia y valoración por parte de la población.
La apatía profesional persistente, además, afecta tanto a enfermeras expertas como a noveles, lo que se traduce en una preocupante falta de recambio generacional al no existir ilusión, motivación, implicación ni tan siquiera la tan manida y no siempre bien entendida vocación.
La falta de referentes y liderazgos es otro de los síntomas que persisten en este cuadro florido de apatía, que nos lleva a permanentes enfrentamientos fratricidas y a la falta de la necesaria unidad para afrontar nuestros problemas.
Apatía profesional que se ve reforzada por un claro componente de resignación que la arrastra a la cronicidad y la falta de reversión.
Ni tan siquiera signos de aparente rebeldía con manifestaciones claramente inoportunas en tiempo y forma, obedecen a una supuesta recuperación de dicha apatía persistente. Cuando las únicas reivindicaciones, justas, lícitas y respetables sin duda, se concretan mayoritariamente en mejoras salariales o aumento de plantillas, el diagnóstico es tan claro como preocupante. No reclamar la dignificación de los cuidados, el cambio de modelo sanitario, la reivindicación de competencias propias, la identificación de referentes y líderes… supone asumir consecuencias muy graves y peligrosas, que se catalogan como daños colaterales, minando el desarrollo científico profesional de las enfermeras y de la enfermería.
Además cada vez es mayor y más intenso el negacionismo a un tratamiento o inmunización, en base al trabajo, la implicación, el compromiso e incluso la resistencia, para vencer o cuanto menos contener el contagio de dicha apatía, por parte de amplios sectores profesionales que se han instalado en la queja permanente sin aportar nada que permita hacer frente a una apatía que cada vez afecta a más enfermeras, convirtiendo la misma en un mal que puede convertirse en endémico con lo ello puede suponer.
La solución no es sencilla y además debe ser colectiva. No son suficientes los voluntarismos voluntariosos de voluntarias/os valientes que tan solo conducen al desánimo ante la falta de respuesta coral cuando no al rechazo colectivo, no se sabe bien si por miedo a ser rescatadas/os de dicha apatía persistente en la que parecen sentirse cómodas/os en un aparente letargo que les mantiene aisladas/os de cualquier posible intento de reacción o acción para salir del mismo.
Mientras tanto los individualismos y protagonismos, egoístas y oportunistas emergen como influencers que con mensajes impactantes y engañosos arrastran al enfrentamiento estéril pero terriblemente destructor al que nos someten con las fake news que con tanta ligereza como ignorancia se aceptan como válidos por una masa cada vez menos crítica y reflexiva.
Necesitamos creer en nosotras/os mismas/os como el único remedio posible para vencer esta patología tan invalidante como dolorosa que padecemos y que se ha visto claramente potenciada por los efectos de una pandemia que ha trascendido al virus. No podemos ni debemos pensar que con tratamientos sintomáticos, puntuales y episódicos vamos a poder vencer la apatía profesional persistente. Se trata de llevar a cabo una respuesta integral que permita actuar en todos y cada uno de los aspectos, situaciones o decisiones que posibilitan que la apatía sea persistente y antes de que la misma sea crónica y permanente. Porque “en este mundo, nada hay tan cruel como la desolación de no desear nada.”[2]
Tenemos la ciencia, el conocimiento, las evidencias, la experiencia y la solvencia para incorporar la voluntad de eliminar este mal que nos paraliza y desliza hacia un abismo de indiferencia e ignorancia del que difícilmente podremos salir si finalmente acabamos entrando al mismo.
Hace 45 años logramos algo en lo que casi nadie creía, entrar en la universidad y situarnos al mismo nivel que cualquier otra disciplina o ciencia. Pero lo hicimos desde la unidad, el respeto, la identidad y el trabajo compartido. Resulta imprescindible que recuperemos ese espíritu de lucha, ilusión, energía, confianza, perseverancia, orgullo, pertenencia, unidad… para vencer la apatía persistente y situarnos de nuevo en la ilusión permanente, que evite como decía Miguel de Unamuno[3] que “los satisfechos y los felices, no amen; y se duerman en la costumbre.”, porque en palabras de Albert Schweitzer[4] “Los años arrugan la piel, pero renunciar al entusiasmo arruga el alma.”
Necesitamos un alma joven y vital, activa y activista, fuerte y resistente, comprensiva y entusiasta, realista y optimista, emotiva y racional, reflexiva y cabal, cuidadora y humanista.
[1] Escritor, poeta, dramaturgo y periodista uruguayo, integrante de la Generación del 45 (1920-2009).
[2] Haruki Murakami (1949): Escritor y traductor japonés, autor de novelas, relatos y ensayos.
[3] Escritor y filósofo español perteneciente a la generación del 98 (1864-1936)
[4] Médico, filósofo, teólogo y músico franco-alemán. Premio Nobel de la Paz en 1952 (1875-1965)