No deja de resultar curioso que tras la reunión mantenida ayer en el Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social entre los tres grupos de trabajo, profesionales, ciudadanos y comunidades autónomas, en las que se debatió el documento “Marco Estratégico para la Atención Primaria de Salud” , hoy el Consejero de Sanidad de Castilla y León airee la carta remitida a la Ministra de Sanidad dando a conocer su postura con relación al mismo, previamente a la celebración del Consejo Interterritorial que se anunció iba a ser convocado.Y digo que no deja de ser curioso, porque antes de que concluyese la reunión de ayer, todos los presentes, incluyendo al representante de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, admitieron que se siguiera trabajando en el documento para perfilarlo e incorporar aquellas propuestas que las partes considerasen. Pues bien, el señor consejero, por razones que sospechamos, aunque él las oculte en su extenso escrito, argumenta excusas que pudiendo tener parte de razón, como ayer mismo se debatió, no deberían impedir lograr un consenso tan necesario como deseado. Pero está claro que si de algo adolecemos en este país es de voluntad de consenso. Preferimos el enfrentamiento y el «de qué se habla que me opongo», con tal de no dar «ventaja» al que se considera como enemigo aunque se le llame querida/o. Si todo ello ocurre en puertas de unos comicios electorales, las respuestas, posiciones y desplantes empiezan a cuadrar. Se piensa más en el interés particular, partidista y partidario que en el interés de la población por la que todos debemos trabajar y, si me lo permiten, en primer lugar los políticos que se cansan de recordarnos que son sus representantes.No vamos a ocultar que el proceso haya podido ser precipitado y que la metodología empleada tenga mucho recorrido de mejora, pero nadie puede negar, aunque lo haga, que la decisión política ha sido valiente y que al menos se ha dado un paso al frente que hasta la fecha nadie había dado.No deja de ser curioso también que el señor consejero en su escrito de alegaciones y disculpas no solicitadas por quienes hemos sido destinatarios del escrito, más bien se sitúa en la conocida expresión latina de «excusatio non petita, accusatio manifesta». Utiliza a determinados miembros del grupo de trabajo de profesionales para argumentar su acusación y posterior decisión, así como a los dimisionarios coordinadores, que se apartaron sin hacer ruido y trasladando su punto de vista con libertad pero sin boicotear nada. Sin embargo no hace alusión alguna al consenso unánime del grupo de ciudadanos que, identificando fallos del proceso, manifiesta su conformidad, necesidad y oportunidad del documento. Curioso también que utilice como escudo a unos profesionales a los que en su propia comunidad no trata con la misma vara de medir que ahora parece exigir al ministerio.Y puestos a hacer críticas, estaría bien que incorporásemos la autocrítica también y que no tan solo viésemos la paja en el ojo ajeno.Porque lo que no se puede pretender es crear un traje a medida para la comodidad de algunos profesionales o de algunas comunidades autónomas. Lo que se pretende es consensuar un marco de referencia, una estructura sólida, para el desarrollo de la Atención Primaria, en el que queden claros algunos aspectos transversales y de concepto que permitan la posterior organización, gestión, evaluación… de la misma. Seguir con el actual modelo es lo que parece que a algunos les encantaría para seguir llorando, instalados en la queja permanente sin hacer absolutamente nada más.El oportunismo político, sindical y profesional de tumbar este intento tan solo puede entenderse desde la falta de voluntad real por cambiar un modelo tan caduco como ineficaz e ineficiente.Sería deseable que todos hiciéramos un ejercicio de reflexión y de humildad para dejar de mirarnos los ombligos, alzar la mirada y comprobar, la demanda que desde la ciudadanía se nos está trasladando y que ayer se pudo oír de manera clara. No hacerlo es un acto no tan solo de egoísmo sino de traición a la comunidad a la que tantas veces repetimos que nos debemos.Señor Consejero, si con su escrito lo que quería era condicionar, lo ha conseguido seguro. Podría haberse esperado a manifestarse en el Consejo Interterritorial tras la lectura del documento final, pero ha preferido, claramente, poner una carga de profundidad en la línea de flotación del ministerio, por razones que usted enmascara en su escrito. Pero realmente a quien hundirá con su decisión aireada intencionalmente es a la Atención Primaria. Creo que esto deberá explicárselo a los ciudadanos. Y creo que los ciudadanos tomarán buena nota de lo que usted ha hecho.Mi defensa, eso sí, no es hacia el Ministerio. Que nadie quiera hacer oportunismo también con mis palabras. Mi defensa es hacia lo que considero es una responsabilidad compartida y global y no una reivindicación individualista, oportunista y fuera de lugar. Mi defensa es hacia la Atención Primaria de Salud y Comunitaria tan maltratada y herida. Cada cual que saque sus propias conclusiones, pero sin duda perder esta oportunidad puede suponer la muerte definitiva de la Atención Primaria. Pero a lo mejor es que es lo que se quiere…Y de lo mío qué? Esta reflexión, es tan solo eso y no pretende absolutamente nada más. No es mi intención interpelar, ni acusar a nadie de nada. La hago a título exclusivamente personal, como profesional de Atención Primaria de Salud, más concretamente como enfermo comunitario, que desde hace más de 33 años creo en este modelo de Atención por, para y con la comunidad. Me provoca una inmensa tristeza que no queramos salvarla. No espero, ni deseo establecer un intercambio epistolar al respecto. Gracias José Ramón Martínez Riera Enfermero Comunitario
La reforma de la Atención Primaria (AP)
lamentablemente y como dicen los ingleses, es “Old news no news’, espiral que
no por repetida deja de ser menos preocupante.
Sin embargo, por repetida y vieja que
sea esta noticia, lo que no deja de ser es una necesidad que parece no tiene
posibilidad de que se convierta en la realidad que tanta falta hace.
Hasta ahora siempre ha dado la impresión
de tratarse de una clara y manifiesta falta de voluntad política. Sin embargo, cuando
finalmente parecía que se habían alienado los astros para que esa falta de
voluntad se tornase en una decidida toma de decisión por acometer la reforma,
lo que ha sucedido es que la precipitación, las prisas por las urgencias y la
falta de planificación derivada de las anteriores, no han permitido dar
respuesta a lo verdaderamente importante, que no es otra cosa que reformar en
profundidad un modelo como el de la AP tan necesitado de cambios profundos al
tiempo que tan importante y necesario para la población. Por lo tanto, la
alegría y esperanza iniciales, de que por fin se pudiese acometer, ha dado paso
a la incertidumbre tras las dimisiones de los coordinadores, nombrados por el
propio ministerio, por, según parece, injerencias de este en su cometido como
tales coordinadores.
Pero, para hacer justicia, es necesario
destacar que, en el reciente intento de la denominada estrategia de reforma de
AP, no tan solo las comentadas prisas y falta de planificación de los
responsables políticos, han sido las causas de esta incertidumbre generada. Considero
que en este proceso todos los participantes han tenido o están teniendo parte
de responsabilidad. Porque si bien es cierto que las prisas nunca son buenas
consejeras, no es menos cierto que los representantes de los diferentes colectivos
que intervienen, con mayor o menor participación, no han estado a la altura, no
de lo que cabía esperar de ellos, sino de lo que se les debiera exigir como
protagonistas que dicen ser del modelo que se pretende reformar. Pues en lugar de
pensar en la reforma de la AP se ha pensado más en la reforma que diese
respuesta a sus intereses y con ello pueden contribuir a que la sociedad tenga
que continuar siendo atendida por un modelo medicalizado, asistencialista,
biologicista, hospitalcentrista y centrado en la enfermedad, que genera
dependencia y una creciente demanda insatisfecha.
Confundir la estrategia de reforma con
una plataforma de reivindicaciones laborales y profesionales, por muy legítimas
que inicialmente puedan parecer, es contribuir al fracaso de la propia reforma
en la que todos coinciden como imprescindible, pero que, sin embargo, a la hora
de la verdad se ha demostrado que los personalismos, egocentrismos,
corporativismos, egoísmos y un largo repertorio de “ismos” más han desembocado
en el intento por lograr cuotas de poder y espacios para alimentarlo, en lugar
de facilitar los cambios que requieren de una indudable generosidad que no
parece se quiera tener por parte de nadie.
Y de aquellos polvos vinieron estos
lodos que, una vez más, sumen en el fango a la AP paralizándola e impidiéndole
avanzar.
Con las elecciones a la vuelta de la
esquina, el tiempo para dar respuesta a este intento de reforma queda reducido
a un suspiro en el que va a resultar muy difícil lograr los cambios anhelados
por algunos y que para otros, sin embargo, parece constituyen una amenaza a la
zona de confort generada con su conformismo e inmovilismo.
Queda por ver si la promesa de llevar a
cabo la prueba extraordinaria de acceso a la especialidad de Enfermería
Familiar y Comunitaria en este año acaba en idéntica decepción que la reforma
de la AP y que, sin duda, supone una oportunidad de regularización de una
situación que debería haberse resuelto hace mucho tiempo. De nuevo la voluntad
política, tan largamente negada se volvió a generar y con ella la esperanza de
poder ver cumplido un deseo que obedece a un derecho recogido en una norma
largamente incumplida.
Como si de un epítome se tratase, de
manera sistemática se repiten las palabras que hablan de la reforma de AP con
el aparente y único fin de lograr una mayor claridad de lo dicho, pero que sin
embargo tan solo se queda, en una figura retórica sin capacidad, no tan solo de
convencer sino de concretar nada.
Estamos pues, otra vez, en un nuevo
impás, tras las dimisiones comentadas y con el papel que ha asumido, aunque
parece ser que nunca lo dejaron de tener, los responsables ministeriales, en
una carrera contrarreloj en la que son muchos los intereses, pocas las
voluntades y enormes las dificultades en unos momentos en los que los
posicionamientos electoralistas por parte de quienes finalmente tienen la
capacidad de decidir, las comunidades autónomas, no configuran el mejor
escenario para el cumplimiento de una obligación con la ciudadanía a la que
representan.
Pero también estamos, los profesionales,
ante una nueva oportunidad de demostrar que la reforma que decimos anhelar no
es tan solo una pose o un eufemismo sino una verdadera y sincera apuesta por
desprenderse del narcisismo profesional y adquirir un compromiso que permita
recuperar la ilusión de una AP y comunitaria en la que la salud recupere el
protagonismo usurpado por la enfermedad, la promoción de la salud ocupe el
lugar que le corresponde como eje de todas las acciones, la participación
ciudadana sea algo más que un eslogan, los diferentes sectores se impliquen en
la generación de la salud comunitaria a través del trabajo intersectorial, el
trabajo en equipo se fundamente en la transdisciplinariedad que impida la
rigidez de los marcos competenciales para dejar paso a la identificación de
objetivos comunes en los que trabajar de manera conjunta y no tan solo como
grupo, en la que la asistencia fragmentada deje paso a la atención integral,
integrada e integradora, en la que la familia deje de ser un recurso de
colaboración para el cuidado para convertirse en foco de una intervención que
identifique sus necesidades reales, en la que el centro de salud deje de ser el
único recurso de salud para pasar a ser un recurso comunitario más desde el que
articularse con otros recursos, en la que la comunidad sea el contexto donde
las intervenciones faciliten y promuevan su participación real, en la que, en
definitiva, se convierta en una respuesta a las demandas y necesidades sentidas
de las personas, familias y comunidad.
Tan solo desde ese posicionamiento se
logrará romper la retórica del epítome eterno de la reforma de la AP, en la que
las enfermeras debemos jugar un papel fundamental, pero huyendo de pretensiones
excluyentes que para nada deben impedir el trabajo basado en el paradigma que
nos identifica y diferencia, pero que, al mismo tiempo, nos permite trabajar en
equipo desde el respeto.
Por todo ello la reforma de la AP
tampoco puede ser una metáfora, ni un eufemismo, ni un discurso demagógico,
sino tan solo una realidad. En nuestras manos, voluntad, generosidad y humildad
está. Esperemos que el resto de actores y, sobre todo, los decisores políticos,
tengan el mismo compromiso.
Se cumplen casi 35 años de la puesta
en marcha de los primeros centros de salud en nuestro país y con ellos del que
se vino en llamar el nuevo modelo de Atención Primaria de Salud (APS). El
tiempo en su objetividad no deja lugar a dudas sobre el periodo transcurrido.
Sin embargo, la subjetividad con que siempre es vivida el tiempo nos puede
hacer pensar que esos 35 años no han sido prácticamente nada o que, por el
contrario, son una eternidad. Todo dependerá de quien haga la valoración de ese
tiempo y lo que en el mismo haya vivido, aportado o recibido.
En cualquier caso, es incuestionable que
son 35 años que pronto se cumplirán y que permitirán hacer valoraciones de toda
índole por parte de quienes, de una u otra forma, han sido actores de su
evolución.
No pretendo con esta entrada hacer
una valoración de lo acontecido. Ni tan siquiera un recuerdo de lo vivido o una
reflexión de su evolución. Pero sí que quisiera situarme en el que entiendo
puede ser un punto de inflexión en este recorrido de la APS.
Tras esos 35 años de luces y sombras,
en el que se ha alcanzado un alto grado de deterioro del modelo, un hartazgo
considerable de los profesionales, una desilusión evidente de la ciudadanía,
una parálisis de los gestores y una indiferencia casi absoluta de los políticos,
se ha llegado a un punto en el que, o se acometía una reforma del modelo en
toda regla o este estaba abocado a su colapso y fracaso.
No es que ahora sea más evidente el
deterioro, o más fuerte la protesta, o más patente el desencanto. Las cosas no
pasan de repente, sin previo aviso. Como cualquier proceso tiene su inicio,
desarrollo y finalmente su eclosión o muerte. Y la APS, estaba a un paso de su
muerte. De hecho, en muchos aspectos, ya había signos claros de la misma.
Pero nadie parecía quererse dar
cuenta y como si de un enfermo terminal se tratase se estaba manteniendo en
estado vegetativo y sedado, en el mejor de los casos o con medidas de claro
encarnizamiento terapéutico mediante la administración de medidas tan
insuficientes, ineficaces e ineficientes para lograr su necesaria recuperación.
Quienes así actuaban, los políticos y los gestores por ellos nombrados, no
mostraban la más mínima voluntad por remediar tan fatídico desenlace. Mientras
tanto, sus “familiares más allegados”, las/os profesionales que mantenían una
fe ciega en las posibilidades de tan moribunda APS, avisaban permanentemente de
la gravedad de la situación. Como resultado de todo ello, una parálisis mantenida
que consumía unos recursos insuficientes, impedía obtener la respuesta que de
ella se esperaba o se deseaba y generaba tanta frustración como indignación
entre quienes padecían su deterioro, las/os profesionales, o sufrían sus
consecuencias, las personas, las familias y la comunidad.
Los Centros de Salud se configuraron
como mausoleos en los que la APS permanecía enterrada en vida, sin que se pudiese
celebrar el sepelio, ni asumir el duelo de su definitiva pérdida, lo que
provocaba un estado de permanente incertidumbre, desconsuelo y desesperanza.
Incluso había voces que clamaban por
una eutanasia que permitiese finalmente acabar con el sufrimiento, pero que
nadie se atrevía aplicar, ni tan siquiera plantear como posibilidad real al
final del proceso.
Pero también había quienes creían que
la recuperación era posible si realmente existía voluntad política para
acometerla a pesar de la gravedad y del tiempo de sufrimiento al que se le
había sometido.
Lo que estaba claro es que se iba a
necesitar un cambio total de intervención. No bastaba con lograr que respirara
de nuevo para seguir languideciendo. Era imprescindible que, una vez,
recuperada, asumiese nuevos comportamientos y hábitos que le permitieran
cambiar radicalmente su organización vital y las respuestas que de la misma
debían derivarse.
Pero el símil hay que llevarlo a la
realidad. No se recuperará con el beso de un príncipe, ni rompiendo el hechizo
de una bruja o aplicando una pócima mágica. La recuperación precisa de un
compromiso claro, para empezar, de los políticos y sus agentes, ministros,
secretarios de estado, directores generales, consejeros… sin los que no será
posible. Después de las/os profesionales asumiendo que también ellas/os deben
cambiar asumiendo compromisos y competencias, y finalmente de la ciudadanía
asumiendo responsabilidad y haciendo un uso racional de los recursos a través
de su participación activa en el proceso de toma de decisiones.
Y parece ser que se ha optado por
actuar de manera decidida y rápida. Se ha generado un proceso participativo de
todos los agentes implicados en el análisis y propuestas de mejora de la APS.
Por lo tanto, la voluntad política, en esta ocasión parece que existe, tras
largos años de inacción.
Ahora son las partes, políticos,
profesionales y ciudadanía, quienes tienen la última palabra para lograr el
consenso necesario para restablecer a una APS tan necesaria.
Estamos pues, ante un escenario en el
que los diferentes actores deberán medir de manera muy clara sus
interpretaciones e intenciones. Huyendo de protagonismos estelares en una
función coral en la que todas las aportaciones son necesarias, pero teniendo en
cuenta también que es un escenario con unas características muy definidas en el
que no pueden ni deben participar determinados actores que lo único que
lograrían sería distorsionar, enfrentar y hacer fracasar el objetivo planteado.
La APS no puede ni debe convertirse
en una mala copia del hospital. En la APS deben participar las/os profesionales
con perfiles competenciales ajustados a lo que de la misma se espera y no ser
un cajón de sastre en el que cualquier profesional tiene cabida. La APS es y
debe ser un ámbito de atención integral, integrada e integradora que minimice
la fragmentación en base a patologías, órganos, aparatos, sistemas, ciclos
vitales…
La reforma que se pretende y que es
la única que puede situar de nuevo a la APS en el lugar que le corresponde para
dar respuestas eficaces y eficientes, consiste en un cambio de paradigma que
desplace a la enfermedad en beneficio de la salud, que recupere los órganos de
participación ciudadana, que sitúe a la promoción de la salud como eje de toda
la actividad, que parta de los principios de la salutogénesis para potenciar
los activos para la salud, que sitúe al centro de salud como un recurso
comunitario más y no como el exclusivo, que la intersectorialidad sea una
realidad de trabajo compartido en el desarrollo de estrategias de salud…
Las enfermeras comunitarias que tanto
han aportado en estos 35 años al desarrollo de la APS, han tenido que
contemplar cómo se les desplazaba, arrinconaba y despreciaba, dando paso a
profesionales cuyo único objetivo era el de la jubilación apacible y alejada de
los turnos del hospital. Clara muestra de una nefasta política de personal que
no tan solo no resuelve los problemas de base, sino que incorpora nuevos
problemas que finalmente conducen al deterioro de la APS y al hartazgo de
quienes aún siguen creyendo que la APS es algo más que un paraíso, tan irreal
como interesado para unos pocos.
Ahora tenemos la oportunidad
redefinir el modelo de APS que queremos y en el que creemos. No permitamos que
se incorpore el oportunismo mediante el cual se incorporen perfiles
profesionales que no obedecen a la realidad ni a las necesidades de la
sociedad. No nos dejemos seducir por los modelos adoptados por otros
colectivos, que no nos son aplicables desde nuestro paradigma. Si partimos de
paradigmas diferentes debemos asumir que tenemos comportamientos y respuestas
diferentes.
Las enfermeras especialistas de
pediatría y de geriatría tienen, en el ámbito hospitalario y sociosanitario,
respectivamente, definidas sus competencias y así se desarrollan en sus
respectivos planes formativos. La atención a las personas, familias y comunidad
en APS está centrada en los abordajes integrales con perspectiva de salud y de
participación. La incorporación regular de estas especialistas en APS tan solo
contribuiría a la parcelación de la atención, en el mejor de los casos, y al
enfrentamiento entre profesionales en su defensa competencial, en el peor de
ellos. La salud, no es de nadie y es de todos, pero lo que no puede convertirse
es en un nuevo trofeo al que todos quieran acceder.
Las enfermeras especialistas en
pediatría y geriatría, sin embargo, tendrían un papel fundamental como referentes/consultoras
de los EAP, como ya sucede, por ejemplo, con las enfermeras educadoras de
diabetes. Se trata de planificar adecuadamente su perfil, ubicación,
articulación y coordinación con las enfermeras comunitarias.
Por lo tanto, no es cuestión de
excluir a nadie, ni de generar campos acotados de exclusividad, pero sí de
definir y planificar, desde el rigor metodológico, la coherencia organizacional
y la racionalidad de los recursos la mejor manera de dar valor y visibilidad a
las especialidades enfermeras. Lo contrario conducirá a una progresiva
desvalorización de las especialidades enfermeras al no identificarse con
claridad su aportación y a provocar, una vez más, enfrentamientos y pérdida de
una unidad tan necesaria como esperada.
No hagamos de esta reforma un río
revuelto en el que se identifique que puede haber ganancia para cuantos al
mismo se acerquen a pescar, porque la pesca es la que es y no da para todos.
En la medida en que seamos capaces de
analizar y reflexionar sobre cómo, cuándo y dónde tenemos cabida las diferentes
especialidades, las dotaremos de sentido y oportunidad. Si por el contrario
establecemos una lucha sin orden y a codazos para hacernos hueco, perderemos
credibilidad y oportunidad de crecimiento.
En nuestras manos está el identificar
la oportunidad que se nos presenta y mirar más allá de poder ocupar una plaza a
cualquier precio, para saber cuál es la plaza que de verdad me interesa ocupar.
En sanidad cabemos todos, pero cada
cual debe ocupar el sitio donde mejor pueda dar de sí, sin necesidad de
desplazar a nadie.
El
otro día hablando con un enfermero residente de la especialidad de Enfermería
Familiar y Comunitaria, me comentaba que no percibía la necesidad de pertenecer
a una Sociedad Científica. Que, no le aportaba nada.
Por
otra parte, cuando se convocan actividades docentes, divulgativas, científicas…
acaban congregándose siempre las/os mismas/os profesionales, sin que se
identifiquen, salvo raras excepciones, a jóvenes enfermeras o estudiantes.
En
otro ámbito, como es el de la docencia de grado, en más ocasiones de las que
sería deseable, al menos para mí, las/os estudiantes y futuras enfermeras
manifiestan que su mayor expectativa es conseguir una plaza fija lo antes
posible y cerca de su casa.
Podría
seguir exponiendo casos o ejemplos en los que difícilmente se identifica a las
enfermeras jóvenes participando y mucho menos aun haciéndolo de manera activa.
Esta
realidad que tan solo obedece a la observación, requiere de un análisis
profundo que trate de explicar qué es lo que está pasando para que se produzca.
Sería
pretencioso y alejado de todo rigor científico que yo tratase de realizar ese
necesario análisis en este espacio. Pero como quiera que se trata de un espacio
de reflexión y opinión, no me resisto a expresarlos y compartirlos, porque
también me parece interesante con el fin de suscitar un debate tan ausente como
necesario.
Lo
fácil, simple e inmediato sería caer en la tentación de culpar a las/os jóvenes
calificándoles y etiquetándoles de indiferentes, pasotas, conformistas, cómodos…
como la mejor manera de evitar la reflexión sobre qué es lo que, desde la
atalaya de la experiencia, las enfermeras más veteranas estamos haciendo mal o,
cuanto menos, no del todo bien para que se estén dando estas situaciones.
Y es
en base a esta reflexión sobre la que voy a opinar. Y reitero, opinar. Lo que
supone que mi opinión sea subjetiva al estar basada en mi discurso, pensamiento
y valores, pero no por ello exenta de un análisis de lo que está sucediendo y
por qué está sucediendo. Para ello he abandonado mi atalaya y he tratado de
exponerme a la realidad. Tratando de comprender determinados comportamientos,
mensajes y pensamientos que, desde dicha atalaya denominada experiencia, no
logro captar y mucho menos entender. Simplemente, aunque realmente es más
complejo de lo que uno se piensa y dice, aplicando la empatía que me permita
situarme en el lugar de estas enfermeras jóvenes y de estas/os estudiantes que
parece que nada les importe.
Tras
esta reflexión, me he parado a pensar sobre qué puede hacer que un/a estudiante
tenga tan pocas expectativas de desarrollo profesional e incluso personal o que
una enfermera no vea más allá de una “plaza fija” como toda aspiración de
crecimiento.
Ubicados
como estamos en la Universidad en la que la ciencia, el conocimiento, la
investigación… lo impregnan todo, parece que quede poco espacio para nada más.
Y es que por definición la ciencia está interesada, sobre todo, por los
métodos, las generalizaciones y las predicciones, que desplazan de manera
consciente o no, los valores que todos tenemos en la toma de decisiones y en la
que no siempre recordamos la importancia del cuidado. Porque las enfermeras
aprendemos de la experiencia, pero también familiarizándonos con la teoría
enfermera, encontrando la forma de aplicar la teoría a la práctica. La imagen
enfermera es, pues, inseparable de su evolución como disciplina y ésta ha
evolucionado extraordinariamente desde la perspectiva de sus propias orientaciones
y conceptos centrados en el cuidado, la persona, la salud, el entorno, la
práctica, la formación, la investigación y la gestión. Cuando todo esto no se
integra, entiende e interioriza, da lugar a que se impongan los métodos, las
generalizaciones y las predicciones, con el riesgo que ello genera.
En la
actualidad las enfermeras tienen que responder a múltiples situaciones muchas
de ellas complejas y, sobre todo, individuales, por lo específicas que son. Sin
embargo, en el día a día, la relación enfermera-persona puede volverse
superficial, vinculada a la solución del problema concreto y con poco abordaje
del mismo en su conjunto. Es imprescindible que no pensemos que la humanización
es tan solo un complemento o una moda, cayendo en la contradicción de lo que, en
muchas ocasiones, se está exigiendo por parte de las organizaciones, que es
disponer de enfermeras tecnológicas y sin quererlo, nosotras contribuimos a
ello. Esto conduce a que se diluya el campo de acción de las enfermeras que
debe centrarse en cuidar para proporcionar bienestar, confort, seguridad, asesoría
técnica, además de los cuidados específicos adecuados y consensuados. Tan solo,
si somos capaces de transmitir que el elemento fundamental, los cuidados, son la
vinculación fundamental con la persona y la familia y se asume la
responsabilidad de que sean autónomos, lograremos que entiendan que las
enfermeras son y serán absolutamente imprescindibles en la comunidad.
Confundimos
con demasiada frecuencia el aprendizaje con la acumulación indiscriminada,
fragmentada y no siempre coherente de conceptos, en los que habitualmente se
imponen las técnicas, impidiendo o dificultando el pensamiento crítico, el
análisis, la reflexión y el debate necesarios para construir el conocimiento
enfermero. No se trata, pues, tanto de aprender como de aprehender.
Es
cierto que cuidar requiere tiempo y espacio, dedicación y técnica, ciencia y
sabiduría, conocimiento teórico y praxis, pero para ello hace falta integrarlo,
articularlo, gestionarlo de tal manera que adquiera el sentido y el sentimiento
que el cuidado requiere. Cuando lo que hacemos es compartimentalizar el
conocimiento en base a la distribución de créditos, las luchas departamentales
o el encapsulamiento de las áreas de conocimiento o asignaturas, en lugar de
generar espacios de confluencia, interrelaciones, coordinaciones o
transversalidades que permitan construir el sentido del cuidado con perspectiva
integral y alejada de luchas de poder que tan solo provocan omisiones,
duplicidades, solapamientos o contradicciones generadoras de confusión que
inducen a que las/os estudiantes se refugien en lo que ha venido en denominarse
la zona de confort, pero que realmente es una trinchera para defenderse del
fuego cruzado que muchas veces establecemos nosotros mismos.
Si a
lo dicho añadimos que cuidar requiere un marco idóneo donde las condiciones
estructurales sean favorables para el ejercicio de dicho cuidado y este marco
lo limitamos casi exclusivamente al de las instituciones sanitarias,
generalmente públicas, lo que realmente estamos contribuyendo es a que la
elección para las/os estudiantes se limite a las mismas y que además se haga
desde ese aprendizaje memorístico, dirigido y poco creativo que han recibido y
que identifiquen a la técnica como elemento fundamental de su desarrollo.
Además
la modernidad ha desarrollado el racionalismo, a través del cual se difunde la
idea de que la tecnología puede aportar soluciones técnicas a todos los
problemas que aquejan a la humanidad. Está claro que no se puede volver la
vista atrás y que la técnica forma parte de nuestra existencia, pero la
cuestión es saber qué hacer con ella. Insistir en esto parece, no pocas veces,
una reiteración innecesaria ya que se da por supuesta en enfermería; sin
embargo, cada vez con mayor fuerza van aumentando las voces que hablan de falta
de ética, y de deshumanización. Por ello, es necesario articular el contenido
de nuestra responsabilidad profesional, no sea que la evolución de la
Enfermería como ciencia vaya dejando escapar su esencia fundamental, la de los
valores que le sirven de sostén. La ciencia ha de sostenerse en los valores; si
la ciencia está hoy en crisis, probablemente sea por esta divergencia
antinatural. Ha de correr paralela con esta dimensión humana y, por ello, situarse
en el ámbito de lo moral. El valor social de la Enfermería, se centra en la
respuesta humana y técnica a la necesidad de cuidados de la persona, bien en
salud o en enfermedad y ofrecido con calidad.
La
práctica de los cuidados enfermeros en el contexto actual, pone a la enfermera en
el centro de la atención, en contacto con la salud y la muerte, donde las
ciencias no son suficientes, pues son neutras en lo que concierne a los valores
humanos. Pero para ello debemos ser capaces de compartirlo y hacerlo sentir. No
se trata tan solo de formar enfermeras sino de que sientan orgullo de serlo.
Ser enfermera es fácil, como lo es ser médico, ingeniero o filósofo, se trata
solo de estudiar y aprobar. Sentirse enfermera es lo realmente difícil, y
transmitirlo para que se identifique, se construya y se interiorice es
igualmente difícil, pero posible y, sobre todo, deseable. Esto jamás se
consigue por imposición. De ahí que sea necesario establecer unos mínimos que
sostengan y den sentido a la docencia enfermera tanto en el aula como fuera de
ella; y a partir de ahí, se ha de trabajar por lograrlo.
La
espiritualidad, la conciencia, el autoconcepto, el modo de vida, el bienestar,
los sentimientos, las emociones, los vínculos, las relaciones… son dimensiones
que la práctica enfermera debe tener en cuenta. Los cuidados enfermeros son una
realidad compleja que va mucho más allá de un concepto, no es lineal y está en
evolución permanente, y las palabras para expresarla reflejan lo que significa
la construcción del conocimiento. Pero si no las pronunciamos, no lograremos
expresar la realidad enfermera que queremos en oposición a la que tenemos y con
la que ni nos sentimos a gusto ni logramos transmitir nuestra esencia y nuestra
presencia.
Fuera
de las aulas también se construye y quienes tenemos experiencias, vivencias,
afrontamientos y enfrentamientos basados en la construcción de la enfermería en
la que creíamos y por la que hemos trabajado y sufrido, muchas veces, nos sitúa
en una visión de la enfermería y las enfermeras que se ha convertido en algo
que entendemos nos pertenece y nos cuesta abandonar para que otros continúen. Y
desde esa construcción que entendemos nuestra, sin embargo, nos continuamos
enfrentando, separando, debilitando, y sin quererlo estamos contribuyendo a
alejar a las enfermeras jóvenes que no entienden ni comparten, nuestros
planteamientos y diferencias y, por tanto, se resisten o les inquieta
participar en nuestros rígidos escenarios. Nosotras consideramos que no
participan porque no quieren, no entienden o no se comprometen y ello nos
autoconvence como valedoras de nuestros planteamientos y de nuestra
indispensabilidad.
El
sacrificio, el esfuerzo, las renuncias, las caídas, los golpes… que la construcción
enfermera haya podido provocar, no puede continuar siendo la excusa permanente
para considerarnos en poder de la verdad absoluta y de seguir identificando
como demonios dentro de nuestra propia profesión a quienes no piensen o actúen
como nosotras, estableciendo cruzadas en las que lo único que logramos es que
las enfermeras jóvenes busquen zonas de confort huyendo de una guerra que ya no
tiene sentido mantener y que mantiene en permanente deconstrucción la
enfermería y su identidad profesional y social.
Por su
parte las jóvenes enfermeras deben entender de una vez por todas que su
participación activa en la construcción de la enfermería no es una opción, sino
una necesidad sin la que no será posible avanzar. No se trata de qué es lo que
aportan las diferentes organizaciones o instituciones (colegios, sociedades
científicas, sindicatos…) sino de lo que se quiere que aporten. Y para ello es
imprescindible entrar en ellas y, desde dentro, aunque se tenga que entrar con
la nariz tapada, tratar de cambiar lo que huele mal y retirar a quien lo
provoca. Quedarse fuera, ya sea desde la indiferencia o desde la queja
permanente es contribuir a perpetuar lo que no nos gusta. Y todo ello a pesar
de que la implicación puede conllevar críticas, zancadillas, presiones y
descalificaciones por parte de quienes se creen en posesión de la verdad
absoluta e identifican la enfermería desde una perspectiva única y dogmática.
Cuando aún resuenan las miles de voces que, en pacíficas y
multitudinarias manifestaciones, el pasado 8 de marzo, reivindicaban igualdad y
respeto, para todas las mujeres, cabe preguntarse si tan necesaria como
importante movilización trasciende más allá de la fecha elegida para su celebración.
Sin duda resulta necesario visibilizar, con acciones como
las celebradas, la inquietud, demanda, derecho, justicia, igualdad, respeto… a
los que tienen derecho las mujeres en igualdad de condiciones que los hombres.
Sin embargo, tengo la sensación de que este tipo de
manifestaciones acaban por naturalizarse, entre la población sin que realmente
tenga el efecto que sería deseable. Al mismo tiempo su repercusión y difusión
es aprovechada de manera oportunista y partidista por quienes las identifican
como una opción política, politizándolas y desvirtuándolas, al desplazar el
foco de atención de la mujer y sus reivindicaciones, a los intereses
particulares de sus respectivas formaciones que, casi nunca están centrados en las
mujeres y sus derechos. La igualdad reclamada, por lo tanto, se transforma en
confrontación, a costa de las mujeres y contra las mujeres. Por lo tanto, no
favorece la necesaria sensibilización ciudadana sobre un tema tan trascendental
y que sigue provocando consecuencias tan negativas y peligrosas sobre las
mujeres en particular como sobre sociedad en general.
No soy quien para realizar análisis que requieren una
profundidad y conocimientos de los cuales no dispongo y que pueden llevar a
realizar planteamientos que no tengan el necesario rigor.
Pero considero que sí estoy en disposición de reflexionar
sobre las consecuencias que la desigualdad de género tiene sobre las enfermeras
y la enfermería.
A pesar del aparente y significativo avance de la
enfermería como disciplina y profesión y de las enfermeras como profesionales
en los diferentes ámbitos de atención, la realidad es tozuda y sigue mostrando
importantes desigualdades con relación a una y otras. La profesión enfermera
arrastra una carga simbólica, relacionada con una lectura tradicional de lo
femenino, que influye en la feminización del colectivo profesional, sufriendo
similares consecuencias de desigualdad y falta de respetos que las mujeres.
Con relación a la Enfermería, como disciplina, es cierto
que ha logrado equipararse al resto de disciplinas universitarias y acceder a
los máximos niveles académicos. Sin embargo, su rol en las Universidades sigue
siendo residual y en ocasiones, incluso, subsidiario. Algo parecido a lo
conseguido por las mujeres en la sociedad.
Con la implantación de los títulos de grado, por ejemplo,
las escuelas de enfermería debían pasar a convertirse en
facultades. En esos momentos se consideró, que esa aparente igualdad
nos otorgaba ya un trato de idéntica igualdad con disciplinas con mucha más
trayectoria e incluso que el logro alcanzado ya no requería un esfuerzo de
visibilidad que, erróneamente, creímos alcanzado. Así fue como algunas Escuelas
pasaron a denominarse Facultades de Ciencias de la Salud en las que se
integraban otras disciplinas como Podología, Fisioterapia… quedando oculta la
imagen enfermera en una denominación que si bien parecía generar integración e
igualdad, lo que realmente estaba logrando era invisibilizar, una vez más, la
identidad propia de Enfermería, desde un discurso de normalización tan falso
como engañoso.
Pero con ser grave este hecho, no fue el mayor. En aquellas
universidades en las que convivían Medicina y Enfermería y otras disciplinas de
Ciencias de la Salud, se llegó a la salomónica decisión de generar la Facultad
de Medicina para el grado de Medicina y la Facultad de Ciencias de la Salud
para el resto de grados de Ciencias de la Salud. Dicha organización impuesta y
consentida consiguió mantener las diferencias entre unas disciplinas y otras al
quedar segregada Medicina de Ciencias de la Salud como si no fuese con ellos e
integrarse en la extraña denominación de Ciencias de la Salud el resto de
disciplinas con la consiguiente invisibilización.
Por último, algunas escuelas no tan solo no se convirtieron
en Facultades, sino que pasaron a integrarse como departamentos, en el mejor de
los casos, o como secciones departamentales en Facultades de Medicina como las
antiguas escuelas de ATS.
Tan solo unas pocas se salvaron de esta anómala
distribución quedando como Facultades de Enfermería y, por tanto, manteniendo
su denominación y visibilidad.
El hecho para nada es casual y obedece a planteamientos de
poder y de desigualdad que ni las propias escuelas de enfermería y sus docentes
supieron o quisieron identificar como un riesgo evidente, ni los equipos de
gobierno de las universidades quisieron ordenar en una nomenclatura tan
heterogénea como, en muchas ocasiones artificial y anacrónica.
Pero más allá de las denominaciones de los centros, las
desigualdades son patentes en cuanto a la representatividad de las enfermeras
en los equipos de gobierno de las Universidades. Ocupar alguna vicerrectoría es
algo anecdótico a pesar de que en prácticamente todas las Universidades
españolas existen centros de enfermería, que quedan relegados en cuanto al
reparto que las universidades españolas establecen y que eufemísticamente
denominan de equilibrio entre centros y del que, curiosamente, siempre estamos
ausentes. El poder de los centros ejerce un patriarcado que excluye
sistemáticamente a las enfermeras de los órganos de decisión.
La Universidad, sin embargo, es un escenario más amable con
las enfermeras de lo que es el Sistema Sanitario, en el cual la desigualdad es
tan evidente como incomprensible. Como dijo la feminista Gloria Steinem, una
profesión se valora menos cuando tiene aproximadamente una tercera parte de mujeres,
como es el caso que nos ocupa de enfermería.
Las enfermeras en las organizaciones sanitarias tienen un
claro techo de cristal que son las direcciones enfermeras, las cuales tienen
una capacidad de maniobra muy desigual y en ocasiones limitada en función de la
consejería de la que dependan y, que va a estar determinado por la presión que
el lobby médico ejerza sobre el poder político, para que realmente tengan
autonomía, capacidad de maniobra y de toma de decisiones.
Como sucede en las universidades el acceso a los organigramas
de las consejerías se limita, en el mejor de los casos y salvo honrosas
excepciones, a asesorías sin ninguna capacidad en la toma de decisiones. El nombramiento de altos cargos como
direcciones generales o secretarías está vetado con la argucia administrativa
de que la titulación de enfermera está catalogada en los servicios de hacienda
como A2 y para acceder a ellos se precisa estarlo como A1, algo que no sucede
en el ámbito académico si quiera y que cuando existe voluntad política se puede
corregir sin necesidad de aprobar ningún Real Decreto.
Es decir, una enfermera que puede tener una especialidad,
un máster e incluso un doctorado no puede ser nombrada directora general, por
no ser personal A2, al contrario de lo que sucede, por ejemplo, con un biólogo,
un psicólogo, un economista o un abogado, que con tan solo disponer del título
de grado puede acceder a dichos puestos, al ser A1. Y esto no tiene
absolutamente ninguna otra lectura, ni respuesta, ni argumento, ni evidencia
que el hecho de comparársenos a los médicos que son A1, con el único e
inexplicable objetivo de establecer diferencias entre unos y otras. Es decir,
el poder médico ejerce una clara discriminación hacía las enfermeras como
profesionales, evitando el acceso en igualdad de condiciones de capacidad y
mérito a los puestos que se reservan para ellos o para quienes no identifican
como “rivales” y que son mucho menos numerosos.
Pero es que, en muchos centros de salud, por ejemplo, las
enfermeras no pueden ser Coordinadoras de Equipo por su condición de enfermera,
teniendo acceso a dichos puestos exclusivamente los médicos y quedando las
coordinaciones de enfermería con dependencia funcional de dichos coordinadores
de Equipo.
El cuidado enfermero es científico y profesional y, por
tanto, no puede continuar relegado a la valoración doméstica o de asignación
por cuestión de género que actualmente aún se hace y que impide que no esté
reconocido ni institucionalizado, contribuyendo a la discriminación de quienes
lo prestan, las enfermeras, al llevar implícita una clara relación de
subordinación.
El acceso a comisiones de investigación de ética, de
formación… en muchos casos también queda limitada cuando no anulada, por
entender que tienen poco que aportar a las mismas.
En las Unidades Docentes de Formación especializada y
gracias a la transformación en Unidades Multiprofesionales en las que se
integran las especialidades enfermeras afines a las médicas (Atención Familiar
y Comunitaria, Geriatría, Pediatría…) las enfermeras tienen una representación
anecdótica e intrascendente como Subdirectoras de la Especialidad
correspondiente en el seno de dichas Unidades Multiprofesionales y sin capacidad real, aunque si normativa, de
acceder a los puestos de Dirección o Jefatura de estudios que quedan reservados
para los médicos, lo que acaba teniendo una clara influencia en la Formación de
las residentes de enfermería que siempre quedan supeditadas, por número, a lo
que convenga para la formación de los residentes médicos. Una nueva y clara
discriminación y desigualdad para las enfermeras.
Por último y no menos importante son los accesos a cargos
ministeriales donde la ausencia de enfermeras es total en todos los
ministerios, siendo especialmente sangrante el caso del Ministerio de Sanidad,
donde incluso en el último Consejo Asesor de la Ministra, tan solo existe una
enfermera que ni tan siquiera ejerce como tal al ser abogada y hacerlo como
profesora universitaria en la Facultad de derecho de una universidad.
Pero más allá del acceso a puestos de responsabilidad, las
enfermeras sufren discriminación, acoso y desigualdad en sus puestos de trabajo
habitualmente con permanentes cuestionamientos a sus capacidades y competencias
cuando no limitaciones a aquellas competencias para las que no tan solo están
perfectamente capacitadas, sino que cuando se les ha permitido desarrollarlas
han demostrado ser más eficaces y eficientes que otros profesionales. Lo que
sin duda es una de las principales causas para que se les impida ejercerlas.
Se puede decir que es tratar de buscar los tres pies al
gato el asimilar la situación planteada con el feminismo, el acoso a la mujer e
incluso la violencia a la mujer. Pero es que las similitudes son tantas que lo
que realmente cuesta es abordarlo desde otra perspectiva que no sea esa.
Se trata de una violencia estructural, corporativista y
organizativa. Pero violencia, al fin y al cabo, al representar la anulación de
igualdad de oportunidades a través de normas, comportamientos y regulaciones
que discriminan y anulan la igualdad por razón de género, al ser identificada,
asumida e interiorizada social y corporativamente enfermería como femenina y a
las enfermeras como las mujeres que la integran. Cualquier otro planteamiento o
justificación son única y exclusivamente argumentos creados, sustentados y
mantenidos artificialmente por las administraciones por criterios exclusivamente
patriarcales derivados del lobby médico que aún hoy prevalece e impregna de
estereotipos y tópicos la imagen enfermera y su capacidad real de respuesta y
que son absolutamente anacrónicos con relación a la realidad social, académica
y profesional de las enfermeras actualmente.
Si a todo lo ya comentado añadimos el flaco favor que la Real
Academia de la Lengua (RAE) hace con sus trasnochadas decisiones con
relación a la enfermería y las enfermeras y los “favores” que a otras
disciplinas realiza con asombrosa cortesía y generosidad, contrariamente a lo
que hace con nosotras. Y para muestra un botón. Recientemente ha incorporado en
“su” diccionario el que a los
dentistas se les denomine Doctor, tal como recogen en su punto 3 de la
referencia al dentista “3. m. y f. Médico
u otro profesional especializado en alguna técnica terapéutica, como el
dentista, el podólogo, etc. U. frec. como tratamiento. Doctor, ¿cuándo notaré
mejoría?” A nosotras, las enfermeras, no tan solo no se nos reconoce, sino
que se nos ningunea permanentemente la denominación que nos otorga un título
académico que poseemos. Una vez más tan solo exigimos lo que nos corresponde y
no como los dentistas que se les otorga por deferencia, gracia o gratitud.
No es un lamento, ni una queja, ni una pataleta. Se trata
de una reivindicación legítima a un derecho de igualdad y de eliminación de las
barreras que impiden que las enfermeras puedan tener los mismos derechos que
cualquier otro profesional, al igual que se les exige ya, idénticos deberes y
obligaciones.
Por ello resulta necesario seguir reivindicando una
igualdad que por derecho y mérito nos corresponde a las enfermeras y que
sistemáticamente se nos niega por razón de género. Pero las enfermeras, como sucede
con las mujeres en la sociedad, no quieren privilegios ni concesiones. Tan solo
exigen respeto e igualdad
Por último, la masculinidad enfermera aún no ejerce la
influencia positiva que de ella cabe esperar, en el seno de la profesión
enfermera, al no haberse desprovisto del machismo con el que las enfermeras
hombre se incorporan a enfermería y que impide integrar con naturalidad su
aportación masculina.
La desfeminización de la enfermería no se agota con la sola
presencia de hombres, sino con la deconstrucción del cuidado enfermero como
algo propiamente femenino, inscrito también en lo masculino y que es
identificado por el hombre enfermera como vulnerabilidad. La fortaleza, por
tanto, pasa por que el hombre asuma dicha vulnerabilidad y, que, desde su
masculinidad, construya su propio resurgir y su supuesta victoria en un ámbito
femenino en el que, actualmente aún, se siente vencedor y dominador, desde la
ética del cuidado y la feminidad del mismo. Es decir, tiene que lograse una
masculinidad renovada que aproveche el espacio que le ofrece lo feminizado
para, o bien construirse desde lo femenino, o bien proponer y negociar otras
formas de hacer/ser hombre enfermera apoyadas en la reapropiación de los
cuidados, desde el cuidado.
Mientras tanto deberemos seguir en alerta permanente para
protegernos y para lograr que se reconozcan nuestros derechos como enfermeras y
como enfermería en este sistema patriarcal y machista de la sanidad.
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Tras más de 40 años de los estudios de enfermería en la
Universidad, parece como si ya estuviese todo conseguido. Que al haber
alcanzado el techo académico y poder ser ya doctores las enfermeras lo
tuviésemos todo hecho.
Llegar a la Universidad fue algo complejo, difícil y muy
laborioso. Enfermeras de las que en muchas ocasiones ni tan siquiera conocemos
sus nombres lucharon de manera firme y decidida para que los estudios de
enfermería no quedasen relegados a la Formación Profesional como se pretendía.
Enfermeras referentes sin duda que el tiempo y, por qué no decirlo, la desidia
enfermera hicieron que se diluyeran en el tiempo y se perdiese su recuerdo y,
lo que es peor, su reconocimiento.
La incorporación en la Universidad supuso retomar la
identidad enfermera usurpada tiempo atrás con planes de estudios que trataban
tan solo de formar a obedientes, dóciles y sumisas ayudantes y técnicas
sanitarias. Se modificaron los planes de estudio incorporando la ciencia enfermera
y posibilitando que fuesen las enfermeras las docentes. Fueron tiempos de
ilusión, de compromiso, de implicación y de desarrollo enfermero a pesar del
techo de cristal que nos impedía acceder al máximo grado académico. Pero
tampoco esto fue impedimento para que las mismas enfermeras que ya habían
logrado llevarnos a la Universidad, junto a nuevas enfermeras, siguiesen
trabajando por lograr alcanzar la licenciatura primero y el doctorado después.
Lamentablemente no se logró por presiones que nada tenían que ver con el
desarrollo académico ni con la razón científica. Hubo que esperar a que, el que
vino en denominarse Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), nos
habilitase al mismo nivel académico que cualquier otra disciplina, sin
concesiones de gracia y sin tener que tomar caminos alternativos para lograr lo
que por derecho nos correspondía. La nueva reforma de los planes de estudio
permitió configurar unas currículas más enfermeras si cabe.
Conseguido el objetivo se inició una etapa en la que la
atención se centró en otros ámbitos por entender que ya estaba todo conseguido
a nivel docente. Las Universidades entraron en la lucha por posicionarse en los
rankings de investigación y se trasladó a los docentes la presión del sexenio.
Había que producir mucho y publicar en las mejores revistas de impacto.
En paralelo a este proceso, la actividad asistencial de las
enfermeras no crecía a la misma velocidad que la docente y se agrandaba la
brecha que siempre ha estado presente entre docencia y asistencia.
Por una parte, hay que destacar que las organizaciones
sanitarias reunían en sus centros a enfermeras con diferente formación y con
diferente percepción y sentimiento hacia la profesión enfermera. No todos
entendían ni sentían lo mismo cuando se hablaba de ser enfermera. ATS, DUE y
Grado compartían espacios, pero no así lo que significaba ser enfermera y
actuar como tal. Esto generaba tensiones y enfrentamientos entre las
enfermeras, lo que no contribuía a estabilizar una aportación enfermera
homogénea ni a disminuir la distancia entre docencia y asistencia.
Por otra parte, la Universidad, cada vez más, presiona para
que sus docentes sean investigadores productivos lo que tiene consecuencias que
inciden de manera significativa en el desarrollo de la enfermería tanto en la
Universidad como en las organizaciones de salud.
La primera de estas consecuencias es que la docencia pase a
ocupar un segundo plano tanto para las propias universidades, que la ven como
un mal que tienen asumir, pero a la que progresivamente prestan menos atención
y menos recursos. Esto conlleva a que la docencia, cada vez, sea de menor
calidad a pesar de que el denominado plan Bolonia, es decir el EEES, planteaba
cambios significativos de mejora. Y esto se produce porque ni se planificó
adecuadamente, ni se habilitaron los medios para que se lograse lo que
teóricamente se planteaba y que, básicamente, consistía en un cambio de modelo
docente más centrado en el estudiante que tenía que adquirir el protagonismo de
su proceso de enseñanza-aprendizaje. Y ni los docentes asumieron, en muchas
ocasiones, el reto, ni los estudiantes estaban preparados para ese cambio en el
que se reclamaba su participación activa. Se pretendió implantar un modelo que
no contaba con un planteamiento similar en los niveles educativos previos a la
universidad con una clara e histórica desarticulación entre ellos, que, por
tanto, generaban resistencia, cuando no rechazo por parte de los estudiantes,
acostumbrados a su papel pasivo de receptores de conocimiento preparado,
“enlatado” y listo para su consumo rápido y sin “sobremesa” en la que
reflexionar. Mientras tanto, por parte de los docentes, se provocaban idénticos
comportamientos de resistencia y rechazo al identificarlo o bien como una
pérdida de protagonismo y, por tanto, de poder o bien como un modelo para el
que no se sentían preparados o ni tan siquiera estaban dispuestos a estarlo,
perpetuando las clases magistrales con apoyo del omnipresente “Power Point” en
muchas ocasiones utilizado como si de un karaoke se tratase. Y todo esto, que
suponía una importante inversión económica coincidió en el tiempo con el inicio
de la crisis. Crisis que supuso la excusa perfecta para no acometer los cambios
ni por parte de los promotores ni de los actores, quedando todo en un “Espacio”
vacío y sin sentido.
Así pues, la docencia pasó a ser en la Universidad algo que
había que asumir, pero a lo que se prestaba poca atención y menos interés aún. Las
consecuencias derivadas de tal situación las sufren, fundamentalmente, las/os
estudiantes que cada vez más son identificados como un producto que genera
ingresos y que cuando deja de hacerlo ya no interesa por no ser productivo.
Este mercantilismo universitario conduce, por tanto, a una distancia cada vez
mayor entre los estudiantes y la Universidad y sus docentes, que son
identificados en el primero de los casos como un paso obligado para la
obtención del título habilitador en el mercado laboral y a los segundos como
agentes para lograrlo, pero sin que realmente se genere una interrelación más
allá de los exámenes, las tutorías y las actas. Nos encontramos pues, ante un
escenario tan artificial como frío y distante en el que ni las emociones ni los
sentimientos tienen cabida habitualmente.
La reflexión, el pensamiento crítico, el análisis, el
debate, la empatía, la escucha activa, la retroalimentación… quedan relegados a
meros conceptos teóricos que son suplantados por la preparación de exámenes, la
realización de trabajos y la asistencia a clase, siempre que sea obligada, para
lograr obtener los puntos necesarios para la obtención final del título, como
si del carnet de conducir se tratase. La relación estudiante – profesor/a, se
limita, en el mejor de los casos, a las clases teóricas. La mayor preocupación
de los estudiantes, por tanto, se concentra en saber qué es lo que irá para el
examen y a recopilar los apuntes o presentaciones que se cuelgan en los campus y
se convierten en herramientas que se interponen en la comunicación personal
directa, por muy útiles que puedan resultar. Así pues, el estudiante pasa a ser
un expediente, un número de DNI o una cara que suena, pero a la que
difícilmente se asocia con una persona, un nombre y, sobre todo, con alguien
que piensa, sufre, siente y se emociona, aunque lo tenga que controlar para no
destacar demasiado. Los exámenes, mayoritariamente, son pruebas de memorización
mecánica en las que lo más que tienen que hacer los estudiantes es marcar una
casilla, sin que ello signifique que aquello que están respondiendo lo hayan
comprendido, entendido y mucho menos interiorizado. Tragar y vomitar para
aliviar el empacho memorístico.
Los estudios de Enfermería no quedan al margen de todo este
proceso y en ocasiones, incluso, las consecuencias son peores como resultado de
nuestra especificidad docente. A lo ya comentado de la docencia en aulas, hay
que añadir la docencia en los centros sanitarios que es asumida, en muchas
ocasiones, por las enfermeras de los mismos a regañadientes por identificarla
como una carga más a su actividad y sin que la misma tenga un reconocimiento
claro ni por parte de los centros donde trabajan ni por parte de la
Universidad. La docencia, que claramente forma parte de la actividad de toda
enfermera no puede ni debe ser identificada ni como algo voluntarista ni mucho
menos impuesto. La docencia, por el contrario, debería ser un incentivo, una
ilusión y una motivación de crecimiento y de compartir experiencia y
conocimiento y debería estar reconocida, apoyada e incentivada y no como sucede
actualmente que es, como pasa en la universidad, algo que se acepta sin más en
el mejor de los casos.
Las/os estudiantes cortan, o se les corta, su cordón
umbilical con la universidad nada más obtenido su título (sea de grado o de
posgrado). No se desarrollan estrategias que favorezcan y motiven a la
incorporación de estos en grupos de investigación, innovación o desarrollo lo
que permitiría una mayor interrelación y un claro enriquecimiento mutuo, así
como una posibilidad de generar cantera docente e investigadora para su
posterior incorporación a la Universidad más allá de los rígidos y en ocasiones
excluyentes circuitos impuestos actualmente. No se trata de generar nuevas
medidas de excepcionalidad para las enfermeras, pero sí de adecuarlas a la
realidad y especificidad enfermera.
Como complemento a lo ya planteado hay que destacar un
hecho que condiciona claramente el desarrollo profesional de las futuras
enfermeras. Se traslada a las/os estudiantes y estos lo interiorizan de manera
inmediata, que el escenario casi exclusivo de desarrollo profesional son los centros
sanitarios, especialmente públicos, lo que excluye otras muchas posibilidades
que ni son planteadas ni se reconocen. La innovación, el emprendedurismo, la
competencia política, la propia investigación y docencia, son soslayados y por
tanto invisibilizados como opciones de desarrollo, lo que empobrece a la
disciplina y a la profesión al no ser capaces de motivar nuevos y
enriquecedores contextos laborales y contribuir a una dependencia enfermiza de
los centros sanitarios.
Si a todo lo dicho añadimos que la formación especializada enfermera
fue separada de manera torpe, irracional y mimética de las universidades e
impuesta en los centros sanitarios sin ningún tipo de planificación para que a
las/os tutoras/es les fuese reconocida su implicación docente y, además,
pudiese compatibilizarse adecuadamente con su actividad y no simplemente
añadida a la misma sin ningún tipo de incentivo, nos podemos hacer una idea de
la devaluación de la docencia enfermera.
A lo ya expuesto, además, hay que añadir los requisitos que
se exigen para iniciar la carrera académica en la Universidad y la precariedad
a la que está sujeta y que condicionan y limitan de manera seria y peligrosa la
incorporación de enfermeras a la misma, lo que supone un claro riesgo de
“desertización” o de “extinción” enfermera en las Facultades de Enfermería al
provocar la incorporación de profesionales de otras disciplinas, con lo que
esto supone para la docencia enfermera y su posterior implicación en la
práctica profesional, con independencia del ámbito donde se vaya a realizar. Es
como suplantar en un ecosistema las especies autóctonas por otras foráneas, con
los evidentes riesgos de pérdida y modificación del citado ecosistema y sus
efectos colaterales o secundarios. Si a esto añadimos las claras
discriminaciones con otros colectivos a la hora de las incompatibilidades o de
la posibilidad de plazas vinculadas que favorecerían la docencia enfermera
integrada con la asistencia, nos encontramos, como tantas otras veces, con que
se nos exige lo mismo que a cualquier otra disciplina, pero con mayores
dificultades, barreras o desigualdades.
La docencia en general y la de enfermería en particular,
pues pasa por momentos muy delicados que pueden conducir a una clara involución
de la formación enfermera y de su consiguiente visibilización y reconocimiento.
No se cuestiona, en ningún caso, la importancia de la
investigación, pero si se precisa un respeto y reconocimiento mayores para la
docencia. Se pueden y deberían establecerse criterios de incentivación real
para el desarrollo de metodologías docentes innovadoras, creativas e inclusivas
que permitan recuperar la ilusión por ser docente y por impartir una docencia
de calidad, sin que dicha dedicación suponga una penalización por no
incorporarse a la fiebre del sexenio y, por tanto, quedarse descolgado de
determinadas actividades académicas. Se puede investigar, publicar y difundir
conocimiento más allá del JCR, sin que, no hacerlo, suponga un estigma o una penalización
para el avance en la carrera académica y se establezcan clases, en función de
tener o no tener sexenios tan solo de investigación.
Ser buen docente es muy complejo y requiere de compromiso e
implicación. Ser buen docente de enfermería, además, precisa de unas
capacidades, aptitudes y actitudes que se impregnen de emoción y sentimientos
para lograr trasladarlo a las futuras enfermeras, más allá de los conocimientos
teóricos. Formar a estudiantes para que sean enfermeras no es difícil, tan solo
se requiere cierta habilidad, ya que no se demanda nada específico para ser
docente. Formar a estudiantes para que sean y se sientan enfermeras es complejo
y precisa, en primer lugar, de enfermeras que sean y se sientan como tales, más
allá de su dedicación docente y que tengan una clara convicción de la
importancia que suponen las aportaciones, conocimientos, experiencias y
vivencias y cómo transmitirlas para que logren conformar enfermeras
comprometidas, autónomas, reflexivas, con pensamiento crítico y humanas, además
de capaces y competentes.
Es necesario que las enfermeras, la universidad y las
instituciones de salud, conjuntamente con la sociedad identifiquen la importancia
de la docencia y lo que la misma comporta. No es tan solo una actividad más, es
sin duda la que capacita para poder llevar a cabo una eficaz gestión, atención
e investigación. Sin una excelente docencia nada de esto será posible y tan
solo se contribuirá a expedir títulos que habiliten para actuar como enfermeras,
pero no para sentirse enfermeras, que es lo que realmente requiere la sociedad
para recibir cuidados de máxima calidad.
Estamos a tiempo de evitar la extinción de la formación
enfermera. Otra cosa es que estemos dispuestos, todos los agentes, a querer
hacerlo.
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Cibanal Juan, L. Pérez Mora, MJ. Metodología y aprendizaje en el espacio
europeo de educación superior. De la teoría a la práctica. Publicaciones de la
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Cualquier informe, documento, posicionamiento,
análisis… que se lea sobre la Atención Primaria de Salud (APS), hace referencia
al envejecimiento de la población y a la cronicidad como elementos o factores
justificativos sobre los que hacer propuestas de reforma o planteamientos de
mejora de la atención.
No seré
yo, desde luego, quien niegue o intente minimizar la influencia de estos dos
factores en los procesos de atención y en la gestión de la APS. Pero también es
cierto que más allá del envejecimiento y de la cronicidad hay vida, salud,
necesidades, demandas… a las que hay que atender.
Se
está generando, desde mi punto de vista, una cronicidad de la cronicidad.
Según
el diccionario cronicidad es “la cualidad
de lo que es crónico”, y crónico, en relación a la enfermedad es “que se padece a lo largo de mucho tiempo”.
Pero también se aplica el adjetivo en relación a “un defecto o problema, en cuyo caso se dice que es algo que está muy
arraigado o se tiene desde hace mucho tiempo”.
Y, claro está, como se tiene desde hace tanto
tiempo y no se le ha dado solución adecuada, se ha acabado por cronificar la
propia cronicidad.
Pero con ser grave esta cronificación, no lo es
tanto como la que ha generado en la propia APS como consecuencia de su
envejecimiento.
Tras más de 35 años de funcionamiento de la APS
en España, el modelo que vino en denominarse nuevo, está viejo, caduco y sufre
múltiples dolencias que le están ocasionando graves trastornos y una clarísima
pérdida de autonomía.
Pero resulta que quienes tendrían que actuar
para mejorar el estado de la APS y evitar su envejecimiento y su cronicidad han
aplicado y siguen aplicando los mismos remedios que se aplican contra la
cronicidad de las enfermedades, es decir, medicalización, biologicismo,
asistencialismo, fragmentación… lo que provoca, sin duda, mayor cronicidad.
Se generó un modelo que ha evolucionado de la
salud a la enfermedad, del trabajo en y con la comunidad a la asistencia
individual, de la intervención comunitaria a la asistencia en la consulta, de
la promoción de la salud al asistencialismo y la medicalización, del trabajo en
equipo al trabajo individual y fragmentado, de la educación para la salud a los
consejos sanitarios, de la intervención familiar a la visita domiciliaria a
demanda… y el modelo se resintió, empezó a perder frescura, alegría, agilidad,
imaginación e incluso memoria. Lo que ocasionó una inmovilidad cada vez mayor,
falta de respuestas a estímulos, desilusión, apatía, conformismo, en resumen,
astenia generalizada.
Este estado de progresivo deterioro fue asumido
y aceptado tanto por parte de los decisores políticos y sanitarios como por
parte de unos profesionales que acabaron por contagiarse del mismo hasta llegar
a naturalizarlo.
El envejecimiento del denominado nuevo modelo
no se supo abordar con medidas que paliasen o revirtiesen sus consecuencias, lo
que condujo a una cronicidad ante la que se actuó con idénticas respuestas a
las que se adoptaron con la enfermedad. La medicalización, la fragmentación, la
tecnología, el abandono de los cuidados… dieron paso a unos síntomas que no se
supieron o no se quisieron abordar con decisión y dieron lugar al estado que
acompaña a la cronicidad, identificada como el principal factor de incidencia
de la demanda de AP. Pero curiosamente, se identifica la demanda generada por
los síntomas y signos de las enfermedades, pero no se hace por la de cuidados,
que es la que requiere de respuestas más inmediatas y necesarias.
El acercamiento de determinadas pruebas
diagnósticas desde el Hospital a la AP (fondo de ojo, espirometría, doppler,
sintrón…) sin llevar aparejada una dotación de personal específico para
realizarlas, supone que las mismas tengan que ser asumidas por los
profesionales de AP, fundamentalmente las enfermeras, desplazando las
actividades de promoción de la salud e intervención comunitaria que quedan
relegadas a un segundo plano, cuando no, a su eliminación.
Las consultas enfermeras, por su parte, se convierten
en nichos ecológicos de los profesionales, donde se asiste a la enfermedad
(HTA, Diabetes, Hipercolesterolemia, obesidad…) en lugar de a las personas,
pasando a ver a hipertensos, diabéticos, obesos o bien de manera genérica a
crónicos o discapacitados, con visitas repetitivas en las que tan solo se
comprueban los valores analíticos o antropométricos y se perpetúa la
dependencia de los pacientes.
La atención domiciliaria pasa a convertirse en
visitas domiciliarias a demanda donde atender úlceras, heridas o administrar
medicación, sin tener en cuenta a las personas que las padecen o requieren
dicha medicación ni a las familias y al entorno en el que viven.
La intervención comunitaria queda reducida a
charlas esporádicas y puntuales, fundamentalmente en colegios en base a
programas diseñados en despachos, que no dan respuesta a las necesidades
sentidas sino a las percibidas por quienes los elaboran tras una mesa de
despacho y sin que se propicie la participación de los diferentes agentes de
salud.
Los recursos comunitarios quedan relegados y
olvidados y ni se identifican ni se vertebra su participación en el abordaje de
problemas de salud que plantea la población, provocando respuestas ineficaces e
ineficientes.
La historia clínica informatizada se interpone
como una barrera en la comunicación entre profesionales, más preocupados de
clicar los ítems que aparecen en pantalla que de atender a las personas que
acuden a sus consultas y sin que se tengan en cuenta parámetros valiosos
relacionados con el contexto y los cuidados.
Los equipos pasan a ser grupos de profesionales
que se dedican a cumplir con la demanda generada en sus agendas preocupándoles
más el cuanto que el cómo y el dónde, sin que exista comunicación y trabajo en
equipo: Aprovechando dicha circunstancia, para realizar demandas injustificadas
de tiempos fijos por paciente, por parte de algunos profesionales.
La coordinación entre Hospital y APS no deja de
ser un estribillo que de tanto repetirlo parece que existe, pero que realmente se
ahonda la brecha existente entre profesionales de uno y otro nivel de atención,
con las consecuencias negativas que provoca en la continuidad de los cuidados.
La atención al grupo familiar de las enfermeras
se fragmenta en niños y adultos con una atención disgregada en base a la
existencia de pediatras y médicos de familia, siguiendo un modelo que se aleja
del paradigma enfermero, pero que genera comodidad y seguridad en el
profesional.
A todo ello hay que añadir el trasvase
injustificado, irracional y masivo de enfermeras desde el Hospital a APS en
base a la antigüedad y la falsa creencia, alimentada entre otros por los
sindicatos, de que en APS se trabaja menos, se cobra más y se vive mejor, lo
que supone un progresivo envejecimiento de las plantillas y una actitud, en la
mayoría de los casos, negativa al trabajo comunitario, que contribuyen de
manera muy significativa a acelerar el envejecimiento y la cronicidad de la APS
y a provocar enfrentamientos y actitudes de rechazo.
La formación de enfermeras especialistas en
Enfermería Familiar y Comunitaria se convierte en un ejercicio de maquillaje o
hipocresía en la que se invierte dinero público para la misma sin que
posteriormente se rentabilice la inversión con su incorporación en APS. A lo
que hay que añadir la incomprensible parálisis del proceso de especialización
de las enfermeras comunitaria través de la prueba extraordinaria recogida en la
norma que regula las especialidades de enfermería de 2005. Todo lo cual está
generando importantes enfrentamientos entre enfermeras especialistas y
enfermeras comunitarias que contribuyen a la parálisis y cronicidad de la APS.
La ocurrente creación de figuras como “el
paciente experto” vacías de contenido y de coherencia cuando no vienen
acompañadas de un efectivo empoderamiento de la comunidad y siguen sin
potenciarse sus órganos de representación (consejos de salud), se incorporan
como elementos distorsionadores que no favorecen ni facilitan las respuestas
que se requieren para paliar los males de la APS.
La falta de incentivos, los nulos apoyos a la
investigación, la formación “al peso”, la ausencia de valor institucional hacia
los cuidados, la falta de criterios racionales de asignación de ratios que
llevan a que se tenga una de las tasas más bajas de enfermeras por habitante,
la paupérrima asignación de recursos económicos para una organización como la
APS que resuelve el 80% de los problemas de salud que se generan… son algunos
de los elementos que se añaden a tan larga lista de factores que influyen de manera
clara, directa y significativa a cronificar la cronicidad de la APS.
Y con este modelo envejecido y cronificado se
pretende que se dé respuesta al envejecimiento y la cronicidad de la comunidad.
Mientras no se tome la decisión de cambiar el
actual modelo asistencialista por otro de atención a la diversidad, la
multiculturalidad, la salud, la persona, la familia, la comunidad… de manera
integral, integrada e integradora, intersectorial, transdisciplinar,
coordinada, centrada en los cuidados y en las demandas sentidas… con la
incorporación real y efectiva de las enfermeras especialistas, con una
racionalización de las plantillas en base a criterios poblacionales, con una
apuesta por la intervención y participación comunitarias, con indicadores de
gestión que se ajusten a la actividad real, con un apoyo decidido a la
investigación y el desarrollo científico, con una formación que permita dar
respuesta a las necesidades de los profesionales pero también a las de las
organizaciones y la comunidad en las que trabajan, el envejecimiento y la
cronicidad de la APS seguirán aumentando y posiblemente acaben con su vida, lo
que provocará un efecto contagio en el envejecimiento y la cronicidad de la
sociedad que agravará sus consecuencias y determinará una profunda crisis del
sistema de salud.
Soluciones
existen. Falta saber si existe voluntad política y profesional para ponerlas en
marcha y cambiar un modelo tan envejecido como crónico.
En las últimas décadas se ha hablado mucho
sobre la importancia de generar entornos saludables.
Este, llamemos movimiento, aunque no creo que
realmente se trate de un movimiento porque este se relaciona con cierta temporalidad
o moda, es realmente una necesidad vital. Lo es para lograr el equilibrio que
permite identificar y buscar la salud como
aquella manera de vivir autónoma, solidaria y gozosa, tal como Jordi Gol la
definió en Perpignan en septiembre de 1976. Este posicionamiento suponía un
cambio sustancial a la definición “oficial” de la OMS de 1946 en la que se
establece una especie de dicotomía entre salud y enfermedad, de la que subyace
que estando enfermo ya no se puede estar sano. Sin embargo, también es posible
una forma saludable de estar enfermo.
Por otra parte,
plantear, como hace la OMS, que la salud es un estado, no es razonable, pues la vida tampoco lo es. Teniendo en cuenta
la definición de estado como la “situación
o modo de estar de una persona o cosa, en especial la situación temporal de las
personas o cosas cuya condición está sujeta a cambios”, no se puede admitir
que ni la vida ni la salud sean un estado, sino un proceso que debe ser
identificado en toda su integralidad y no como situaciones aisladas del contexto en que se desarrollan.
Por lo tanto, tan
solo se debería identificar la salud como un continuo, como una cualidad
dinámica que se proyecta hacia el futuro. Acotar la salud a un estado
desvinculándola del futuro es tanto como dar por válidas muchas situaciones de
manipulación de esa enfermedad, sostenidas, mantenidas y justificadas por una
supuesta búsqueda de la salud que es tan solo una falacia de la atención
medicalizada y “salvadora”.
Aunque la definición
de la OMS fue un paso importante en la
percepción de la salud, su definición no se adapta a la realidad de salud que
se planteó, por ejemplo, en la Declaración de Otawa. Dicha declaración supuso
un cambio significativo en la forma de afrontar la salud al plantear que las
personas tendrían una mejor salud en tanto en cuanto éstas controlasen las
variables que sobre la misma intervienen, a través de su empoderamiento y
participación activa.
Pero la enfermedad, siempre presente, ha
supuesto una seria barrera en dicha identificación tanto por parte de los
profesionales de la salud como de la población en general y siguió influyendo
de manera muy significativa en dicha visión, contribuyendo a la confusión entre
promoción de la salud y prevención de la enfermedad, que ha abocado a efectos
indeseables que autores como Carlos Alvarez-Darder denominan la “salud
persecutoria”, y que se asocia a la influencia de las TIC y el neoliberalismo,
en una superestructura medicalizada que encajaría en la idea zeitgeist de
Hegel que corresponde al clima intelectual y cultural de una era dominada por
la industria farmacéutica y alimentaria, que desvirtúa el mensaje original de
salud y su promoción y que encaja con la modernidad líquida de Bauman (2000).
Por eso, entre otras muchas razones, es tan
importante y adquiere tanta relevancia la promoción de la salud desde
planteamientos como la salutogénesis y los activos de salud que faciliten la
generación de entornos saludables como universidades, escuelas, empresas,
hospitales…
Se trata de integrar la acción política
actuando de manera integral, integrada e integradora sobre los entornos físico,
social, cultural y político, como la opción más saludable.
Así pues, la
generación de entornos saludables ha ido adquiriendo relevancia al tiempo que
también se ha desarrollado de manera muy desigual y con escasas evidencias
científicas hasta la fecha. Pero al menos ya se están llevando a cabo
planeamientos que incorporan una nueva forma de percibir y hacer percibir la
salud y su promoción.
Si bien es cierto que
cualquier entorno es susceptible y deseable de ser saludable, ahora mismo se me
ocurre uno que no tan solo no ha hecho ningún intento hasta la fecha por
lograrlo, sino que además influye de manera significativa como la idea zeitgeist de
Hegel, descrita anteriormente Se trata del entorno de la Política.
Y cabe preguntarse o
reflexionar sobre si realmente la Política puede considerarse
como un entorno.
Si recurrimos al diccionario, entorno es definido
como el “conjunto de circunstancias o
factores sociales, culturales, morales, económicos, profesionales, etc., que
rodean una cosa o a una persona, colectividad o época e influyen en su estado o
desarrollo”. Y ante esta definición no cabe más que dar por válido que la
política puede y debe considerarse como un entorno, en tanto en cuanto pocos
contextos tienen un poder de influencia en el desarrollo y estado de las
personas y sus circunstancias como la política.
Entonces ¿por qué un entorno tan importante
como influyente no tan solo es tan poco saludable, sino que no hace nada por
lograrlo?
Teniendo en cuenta que los entornos que apoyan
la salud ofrecen a las personas protección frente a las amenazas para la salud,
permitiéndoles ampliar sus capacidades y desarrollar autonomía respecto a la
salud, parece claro que la Política debería ser un claro ejemplo de entorno
saludable.
Si, además, partimos de la hipótesis de que la
acción destinada a crear entornos que apoyan la salud posee muchas dimensiones,
entre las que cabe destacar la acción política directa, cuyo objetivo es
desarrollar y aplicar políticas y
reglamentos que contribuyan a crear entornos de apoyo, parece razonable que
pueda considerarse un entorno que trabaje por ser saludable.
Por otra parte, el modelo de
activos aporta una perspectiva de salud que fomenta la reorientación de la
mirada al contexto para centrarse en aquello que mejora la salud y el
bienestar, potenciando la equidad en salud y fortaleciendo las decisiones sobre
la raíz de las causas de las causas. Entendiendo por activos a cualquier factor
o recurso que potencie la capacidad de las personas, comunidades y poblaciones
para mantener y promover su salud y el bienestar.
Ante todo lo cual
parece claro que la política actualmente se aleja bastante de estos
planteamientos generadores de salud, cuando, por el contrario, debería ser uno
de los principales escenarios para ello. Resulta complicado identificar en ese
entorno activos de salud y, por el contrario, parece sencillo hacerlo con un concepto
aún no descrito ni estudiado como son activos tóxicos entendidos estos como
aquellos que no tan solo no son capaces de generar salud, sino que influyen de
manera negativa para lograrlo. Activos tóxicos que, además, se alimentan entre
ellos para potenciar su efecto de toxicidad. No se trata, de factores de riesgo
para la salud, como se plantearía de manera preventivista, sino de verdaderos
activos negativos que influyen en la manera de vivir autónoma, solidaria y
gozosa y por tanto en la manera de no lograr salud.
Si incorporamos la acción
transformadora, como la generación de procesos de cambio en el sentido de
construcción de sociedades más justas, equitativas y democráticas que no tan
solo favorezcan la salud, sino que sean capaces de consolidarla y
transformarla, se identifica más caramente el porqué del fracaso de la política
como entorno saludable, más preocupado por mantener estructuras de poder
partidistas alejadas del interés general de la sociedad y centradas en la
descalificación y el insulto como únicos argumentos en esa supuesta
construcción, lo que se aleja, o mejor, se opone al concepto de salutogénesis
definido por Antonosky (1993) como «el proceso del movimiento que va hacia
el extremo de la salud en un continuo bienestar – enfermedad», entendiendo
tanto la salud como la enfermedad no como estados sino como procesos dinámicos
y continuos tanto físicos como psíquicos, sociales y espirituales.
Ante este escenario
tan poco saludable, por tanto, tan solo nos queda tener resiliencia (Rutter,
2007) para tratar de lograr buenos resultados a pesar de estar expuestos a
experiencias adversas como las que plantean los actores de la política.
Por eso resulta tan
importante que los profesionales de la salud en general y las enfermeras en
particular trabajen por lograr un empoderamineto de la sociedad que otorgue un
mayor control de las personas sobre las decisiones y acciones que afectan a su
salud y que el entorno de la política no tan solo no facilita, sino que impide.
Y esto significa que las enfermeras interioricen la importancia de la
competencia política como ámbito de su actuación como describe Rosa María
Alberdi (2019).
Referencias
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Procusto era un posadero que tenía su casa en las colinas de Ática, donde
ofrecía posada al viajero solitario. Allí lo invitaba a tumbarse en una cama de
hierro donde, mientras el viajero dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro
esquinas del lecho. Si la víctima era alta y su cuerpo era más largo que la
cama, procedía a serrar las partes
del cuerpo que sobresalían: los pies y las manos o la cabeza. Si,
por el contrario, era de menor longitud que la cama, lo descoyuntaba a
martillazos hasta estirarlo. Según otras versiones, nadie coincidía jamás con
el tamaño de la cama porque Procusto poseía dos, una exageradamente larga y
otra exageradamente corta, o bien una de longitud ajustable.
Este mito de la antigua Grecia se ha aplicado en múltiples ámbitos como la
empresa, la sociedad, las organizaciones, la familia e incluso la política. Y
se ha hecho tratando de asimilarlo a procesos de estandarizacón,
sistematización o uniformidad, de tal manera que quienes plantean modelos
diferentes o tratan de incorporar visiones particulares de intervención son
identificados como “diferentes”, “raros” o incluso “inadaptados” que, por
tanto, padecen el síndrome de Procusto. De tal manera que aquellos que lo
padecen deben ser acostados en el lecho de Procusto a fin de “ajustarlos” a su
“normalidad”.
Pero también están aquellos que, desde una pensamiento crítico y reflexivo,
plantean alternativas, cambios, adaptaciones… y los mismos son adaptados a las
limitaciones mentales de quien, actuando como Procusto, son identificados como
lunáticos, utópicos, ilusos o locos que nunca lograrán sus propuestas, aunque
para ello tenga que acostarlos en su adaptadora cama.
En definitiva, estamos ante el síndrome
que bien podríamos identificar o redefinir como de la mediocridad.
Dicho lo cual no resulta muy difícil identificar las similitudes que dicho
síndrome tiene también en la Enfermería.
Pero no porque la enfermería sea particular o diferente al resto de
profesiones o disciplinas, sino porque se aliena de manera mimética a lo que
otras hacen de manera sistemática y siguiendo, en muchas ocasiones, criterios
exclusivamente clientelistas, de poder o de un mal entendido liderazgo de la
obediencia.
Ser enfermera no es ni más ni menos difícil que ser psicólogo, biólogo,
farmacéutico, filólogo… se trata de estudiar y obtener el título que habilite
para ejercer las competencias adquiridas en cualquiera de las disciplinas. Otra
cosa bien diferente es ser buena enfermera. Ser buena enfermera es muy difícil
y precisa de una clara identificación de sentirse enfermera. Es decir, no es
tanto ser enfermera como sentirse enfermera.
Sentirse enfermera es aceptar, asumir e interiorizar que las personas, las
familias e incluso las comunidades con las que debemos interactuar son
singulares, particulares y únicas, lo que significa que tendrán necesidades y
demandas exclusivas, que vivirán las situaciones de manera muy específica, que
afrontarán los problemas de salud con desigual actitud, que asumirán su cuidado
en tiempos diferentes, que participarán en la toma de decisiones en función de
nuestra actitud… en definitiva, que la estandarización o sistematización de los
cuidados es tan solo un intento de uniformidad que no responde con lo que de
nosotras, como enfermeras, se espera y que, por lo tanto, se precisa de
abordajes tan diferentes como personas con las que interactuemos. Esto, sin
duda, lleva a que se tenga ser muy buena enfermera para poder responder desde
esta perspectiva diversa sin abandonar, por ello, la necesaria atención
integral, integrada e integradora que se precisa. Pero es que no hay que
confundir y menos aún creer que llevar a cabo la necesaria atención integral,
integrada e integradora supone estandarización de cuidados. Justamente lo
contrario, significa tener que identificar las necesidades que cada persona,
familia y comunidad tienen para poder abordar ese tipo de atención que no sería
posible con otro planteamiento.
Y esto es, justamente, lo que a algunas/os que actúan como Procusto, parece
molestarles, queriendo convencer de que dicha actuación es utópica e irreal y
que, por tanto, debe ser categorizada, ordenada, clasificada y sistematizada…
es decir cortando los “pies y las cabezas” que otorgan “alturas” diferentes y,
por tanto, la necesidad de contar con camas diferentes. Como si se pudiese
establecer un vadecum de cuidados a
imagen y semejanza de lo que se hace con la farmacopea.
Pero hay más tipos de Procusto. Aquellos que se creen empáticos pero que
realmente, desde su egocentrismo, se limitan a interpretar y juzgar los
posicionamientos, planteamientos o ideas de otros por el simple hecho de ser
diferentes a los suyos. Los mismo que hablan de trabajo en equipo, escucha,
colaboración, tolerancia… con la única intención de ser escuchados ellos mismos
y evitar escuchar a los demás. Quienes tienen miedo a profesionales capaces,
competentes, críticos, reflexivos, brillantes… y entienden que son un peligro
para su posición y su ego, lo que provoca una reacción inmediata de
desconfianza, recelo, rechazo y actitud defensiva, que le lleva a anular,
minimizar e incluso ridiculizar sus capacidades e iniciativas por miedo a
quedar en evidencia y dejar al descubierto sus carencias y mediocridad. Quienes
desde la posición de poder que ocupan, que no de respeto, se buscan aliados
para eliminar a todo aquel que destaque y pueda hacerle sombra. Estamos pues
ante un claro ejemplo de acoso laboral o moobing en el que Procusto es el/la
“jefe/a” en cualquiera de sus formas (directoras/es, supervisoras/es,
coordinadoras/es…) y se rodea de aliados que por miedo por envidia, venganza o
simple mediocridad ayudan a Procusto a cortar los miembros de quienes han
cometido el crimen de ser diferentes y, sobre todo, brillantes.
Pero el síndrome de Procusto también se puede padecer de manera colectiva.
Es decir, es cuando Procusto no se identifica en una única persona, sino que lo
asumen un grupo de profesionales que se alían para reducir, ridiculizar y
eliminar a alguien que, siendo brillante y diferente, pone en evidencia su
mediocridad, conformismo, inmovilismo y, por lo tanto, les obliga a tener que
asumir acciones, actitudes y aptitudes que les haga trabajar o pensar más allá
de lo que podríamos considerar la ética de mínimos, es decir, hacer lo justo e
imprescindible y sobre todo lo que está sistematizado o estandarizado. En este
caso no pararán hasta que este “enemigo” de sus posicionamientos sea acostado
en la cama y le sean amputadas las ideas (pies y cabeza) que sobresalen de la
misma y se identifican como un peligro para su posición de bienestar y confort.
En la mitología griega, Procusto mantuvo su reinado de terror hasta que
apareció Teseo y le retó a que él mismo se sometiese a su propio juego de
“adaptación” y “normalidad”. Tumbándolo en la cama procedió a cortar los pies y
la cabeza de Procusto con el fin de “ajustarlo” tal y como él hacía con quien
llegaba a su posada.
No considero que deba aparecer un nuevo Teseo para someter a la ignominia,
la ridiculización, el menosprecio, el ataque injustificado, la descalificación
y la eliminación de quien o quienes “padecen” el síndrome de Procusto. Pero sí
que sería necesario que el nuevo Teseo pudiese acabar con la mediocridad y
ajustase a los Procusto, que tan libremente actúan, a la normalidad del
respeto, la consideración, el reconocimiento, la diversidad… de quienes piensan
de manera diferente.
Mientras esto no suceda resultará muy difícil la identificación de
referentes o la visibilidad de enfermeras motivadas, implicadas e innovadoras, por
el simple y necesario hecho de ser diferentes y plantear alternativas,
estrategias, ideas, posicionamientos…que se alejan de lo que siendo considerado
como normal tan solo lo es en función de la repetición sin fundamento, la imposición
intransigente o la comodidad de no cuestionar nada.
Son aún muy numerosas las camas en las que se acuesta a quienes no cumplen
con lo establecido y muchos los que actúan como Procusto amputando cualquier
posibilidad de cambio y de mejora, con el único objetivo de mantener su
posición de privilegio y mediocridad en cualquier ámbito profesional
(asistencial, gestión, docente o investigador).
Las organizaciones de salud, la sociedad, la profesión enfermera, necesitan
de enfermeras con pensamiento crítico y reflexivo, con alta preparación y con
liderazgo, que permitan generar un cambio tan importante como necesario en los
actuales modelos de gestión y atención sanitarias. Para ello quienes acceden a
puestos de responsabilidad y tienen capacidad en la toma de decisiones no
pueden seguir aplicando los macabros y reaccionarios métodos de Procusto. Y a
quienes estando asentados en la comodidad y el conformismo de la mediocridad se
les debe reducir su capacidad de actuar con idénticos métodos, con el objetivo
de eliminar a las/os líderes por el simple hecho de que estas/os puedan dejar
en evidencia sus carencias y su actitud.
Matar a Procusto fue la última hazaña de Teseo en su viaje a Atenas. En el
caso de Enfermería prefiero que siga su camino hacia la excelencia después de
acabar con Procusto y quienes lo encarnan o padecen el síndrome al que le da
nombre.