DÍA INTERNACIONA DE LA ENFERMERA LLÁMAME POR MI NOMBRE: ENFERMERA

“Nada grande se ha logrado sin entusiasmo”.

Ralph Waldo Emerson[1]

 

Cada 12 de mayo se celebra el Día Internacional de la Enfermera. Lo que para algunas personas puede parecer una fecha simbólica en el calendario, para quienes ejercemos la profesión de Enfermería, es una jornada cargada de sentido. No se trata de una efeméride más, ni de un momento para buscar reconocimiento puntual y superficial de homenajes, halagos o discursos institucionales. Se trata de afirmar con firmeza quiénes somos, qué representamos y por qué nuestra aportación es imprescindible para la salud, la justicia social y el futuro de nuestras sociedades. Una oportunidad para para nombrar lo que somos, lo que hacemos y lo que representamos. Porque nombrar es reconocer. Y reconocer es transformar.

Ser enfermera es una afirmación poderosa de identidad, de compromiso y de pertenencia. No nos define la simpatía, ni el sacrificio, ni la entrega acrítica. Nos define el conocimiento, la reflexión, la práctica rigurosa y la ética del cuidado. El cuidado entendido no como una virtud blanda. Cuidar no es acompañar desde la pasividad sino como un acto profesional, político y profundamente humano que sostiene y articula la vida en todos sus ciclos. Cuidar es actuar desde el conocimiento, sostener desde la competencia, transformar desde la sensibilidad.

Enfermería es mucho más que una vocación. Es una profesión autónoma, una disciplina académica y una ciencia con conocimientos, fundamentos teóricos y principios metodológicos y competencias específicas. Con capacidad de análisis, intervención crítica y una ética profundamente relacional. Con un paradigma propio que habla de personas, de familias, de comunidad, de salud, de vínculos, de escucha, de acompañamiento, de derechos y de equidad. Sin embargo, esta realidad todavía no se refleja ni en el imaginario colectivo, ni en las políticas públicas, ni en los medios de comunicación.

Incluso definiciones institucionales como la que aún mantiene la Real Academia Española (RAE) al referirse a la enfermera siguen consolidando una visión reducida, anacrónica y profundamente injusta de nuestra imagen y nuestra aporatción. Nombrarnos mal es invisibilizarnos. Y cuando no se nombra lo que somos, se borra nuestra contribución.

Rechazamos la victimización y el lamento perpetuo que inmoviliza. Nuestro camino no es la queja, sino la acción consciente. El fortalecimiento profesional pasa por la implicación activa, por el orgullo de pertenencia, por el conocimiento profundo de lo que somos y de lo que aportamos. Y lo que aportamos son cuidados: esa acción consciente, razonada, rigurosa, ética, estética y relacional que transforma la salud y la sociedad, desde el respeto a la dignidad humana. Por eso se requiere una relectura del cuidado, y con él, del papel que desempeñamos las enfermeras en los sistemas de salud y en la sociedad.

Nuestra aportación cuidadora no es una práctica instintiva ni una ayuda informal. No es una práctica empírica heredada, sino una acción profesional que requiere análisis, juicio profesional, habilidades comunicativas, conocimientos científicos y una ética relacional compleja. Es una acción profesional que integra ciencia, sensibilidad, juicio profesional, compromiso ético y capacidad de respuesta en contextos de alta complejidad. Nuestro cuidado profesional es una cuestión pública, política y estructural. La forma en que cuidamos dice mucho del tipo de sociedad que somos y del tipo de sociedad que aspiramos a construir. Y en ese proceso, el cuidado profesional enfermero ocupa un lugar insustituible. Nuestra va más allá de las técnicas. Identificamos necesidades, planificamos, implementamos y evaluamos acciones y estrategias, coordinamos recursos, educamos, acompañamos, investigamos y lideramos equipos. Abordando múltiples espacios vitales y sociales. Cuidamos en la salud y en la enfermedad, en la vida y en la muerte, en la promoción y prevención y en la rehabilitación y reinserción. Nuestro trabajo no se mide en actividades y tareas, sino en vínculos, procesos, resultados y transformaciones. Estamos formadas para tomar decisiones autónomas en múltiples contextos, siempre con la persona, la familia y la comunidad como centro y con su participación activa.

La actividad enfermera no es una extensión del sistema sanitario, ni un adorno, ni una anécdota: es su base estructural. Somos artífices del cuidado y organizadoras de su complejidad. Articulamos saberes, coordinamos actores, tejemos redes, pensamos estrategias. La acción enfermera es la pieza clave para lograr sistemas de salud más humanos, más eficientes, más equitativos y más sostenibles.

El cuidado profesional enfermero no es un acto doméstico ni sentimental, aunque esté ligado estrechamente a emociones y sentimientos. Es una estrategia pública, profesional y colectiva que permite sostener el tejido social y garantizar el derecho a la salud como derecho humano fundamental. Y nosotras, las enfermeras, somos sus principales, que no exclusivas, protagonistas. Es articulador de todos los cuidados. No como imposición, sino como capacidad organizadora, integradora y transformadora. Desde el ámbito familiar hasta las políticas públicas, los cuidados requieren estructura, enfoque, ética, saber hacer. Las estrategias de salud del presente y del futuro necesitan incorporar el cuidado enfermero como eje vertebrador, no como apéndice. Y para ello, es imprescindible reconocer lo que las enfermeras representamos y aportamos: una forma distinta y profundamente necesaria de comprender y construir la salud. Y eso es lo que aportamos. No un añadido, no una nota a pie de página, sino una clave estructural para el presente y el futuro de nuestras sociedades, articulando, integrando y conectando todos los ámbitos de atención y todas las dimensiones del bienestar.

Durante años se nos ha querido representar como figuras secundarias, como parte del decorado institucional, como protagonistas invisibles de un sistema que prioriza la enfermedad sobre la salud, la técnica sobre la relación, la jerarquía sobre la colaboración. Frente a esto, planteamos con orgullo y firmeza nuestra identidad profesional. Ser enfermera es elegir un lugar en el mundo: al lado de la vida, en el corazón de los vínculos, con los pies en la realidad, con el conocimiento en la acción y las manos preparadas para sostener, acompañar y transformar.

Nuestra presencia no se limita a los hospitales o a las técnicas, como lamentablemente aún se sigue visibilizando y trasladando. Cuidamos en los hogares, con las familias, en escuelas, en centros sociosanitarios, en unidades de salud mental, en barrios, en entornos rurales, en centros de acogida, en instituciones penitenciarias, en intervenciones humanitarias, en espacios comunitarios y en cuantos contextos, los cuidados son necesarios para afrontar problemas, situaciones, conflictos, desigualdades, o para mantener el equilibrio que logre el bienestar y el nivel de salud con el que las personas se sientan identificadas. Donde hay una necesidad de cuidado, estamos.

La enfermería es, además, una profesión femenina. Y eso, lejos de ser una debilidad o un problema, como se continúa interpretando, constituye una de nuestras principales fortalezas.

Esta feminización ha sido históricamente utilizada para justificar nuestra invisibilidad, asociándonos a roles supuestamente naturales o subordinados que limitaban nuestro desarrollo y respuesta cuidadora a través de estereotipos patriarcales y arcaicos. Rechazamos esa lógica. La feminización de nuestra profesión ha modelado una mirada profesional única, una forma de estar y de mirar, basada en la escucha, en el vínculo, en la colaboración, en la sostenibilidad de la vida. Valores que han sido sistemáticamente subestimados por los modelos biomédicos, masculinizados y jerárquicos, pero que hoy resultan indispensables para responder a los grandes desafíos contemporáneos: el envejecimiento, la cronicidad, las desigualdades sociales, las crisis humanitarias, el colapso ecológico, el agotamiento de los sistemas de protección social, la vulnerabilidad, la violencia… Las enfermeras hemos desarrollado una mirada profesional capaz de integrar lo clínico, lo social, lo ético y lo comunitario. Una mirada capaz de ver a la persona más allá de la enfermedad, del procedimiento o de los síntomas estandarizados.

Reivindicar la fuerza de nuestra feminización es desmontar estereotipos, desmontar jerarquías patriarcales y situar el cuidado en el centro de la vida social. Es afirmar que los valores socialmente asignados como femeninos —la empatía, la ternura, la escucha, la compasión, la colaboración— no son rasgos menores, sino activos políticos imprescindibles para diseñar el mundo que necesitamos. Es reivindicar una forma distinta y profundamente necesaria de hacer política en salud que ha generado prácticas, teorías y metodologías centradas en la experiencia, en la subjetividad, en la colectividad. Feminizar el sistema de salud no es un problema. Es parte esencial de su transformación necesaria.

Nuestra voz no es solo técnica. Es también política, social y ética. Es la voz que aboga por una salud entendida como proceso, no como mercancía. Por una salud con derechos, con participación, con equidad. Es la voz que exige poner el cuidado en el centro de las políticas públicas, y no relegarlo a los márgenes. Es la voz que recuerda que sin cuidados no hay vida digna, y sin enfermeras no hay cuidados posibles. Cuando nuestra voz es escuchada, el sistema cambia. Se vuelve más humano, más horizontal, más justo. Nuestra voz es la voz de la abogacía por la salud, de la defensa de los derechos humanos, del compromiso con la justicia social. Es la voz que sabe mirar de frente a la desigualdad y ofrecer respuestas colectivas. Es la voz que conecta lo técnico con lo humano, lo científico con lo ético, lo clínico con lo social.

Por eso, en este Día Internacional de la Enfermera, no basta con agradecimientos puntuales ni con homenajes vacíos de contenido y de sentimiento. Reclamamos algo más profundo: reconocimiento institucional, presencia en los espacios de decisión, visibilidad mediática, participación efectiva en el diseño de políticas, corresponsabilidad profesional. Por ello, es necesario cambiar la narrativa social y mediática sobre la salud, que solo identifica la enfermedad y minusvalora la salud como realidad colectiva y compartida. Una narrativa que excluye a las enfermeras y, con nosotras, excluye también a la ciudadanía, a los cuidados familiares y a sus cuidadoras, a otros agentes de salud y a toda la riqueza que ofrece un enfoque salutogénico, comunitario e intersectorial. Una visión reduccionista que ha empobrecido el debate público, ha distorsionado las políticas sanitarias y ha generado una imagen profundamente parcial de lo que significa cuidar y curar.

No pedimos permiso para existir, sino espacio para transformar. Hablamos de liderazgo enfermero no como una declaración de intenciones, sino como una exigencia estructural. El mundo que habitamos, con sus retos sociales, sanitarios, climáticos y demográficos, necesita líderes que piensen en términos de cuidado y no tan solo en parcelas de poder. Que trabajen por la justicia social, que defiendan la equidad, que prioricen el bienestar colectivo. Y ahí, la voz enfermera tiene mucho que decir. Hoy más que nunca, necesitamos liderazgos comprometidos con el cuidado, con la equidad, con la salud en todas las políticas. Por eso, el liderazgo enfermero es esencial para transformar no solo los servicios de salud, sino también las políticas sociales, educativas, ambientales y económicas. Porque cuidar no es una tarea sectorial, es una tarea transversal que atraviesa todas las dimensiones de la vida.

Para lograr todo esto es necesario que, ante todo, se nos llame por nuestro nombre. Nombrarnos correctamente no es un capricho. Es un acto político, epistémico y simbólico. Llamarnos por nuestro nombre —enfermeras— implica reconocer nuestra existencia profesional, nuestra especificidad disciplinar y nuestra capacidad transformadora. Enfermera no es solo una palabra, ni una etiqueta genérica, ni un tópico o estereotipo. Enfermera es una identidad profesional, un lugar de saber, una práctica transformadora. Reivindicar nuestra identidad es también recuperar el orgullo de pertenencia. Sentirnos parte de una comunidad profesional amplia, plural y potente, que en todo el mundo sostiene la salud cotidiana, acompaña la vulnerabilidad y cuida en todas las fases del ciclo vital. Es reconocernos en nuestra historia, en nuestras referentes, en nuestros logros colectivos y en nuestras aspiraciones compartidas. Y en un momento histórico como el actual, donde los sistemas sanitarios están en tensión, donde la salud pública se redefine y donde la comunidad reclama nuevas formas de estar, compartir, convivir y cuidar, nuestra aportación es más necesaria que nunca. Porque no basta con ser. Es necesario ser vistas, ser escuchadas y ser tenidas en cuenta, para poder estar.

No pedimos privilegios. Llevamos años demostrando de lo que somos capaces. Se trata de que se haga justicia. Justicia profesional, simbólica, epistémica, política y social. Exigimos que se reconozca el valor del cuidado enfermero como dimensión esencial del bienestar colectivo. Que se revise el lenguaje con el que se nos representa. Que se actualicen las normativas y políticas que aún hoy nos marginan. Que se incorporen nuestras voces en las decisiones que afectan a la salud de las personas y de los territorios. Por eso, es imprescindible que las administraciones, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto reconozcan e identifiquen lo que somos y lo que hacemos. No se trata de ego, ni de una necesidad de halago superficial, ni de un mal entendido deseo de poder o autoridad. Se trata de justicia. De dar a cada cual el lugar que le corresponde. De visibilizar un trabajo fundamental que ha sido históricamente invisibilizado e interesadamente ocultado. De garantizar que la salud que soñamos —una salud inclusiva, humana, comunitaria y equitativa— sea posible con nuestra aportación, en conjunto con el resto de profesionales y con la comunidad en su conjunto.

Porque cuando se escucha a las enfermeras, se cuida mejor. Y cuando se cuida mejor, se vive mejor. Por eso, en este Día Internacional de la Enfermera queremos respeto. Queremos presencia. Queremos poder de decisión, que no autoridad para dominar, sino para seguir cuidando y transformando. Para que cada política, cada decisión, cada recurso, tenga en cuenta la mirada enfermera como clave para construir un mundo más justo, más humano, más saludable. Y, sobre todo, queremos que se nos llame por lo que somos, nos reconocemos y nos identificamos: Enfermera.

Este 12 de mayo, más allá de los homenajes, más allá de las palabras bonitas, más allá de los gestos simbólicos, pedimos compromiso. Pedimos que se nos nombre correctamente. Que se nos reconozca justamente. Que se nos escuche activamente. Pedimos políticas con cuidado, sistemas con alma, comunidades con equidad.

Porque somos enfermeras. Somos ciencia, disciplina y profesión. Somos memoria y futuro. Somos quienes cuidamos, transformamos y sostenemos.

 

[1] Escritor, filósofo y poeta estadounidense. Líder del movimiento del trascendentalismo (1803-1882)

UNIVERSIDAD Y ENFERMERÍA Cuidar, una forma legítima y poderosa de hacer ciencia

“Hacer cambios en la Universidad es como remover cementerios.”

José Ortega y Gasset[1]

 

Que las enfermeras formen parte de la Universidad no es una concesión, sino una conquista: el reconocimiento de una disciplina con voz propia, con ciencia propia y con una mirada sobre la salud imprescindible para construir sociedades más justas y cuidadas[2]. Sin embargo, esa conquista no está exenta de tensiones y contradicciones. Incorporarse a la universidad ha supuesto para la enfermería asumir las reglas de juego de un sistema académico que sigue midiendo el mérito y la calidad científica con baremos diseñados desde, y para, otras disciplinas, particularmente desde la hegemonía de la biomedicina. Lo que debería ser un proceso de consolidación de la enfermería como ciencia autónoma y transformadora, se ha convertido muchas veces en un proceso de adaptación forzada a criterios de evaluación que no reconocen ni su especificidad epistemológica ni su función social.

La lógica de la acreditación, especialmente en el contexto español bajo la tutela de Agencia Nacional de Evaluación de Calidad y Acreditación (ANECA), impone a las enfermeras académicas una constante rendición de cuentas ante un modelo que privilegia la productividad cuantitativa, la publicación en revistas indexadas en plataformas dominadas por editoriales anglosajonas y el alineamiento con temáticas afines al paradigma biomédico[3]. Las comisiones de evaluación de ANECA no reconocen explícitamente la singularidad de la ciencia enfermera y ubican a sus docentes bajo el paraguas de “Ciencias Biomédicas”⁴. El resultado es que muchas enfermeras universitarias se ven obligadas a investigar y publicar desde una lógica ajena a la centralidad del cuidado, priorizando enfoques instrumentales, clínicos y asistencialistas para poder avanzar en su carrera académica.

Este condicionamiento no solo afecta al desarrollo investigador, sino que termina impactando también en la calidad y orientación de la docencia[4]. Mientras los currículos académicos del grado en Enfermería dedican una proporción significativa de créditos a asignaturas como “Anatomía”, “Fisiología”, “Patología” o la incoherente “Enfermería médico-quirúrgica”, las asignaturas centradas en el cuidado, la ética, la salud comunitaria, la comunicación… se reducen a espacios marginales o testimoniales⁵. Basta revisar los planes de estudio de universidades públicas españolas para constatar esta desproporción: en muchos casos, más del 60% de los créditos del grado están enfocados en contenidos biomédicos o técnicos, mientras que la formación en disciplinas fundamentales para la enfermería como ciencia del cuidado apenas ocupa un 10% del total[5]. Esta distribución no es neutra: modela la identidad profesional del estudiantado y refuerza la subordinación de la enfermería a los valores del modelo hospitalcentrista y medicalizado⁶.

Este desequilibrio formativo tiene consecuencias profundas[6]. Por un lado, dificulta la comprensión del cuidado como fenómeno complejo, relacional, ético y político. Por otro, invisibiliza las competencias propias de las enfermeras en el ámbito comunitario, en la promoción de la salud o en el acompañamiento a colectivos vulnerables⁷. No es casual que muchas enfermeras recién graduadas sientan que lo aprendido no las prepara para los desafíos reales del ejercicio profesional en Atención Primaria, salud pública o contextos de exclusión o bien desdeñan estos ámbitos de actuación por considerarlos alejados o poco atractivos a sus intereses técnicos. Tampoco lo es que la mayoría de las salidas profesionales más reconocidas y disponibles sigan estando vinculadas al hospital, reforzando así el círculo vicioso entre formación, expectativas laborales y reforzamiento del modelo asistencialista.

En este contexto, la tensión entre docencia e investigación no es solo una cuestión de tiempos o de carga de trabajo[7]. A ello se suma una dificultad estructural que permanece silenciada en muchos debates académicos: la invisibilidad de la ciencia enfermera en los códigos internacionales de clasificación del conocimiento, como los códigos UNESCO[8]. Esta omisión impide que la enfermería sea reconocida como un campo científico con entidad propia y obliga a sus investigadoras e investigadores a integrarse en categorías ajenas. Esta clasificación excluyente no solo invisibiliza el enfoque del cuidado como eje central del pensamiento enfermero, sino que limita su presencia en rankings, bases de datos y convocatorias de financiación que se organizan bajo dichos códigos. Así, las enfermeras que desarrollan conocimiento genuinamente enfermero deben “traducir” su lenguaje, sus objetivos y sus hallazgos a marcos conceptuales ajenos, perdiendo por el camino la especificidad de su disciplina y reforzando su subordinación epistemológica. Cuando las enfermeras deben dedicar su energía a investigar sobre lo que es publicable —y no sobre lo que es relevante o necesario para su aportación profesional específica—, cuando deben priorizar la estrategia de indexación por encima de la utilidad social del conocimiento, se distorsiona el sentido mismo de su presencia en la universidad¹³. Y cuando esto sucede, la docencia también se ve afectada: se transmite un conocimiento desprovisto de alma, alejado de los contextos reales de cuidado, tecnificado y alineado con una idea de salud reducida al cuerpo físico y a sus patologías¹⁴.

La paradoja es evidente: una profesión que se ha construido desde el compromiso con las personas, con la comunidad, con el sufrimiento humano y la justicia social, ve limitada su proyección académica por estructuras que recompensan justo lo contrario[9]. Frente a ello, es urgente repensar no solo los criterios de evaluación académica, sino también los planes de estudio, las lógicas editoriales y la arquitectura institucional que condiciona lo que se considera ciencia legítima. Porque sin un espacio universitario que respete y potencie la singularidad de la enfermería, seguiremos formando profesionales altamente cualificadas en técnicas, pero desvinculadas de la potencia transformadora del cuidado¹⁵.

Todo ello se traduce en una falta de reconocimiento posterior del potencial enfermero que, por ejemplo, se concreta en que se siga incidiendo en la falta de médicos en Atención Primaria cuando ésta es debida a su escaso interés por ejercer en dicho ámbito, en lugar de transformar el modelo otorgando mayores espacios competenciales, de organización y liderazgo a las enfermeras especialistas. O que se reclame mayor número de psicólogos, cuando la gran mayoría de problemas de salud mental son afrontados y resueltos por las enfermeras especialistas.

Parte de esa transformación pendiente pasa por fortalecer el liderazgo enfermero en las instituciones académicas. No se trata solo de ocupar cargos, sino de ejercer una influencia real en los órganos de gobierno, en las comisiones de calidad, en las estructuras de evaluación docente y en los espacios de diseño curricular. El liderazgo enfermero debe tener la capacidad de interpelar al sistema desde dentro, de poner en cuestión las inercias que perpetúan la dependencia epistemológica de la biomedicina y de abrir espacio para una ciencia del cuidado con identidad propia¹⁶. La universidad necesita enfermeras que no solo enseñen, sino que piensen, escriban, incomoden y lideren procesos de cambio. Y ahora, ya no se trata de “hacer hueco”, porque su desarrollo académico es el mismo que el de cualquier otra disciplina y, por tanto, su acceso es por méritos propios y no como concesión graciable.

Para ello, es crucial construir alianzas. Primero, entre enfermeras, superando las lógicas competitivas impuestas por los sistemas de evaluación individualizada y reconociendo el valor del trabajo colectivo. Segundo, con otras disciplinas críticas que también enfrentan tensiones similares, como la educación social, el trabajo social, la antropología o la psicología comunitaria¹⁷. Y tercero, con la comunidad, reconociendo que la producción académica debe dialogar con los saberes situados, con las experiencias de los colectivos, con las prácticas de resistencia y cuidado que nacen fuera de la universidad¹⁸.

Existen ya iniciativas en marcha que apuntan en esa dirección: la Asociación de Enfermería Comunitaria (AEC)[10], que promueve un modelo de cuidados centrado en la comunidad; la Asociación Española de Enfermería de Salud Mental (AEESME) [11], que reivindica una mirada integral y humanista de la atención a la salud mental¹⁹, o como el Grupo 40 Iniciativa Enfermera[12] que plantea alternativas de futuro y promueva la difusión eficaz de las mismas en los diversos ámbitos sociales y profesionales. Estas experiencias demuestran que es posible construir otra universidad desde dentro: más democrática, más crítica, más comprometida con el derecho colectivo a cuidar y ser cuidados.

La universidad que planteo no es una utopía, pero tampoco es automática[13]. Requiere decisión política, visión estratégica y compromiso profesional. Requiere reconocer que el cuidado es una categoría epistemológica tan válida como el diagnóstico médico; que el diálogo con la comunidad es una fuente de saber; que la ciencia enfermera no debe pedir permiso para existir, sino afirmarse desde sus raíces. Requiere, en definitiva, que las enfermeras se sitúen no solo como agentes de cambio en los sistemas de salud, sino como productoras legítimas de conocimiento en un espacio universitario que necesita, más que nunca, ser cuidado desde dentro.

En este esfuerzo de transformación, también resulta imprescindible pensar más allá de los marcos nacionales[14]. En este sentido, la Asociación Internacional de Escuelas y Facultades de Enfermería (ALADEFE)[15] representa una oportunidad estratégica para consolidar un espacio iberoamericano de conocimiento enfermero que dialogue desde las realidades compartidas y las especificidades culturales. ALADEFE, como red académica de referencia, puede y debe desempeñar un papel articulador que contribuya a generar un contexto regional sólido para la formación e investigación en cuidados de calidad, siempre que no caiga en idénticos vicios que los que mantiene la Universidad²².

Su potencial reside no solo en su capacidad de conectar instituciones universitarias, sino en su vocación de crear una comunidad epistémica que sustente el pensamiento enfermero desde los cuidados, desde la equidad, desde una mirada comprometida con los determinantes sociales y morales de la salud, en el contexto Iberoamericano[16]. En un escenario global donde los rankings y las métricas imponen lenguajes ajenos, ALADEFE puede impulsar criterios alternativos de evaluación y calidad, contextualizados y sensibles a las necesidades de los pueblos iberoamericanos que trasciendan a la tentación de las rivalidades y la generación de parcelas de poder. Además, puede actuar como plataforma para visibilizar la producción científica regional, apoyar las revistas propias existentes, evitando que desaparezcan ante la voracidad mercantilista de las plataformas multinacionales, como recientemente ha sucedido con revistas de prestigio y largo recorrido[17], o fomentando la creación de nuevas revistas y la movilidad docente-investigadora entre países.

La construcción de una enfermería iberoamericana cohesionada no implica homogeneidad, sino articulación en la diversidad. ALADEFE puede ser un espacio clave para compartir estrategias frente a desafíos comunes como la medicalización de la formación, la subordinación a lógicas institucionales biomédicas, la escasa inversión en investigación enfermera, o la desvalorización del cuidado como conocimiento. Desde esa base común, es posible fortalecer las capacidades locales, promover políticas educativas regionales más justas y construir una identidad profesional que se reconozca a sí misma desde lo colectivo, lo específico y lo transformador. La apuesta por una comunidad enfermera iberoamericana viva, crítica y productora de conocimiento propio es también una apuesta por otra manera de entender la universidad, la salud y el cuidado, como se abordará en la próxima conferencia de ALADEFE a celebrar en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)[18].

Todo ello, sin embargo, no podrá lograrse sin una revisión profunda de la propia estructura universitaria, todavía anclada en reinos de Taifas que impiden el trabajo interdisciplinar en la propia universidad que, paradójicamente, sí se esgrime luego como fundamental en los entornos laborales, especialmente en el sector salud y su vínculo necesario con los sectores sociales, educativos, ambientales o comunitarios[19]. Esta fragmentación académica configura un entorno que forma profesionales que difícilmente se corresponden con las necesidades reales de la comunidad en que está inserta la Universidad, donde lo transdisciplinar y lo transectorial son condiciones indispensables para diseñar y aplicar estrategias de salud integrales, equitativas y sostenibles.

La universidad actual, en muchos contextos, funciona como un sistema cerrado que se alimenta de sus propias reglas, sus propias jerarquías, sus propios intereses y sus propias tradiciones, muchas veces desalineados con las demandas sociales contemporáneas, amparándose o justificándose en la autonomía universitaria que, sin duda, significa otra cosa[20]. La rigidez de los planes de estudio, la compartimentación de los saberes, la separación entre teoría y práctica, el desprecio hacia los saberes no hegemónicos y la hipervaloración de la ciencia básica por encima de la ciencia aplicada o del conocimiento relacional constituyen obstáculos estructurales que frenan la capacidad transformadora de la universidad.

A ello se suman las dinámicas endogámicas propias del mundo académico: la promoción por acumulación de méritos bibliométricos, la competencia desleal entre grupos de investigación, el acceso desigual a recursos y redes de poder, y una cultura académica marcada por los egos personales, los feudos departamentales y las lógicas clientelares[21]. Esta arquitectura no solo dificulta la innovación, sino que castiga el pensamiento crítico, la colaboración real y la vocación social del saber. Es una universidad más preocupada por su propia reproducción institucional que por su impacto en la vida de las personas.

La salud, como bien colectivo y fenómeno social, exige profesionales capaces de dialogar con múltiples saberes y actores[22]. Exige políticas públicas intersectoriales y estrategias de intervención basadas en la colaboración. Exige, en definitiva, una universidad capaz de modelar este tipo de profesional y de investigación, lo que requiere superar de forma decidida la arquitectura disciplinar que sigue marcando la educación superior.

Las enfermeras, desde su experiencia en los márgenes del sistema y en los espacios de cruce entre la técnica y el vínculo, tienen un potencial privilegiado para abanderar este cambio[23]. Son competentes para lograr la integración de perspectivas, para que se actúe en red, para traducir el conocimiento a contextos prácticos y para el acompañamiento de procesos humanos que no encajan en moldes predefinidos. Su presencia activa y reconocida en la universidad puede abrir brechas en esa rigidez estructural, desnaturalizar las fronteras entre facultades y promover una lógica académica más flexible, más permeable y más conectada con la vida.

Además, las enfermeras pueden ser catalizadoras de una cultura universitaria distinta: una que no vea en la ciencia un pedestal de prestigio, sino una herramienta para cuidar mejor. Una que no valore el conocimiento por su impacto bibliométrico, sino por su impacto en las comunidades. Una universidad donde la excelencia no se mida solo por indicadores cuantitativos, sino también por la capacidad de formar profesionales éticos, compasivos, críticos y comprometidos con el bien común.

Para lograrlo, es necesario dotar a las enfermeras de espacios reales de decisión en las estructuras universitarias, facilitar la creación de redes transdisciplinarias de trabajo[24] y favorecer una política institucional que reconozca la relevancia del cuidado como eje articulador del saber académico[25]. Solo así será posible construir universidades vivas, integradas en sus territorios, abiertas al diálogo social y capaces de responder a los desafíos contemporáneos con saberes útiles, comprometidos y profundamente humanos.

Para que esta transformación sea posible, también es necesario articular propuestas concretas que vayan más allá de la denuncia[26]. La universidad debe abrir espacios estructurados para el trabajo inter y transdisciplinario, reformular los planes de estudio con participación activa del estudiantado y del profesorado de base, y revisar los sistemas de evaluación del profesorado incorporando criterios de impacto social, transferencia de conocimiento y pertinencia profesional. Las agencias de acreditación deberían reconocer, de forma explícita, la diversidad epistemológica de las disciplinas y valorar los saberes aplicados, comunitarios y relacionales como parte sustantiva del quehacer académico.

Recuperar el valor político del cuidado, reposicionar la ética del vínculo como principio formativo, y reivindicar el pensamiento enfermero como parte del debate académico contemporáneo es una tarea inaplazable[27]. En un mundo atravesado por crisis sanitarias, climáticas, sociales y económicas, la enfermería puede y debe ofrecer una respuesta universitaria que no reproduzca las lógicas del poder, la técnica y el mercado, sino que abra caminos de sentido, justicia y dignidad para todas las personas.

Nos desprendimos de la cofia pensando que con ello nos librábamos de la subsidiariedad y la el acoso. No caigamos en la trampa de pensar que el birrete, por si solo, nos confiere conocimiento y autonomía.

El desafío es grande, pero también lo es la oportunidad[28]. Las enfermeras están llamadas a ocupar un lugar central en la reconstrucción de la universidad como espacio de producción de conocimiento socialmente relevante, de formación ética y de compromiso transformador. Hacerlo requiere coraje, alianzas, visión estratégica y, sobre todo, la convicción profunda de que cuidar también es —y siempre ha sido— una forma legítima y poderosa de hacer ciencia

[1] Filósofo y ensayista español, exponente principal de la teoría del perspectivismo y de la razón vital e histórica, situado en el movimiento del novecentismo (1883-1955).

[2] Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA). Criterios de evaluación para profesorado universitario. 2024. Disponible en: https://www.aneca.es

[3] Redacción Médica. La ANECA y los perfiles del profesorado universitario. 2024. Disponible en: https://www.redaccionmedica.com

 

[4] Universitat de València. Plan de estudios del Grado en Enfermería. Disponible en: https://www.uv.es

[5] Ferrández-Antón, T, Ferreira-Padilla, G, del Pino-Casado, R, Fernández-Antón, P, Baleriola-Júlvezs, J, Martínez Riera, JR. Communication skills training in undergraduate nursing programs in Spain. Nurse Education in practice. 2020; 42: 102653 https://doi.org/10.1016/j.nepr.2019.102679

[6] Fawcett J, Desanto-Madeya S. Contemporary Nursing Knowledge. 4th ed. Philadelphia: F.A. Davis Company; 2021.

[7] Silva MJ, González MT. Educación en enfermería: ética, comunidad y cuidado. Rev Latinoam Enfermagem. 2021;29:e3437.

[8] Códigos UNESCO EQA https://documentos.eqa.es/OnlineForm/resources/CODIGOS%20UNESCO%20EQA.pdf

[9] Amezcua M, Hueso-Montoro C. Repercusión e impacto de las revistas de enfermería del espacio científico iberoamericano. Index Enferm. 2020;29(3):195–9.

[10] Asociación de Enfermería Comunitaria (AEC)https://www.enfermeriacomunitaria.org/web/

[11] Asociación Española de Enfermería de Salud Mental (AEESME). Disponible en: https://aeesme.org

[12] Grupo 40 Iniciativa Enfermera https://www.grupo40enfermeras.es/

[13] Giroux HA. Neoliberalism’s War on Higher Education. Haymarket Books; 2019.

[14] Barnett R. The Idea of the University: A Reader. McGraw-Hill Education; 2022.

[15] Asociación Internacional de Escuelas y Facultades de Enfermería (ALADEFE) https://www.aladefe.net/

[16] Martínez-Riera JR. El cuidado como eje de transformación universitaria. Rev Iberoam Educ Investig Enferm. 2024;2(1):9–13.

[17] Revista ROL de Enfermería y Revista METAS de Enfermería, que tuvieron que cesar su publicación, por problemas financieros, tras 50 y 30 años respectivamente

[18] XVIII Conferencia Iberoamericana de Educación en Enfermería https://conferencialadefe2025.org/

[19] Freire P. Pedagogía del oprimido. Madrid: Siglo XXI; 2021.

[20] Esteban ML. Antropología y epistemología feminista. Barcelona: Bellaterra; 2022.

[21] Altbach PG. Academic Dependency and Professionalization in the Third World. Comp Educ Rev. 1987;31(4):491–510.

[22] Silva MC, Almeida E, Oliveira S. Inteligencia emocional en la docencia enfermera. Rev Enferm Referência. 2022;5(7):101–9.

[23] Watson J. Nursing: The Philosophy and Science of Caring. Boulder: University Press of Colorado; 2021.

[24] Red Internacional de Enfermería en Salud Comunitaria (RIECS). Disponible en: https://riecs.org

[25] Jara P. La investigación y la educación en Enfermería en Iberoamérica. Rev Iberoam Educ Investig Enferm. 2021;1(1):47–50.

[26] Martínez-Riera JR. Contexto iberoamericano de enfermería: construir y compartir conocimiento. Rev Bras Enferm. 2024;77(1):e770101.

[27] WHO. Intersectoral Action for Health: A Cornerstone for Health-for-All in the 21st Century. Geneva: World Health Organization; 2020.

[28] Santos B de S. La universidad en el siglo XXI: para una reforma democrática y emancipadora de la universidad. CLACSO; 2021.

APAGÓN… DE LOS CUIDADOS Una pérdida irreparable

“No hay nada más visible que la ausencia.”

David Foenkinos[1]

 

La tarde del 28 de abril de 2025, España y Portugal quedaron súbitamente sumidos en un apagón eléctrico de proporciones históricas. En un instante, las ciudades quedaron sin suministro eléctrico, los electrodomésticos dejaron de funcionar, los procesos electrónicos dejaron de funcionar, muchos transportes públicos se detuvieron sin posibilidad de avanzar, las comunicaciones se interrumpieron. El bullicio de la vida cotidiana cedió paso a la incertidumbre y a una creciente sensación de desconcierto. Nadie estaba preparado para una desconexión de semejantes proporciones. Se dispararon las hipótesis: un fallo técnico en la red, un ciberataque, un sabotaje, un error humano… que condujeron a la especulación y al miedo, demostrando hasta qué punto la energía eléctrica, ese recurso invisible y cotidiano, es indispensable para la vida moderna[2].

Nuevamente, como ya sucediera en las primeras fases de la pandemia de la COVID 19, mucha gente se lanzó a una compra compulsiva de alimentos, pilas, agua, transistores y el ya clásico, y poco comprensible, papel higiénico, que rápidamente desaparecieron de las estanterías de los supermercados. Las compras en comercios y grandes superficies se paralizaron ante la imposibilidad de pagar electrónicamente. Los restaurantes y cafeterías cerraron o tan solo suministraban bebidas y bocadillos fríos. La accesibilidad se resintió ante la paralización de dispositivos que la favorecen. Los incidentes en ascensores y otros dispositivos generaron situaciones de pánico al quedar las personas atrapadas en ellos sin posibilidad de salir. Los servicios de transporte dejaron de funcionar por falta de energía eléctrica y la gestión de aeropuertos paralizados al no poder establecer las comunicaciones imprescindibles que garantizan la seguridad aérea. Respiradores y otros instrumentos de soporte vital para personas con dependencia en sus domicilios se desconectaron con la lógica angustia para sus familiares. Los servicios de emergencias y de protección social se colapsaron. Los sistemas de seguridad dejaron de funcionar. Los actos de pillaje y las estafas dieron rienda suelta a la imaginación de quienes siempre ven oportunidades en las desgracias colectivas. Reacciones compulsivas sin mayor justificación que el miedo a lo desconocido, a la oscuridad[3].

Las autoridades intentaron transmitir calma, a pesar de quienes se apresuraron a denunciar lo contrario, los medios de comunicación —cuando pudieron— improvisaron actualizaciones informativas fragmentadas y no siempre generadoras de tranquilidad.

La sociedad entera se vio obligada a enfrentarse a algo que, hasta ese momento, simplemente «estaba allí» a pesar de su clara dependencia. La electricidad, como muchas otras infraestructuras esenciales, es invisible cuando funciona, pero se vuelve cruelmente visible en su ausencia. Este colapso momentáneo puso en evidencia la fragilidad de un sistema y de una sociedad que se asumen como infalibles y presumen de fortaleza, pero que dependen de soportes invisibles cuya ausencia sume al sistema y a la población en el caos, abriendo una ventana a la reflexión colectiva sobre lo que realmente sostiene nuestras vidas[4].

Fragilidad que, precisamente, es la que justifica y da sentido en gran medida a la existencia e importancia de los cuidados. En base a dicho apagón, a lo que el mismo supone para la vida diaria de la humanidad, y a la fragilidad humana que precisa de cuidados, es sobre lo que me propongo reflexionar hoy, con relación a la importancia y necesidad de los cuidados profesionales, enfermeros.

Imaginemos, desde esta analogía que propongo, un apagón total de cuidados. No una huelga formal como protesta visible, sino una interrupción absoluta, súbita, inesperada y permanente, como la que se produjo con la electricidad, de ese sostén, habitualmente ignorado, que las enfermeras ofrecen a diario en cualquier rincón, de cualquier sistema de salud, en cualquier país del mundo.

Como la electricidad, los cuidados enfermeros están presentes de forma constante y natural. Son capaces de que las respuestas necesarias para afrontar los problemas de salud funcionen. Permiten trasladar seguridad, acompañan, consuelan y fortalecen, generan confianza y bienestar. Pero rara vez son reconocidos y valorados como correspondería en función a la aportación real que proporcionan a la salud de la ciudadanía y a la sostenibilidad de los sistemas de salud. ¿Qué pasaría si, como el apagón eléctrico, en cinco segundos desapareciesen los cuidados enfermeros de cualquier ámbito, rincón o contexto?

Si ese apagón de cuidados tuviera lugar, los primeros efectos serían devastadores en todos aquellos contextos en los que se dejaran de prestar los cuidados enfermeros.

Por poner tan solo algunos ejemplos, en las unidades de cuidados intensivos (UCI), las personas en estado crítico quedarían sin, precisamente, esos cuidados intensivos que las definen. La monitorización constante y la respuesta rápida a mínimos cambios clínicos se vería seriamente afectada a pesar de que siguiesen activados los aparatos técnicos. Sin pretender ser tremendista ni alarmista, las complicaciones se multiplicarían: riesgo evidente de infecciones nosocomiales, de fallos multiorgánicos, de errores en la administración de medicación[5].

En los servicios de urgencias, la ausencia de cuidados equivaldría a un colapso inmediato de la atención sanitaria de emergencia. La descoordinación absoluta en el flujo asistencial, el aumento de errores y eventos adversos, el colapso emocional de personas y familiares dada la altísima vulnerabilidad emocional, los cuidados de sostén tales como la escucha, la información cercana y oportuna, el acompañamiento… dejarían de estar presentes, el miedo y la desorientación se dispararían. La violencia verbal y física contra los profesionales también aumentaría, como muestran estudios en contextos de saturación y falta de cuidado. El sistema quedaría completamente expuesto por la dependencia crítica de los cuidados enfermeros[6].

En las unidades neonatales, donde los más pequeños requieren cuidados altamente especializados, la falta de cuidados enfermeros significaría la pérdida de control sobre signos vitales, alimentación y contención emocional. La mortalidad neonatal aumentaría de forma alarmante, como ya se ha visto en contextos de sobrecarga asistencial[7].

En las salas de hospitalización, las personas postoperadas no recibirían los cuidados necesarios, las valoraciones clínicas dejarían de realizarse con la frecuencia debida y la vigilancia de los efectos adversos desaparecería, el soporte emocional dejaría de prestarse con las consiguientes consecuencias para las personas ingresadas y sus familias. El resultado sería un incremento directo en la morbi-mortalidad hospitalaria[8].

En la atención primaria, el apagón de cuidados eliminaría de golpe la educación para la salud en todos los ámbitos comunitarios, el seguimiento de personas con enfermedades crónicas, de personas vulneradas y el acompañamiento en procesos de salud complejos dejaría de hacerse. Programas de control y seguimiento de problemas de salud o estrategias como la vacunación, tanto infantil como de adultos, los cribados de determinadas patologías, la continuidad de los cuidados… quedarían suspendidos, con consecuencias acumulativas a medio y largo plazo[9].

Las personas con problemas de salud mental quedarían sin apoyos comunitarios, las cuidadoras familiares dejarían de tener referentes que les permitiesen afrontar eficazmente los procesos de cuidados que llevan a cabo y de autocuidado para evitar su autocolapso[10].

Las personas en la fase final de su vida lo harían en precario y sin el consuelo de un cuidado acompañado y profesional.

En los hogares, muchas personas en situación de dependencia se verían abandonadas a una red familiar debilitada o inexistente. El control de cuidados complejos, la administración de medicamentos paliativos, la orientación para la autonomía funcional… todo desaparecería o se vería alterado de forma abrupta. El impacto sería especialmente grave en contextos de cronicidad y envejecimiento, como se observa en buena parte de la población europea y latinoamericana[11],[12].

Las mujeres embarazadas quedarían sin cuidados especializados durante su gestación y tras el parto, con el consiguiente efecto de ansiedad, temor e incertidumbre ante una situación que, por muy natural que sea, requiere de esos cuidados para lograr la autonomía necesaria para afrontar la nueva situación individual y familiar.

Las personas con problemas de salud derivados de procesos oncológicos quedarían sin un soporte de cuidados terapéuticos que es fundamental en la evolución y afrontamiento generados por los mismos.

En los centros sociosanitarios, donde reside una población adulta mayor mayoritariamente frágil, el apagón de cuidados enfermeros se traduciría en un desastre silencioso: aumento de caídas, desnutrición, infecciones no detectadas, deterioro cognitivo acelerado, aislamiento emocional. Sin cuidados especializados de monitoreo, escucha, valoración y actuación, los centros se transformarían en espacios de contención sin atención.

Las situaciones de emergencia por accidentes o desastres sufrirían el apagón de cuidados de manera muy significativa sin la prestación de los mismos en contextos de tanta necesidad y precariedad.

La falta de una gestión eficaz de los cuidados en cualquiera de los ámbitos descritos y en muchos otros supondría un verdadero estado de desorden y confusión sin saber cómo actuar ante la demanda de unos cuidados, hasta antes de su desaparición, poco visibles que, sin embargo, y paradójicamente, se tornaría enormemente necesaria su recuperación y presencia.

En definitiva, cualquier ámbito en el que se prestasen cuidados, desde los más básicos a los más complejos, se verían seriamente afectados por la ausencia de los mismos y la falta de capacidades suficientes para asumir un autocuidado que no siempre es posible[13].

La reacción de la población sería, probablemente, de estupefacción inicial. Acostumbrados a concebir los cuidados como algo «natural» pero no primordial e incluso subsidiario, de bajo impacto para la salud y de poco valor, muchas personas solo comprenderían la magnitud del problema al verse afectadas directamente por ese “apagón” de cuidados.

La confianza en el sistema sanitario se erosionaría, y surgirían demandas sociales que exigirían explicaciones y soluciones.

En ese escenario distópico, los gestores sanitarios se enfrentarían a una paradoja: no podrían sustituir los cuidados con tecnología, ni con protocolos automatizados, ni siquiera con más personal médico, ni tampoco con el último de los recursos a los que últimamente se recurre como quien recurre a una pócima maravillosa, la Inteligencia artificial (IA). Descubrirían, tarde, que los cuidados enfermeros no son sustituibles y mucho menos prescindibles, sino un componente estructural de cualquier sistema de salud. Las medidas compensatorias resultarían insuficientes: incremento de consultas telefónicas, tele-atención sin soporte domiciliario, contratación de personal sin formación específica en cuidado. La realidad es que, sin cuidados, no hay sistema.

Más allá de lo ya comentado, existiría un daño simbólico, tan trascendente y poco valorado, como la pérdida de la dimensión humanizadora de la atención, la desafección entre profesionales y personas, la percepción de que la salud quede reducida al asistencialismo de un engranaje frío y despersonalizado[14].

Los medios de comunicación comenzarían a documentar casos límite, historias humanas que pondrían rostro al vacío del cuidado, al que durante tanto tiempo han ignorado, minusvalorado o estereotipado en favor de una tecnología, que tanto subliman, pero que es incapaz de suplir a los cuidados.

Desde el punto de vista político y económico, el apagón de cuidados revelaría el error de su falta de valoración y aportación eficaz y eficiente. Los sistemas de salud descubrirían el error de sus priorizaciones, y muchos informes que antes se archivaban sin consecuencias comenzarían a cobrar sentido: los que advertían que por cada persona adicional asignada a una enfermera aumentaba el riesgo de muerte, o que una mayor proporción de enfermeras con formación superior mejora los resultados en salud.

Cuidados que, ante su ausencia, se demostraría que iban mucho más allá del ámbito doméstico o intrascendente desde el que se valoraban, descubriendo que los mismos requieren de ciencia, juicio profesional, competencias específicas, manejo de tecnología, pero también de humanidad que tan solo las enfermeras están en disposición de prestar. El imaginario colectivo comenzaría a cambiar, y lo que se pensaba como «prescindible» pasaría a ser considerado «imprescindible».

Tener que descartar la ética de los cuidados enfermeros y confiar únicamente en la técnica y la tecnología equivaldría a convertir el acto de atender a las personas en un proceso deshumanizado y mecánico. Se podría monitorizar un corazón, pero no acompañar un miedo; se podría administrar un fármaco, pero no aliviar la soledad; se podría programar una intervención quirúrgica, pero no sostener la fragilidad emocional.

La falta de empatía reduciría las relaciones asistenciales a transacciones utilitaristas, donde el sufrimiento sería considerado una variable secundaria o irrelevante. Sin escucha activa, las necesidades reales de las personas —especialmente las más vulneradas o aquellas que no tienen voz— quedarían invisibilizadas. Sin reflexión ética, las decisiones clínicas serían tomadas en función de algoritmos, estándares o protocolos descontextualizados, sin considerar la singularidad de cada ser humano[15].

En un entorno donde desaparecieran los cuidados, la dignidad de las personas se vería erosionada. Los profesionales, sin la aportación cuidadora, se convertirían en meros ejecutores de tareas, desconectados del sentido profundo de su trabajo. Esto generaría no solo un daño a las personas, sino también una profunda desmotivación y desgaste emocional en los propios trabajadores de la salud, al perder el anclaje moral que da sentido a su labor. El resultado sería un sistema frío, tecnológicamente avanzado, pero moralmente empobrecido. Las personas serían consideradas casos clínicos, no seres humanos únicos e irrepetibles. La confianza en el sistema de salud se erosionaría aún más, pues las personas no buscan solo ser curadas, sino también ser cuidadas, reconocidas y respetadas en su integridad, aunque no supieran, antes del apagón, identificar y valorar en su justa medida dichos cuidados, como efecto del mensaje distorsionado que sobre los mismos genera el propio sistema y quienes lo controlan.

Tecnología sin ética de cuidados no humaniza: robotiza. Técnica sin empatía no salva: aliena. Un sistema que adoleciera de cuidados se alejaría de su misión de promover el bienestar y la justicia social, para convertirse en una máquina de procedimientos eficientes pero vacíos.

La ausencia de cuidados enfermeros transformaría los hospitales, centros de salud, domicilios y comunidades en espacios fríos, funcionales, tecnológicamente avanzados quizás, pero incapaces de sostener la vida en su integridad. Porque la deshumanización no existe, la deshumanización es, en realidad, la ausencia de cuidados.

No hay innovación tecnológica que pueda sustituir la mirada atenta de quien cuida. No hay algoritmo que pueda consolar la angustia de quien teme. No hay protocolo que pueda reemplazar el gesto ético de cuidar a otro como a un igual, como a alguien digno de atención y respeto[16].

No tener la posibilidad de cuidados sería, en definitiva, una pérdida irreparable y esencial para la humanidad.

Es cierto que todo esto es, tan solo, una distopía narrativa. Pero, no nos equivoquemos, existen muchos intereses que maquinan ataques orquestados contra los cuidados con tal de mantener la hegemonía jerárquica y autocrática de dichos lobbies. Todos los días tenemos ejemplos de ello.

Tras el apagón eléctrico, es cierto que volvió la luz. Sin embargo, tengo dudas de que hayamos recuperado la lucidez imprescindible para valorar aquellos aspectos de nuestra vida, convivencia, relación, solidaridad… que resultan tan necesarios como la propia electricidad o la más alta tecnología. Recuperemos pues dicha lucidez y rescatemos la luz con la que, la lámpara de Florence Nightingale, iluminó los cuidados profesionales enfermeros.

[1] Escritor, dramaturgo, cineasta y músico francés que ha sido reconocido con algunos de los premios literarios más importantes de su país (1974).

[2] González-González E, Fernández-Muñoz JJ. Blackout: análisis de la vulnerabilidad social y tecnológica en grandes apagones. Rev Esp Salud Pública. 2023;97:e1-e13.

[3] Organización Mundial de la Salud. Continuidad de los servicios esenciales durante las emergencias. Ginebra: OMS; 2022.

[4] Aiken LH, et al. Nurse staffing and education and hospital mortality in nine European countries: a retrospective observational study. Lancet. 2014;383(9931):1824-30.

[5] Lake ET, et al. Association of nurse work environment and staffing with mortality in neonatal intensive care units. JAMA Pediatr. 2020;174(7):636-643.

[6] Griffiths P, et al. Nurse staffing levels, missed vital signs and mortality in hospitals. BMJ Qual Saf. 2018;27(8):619-625.

[7] Aiken LH, et al. Nurse staffing and education and hospital mortality in nine European countries: a retrospective observational study. Lancet. 2014;383(9931):1824-30.

[8] Lake ET, et al. Association of nurse work environment and staffing with mortality in neonatal intensive care units. JAMA Pediatr. 2020;174(7):636-643.

[9] Organización Mundial de la Salud. Informe mundial sobre la atención primaria de salud 2022. Ginebra: OMS; 2022.

[10] Aiken LH, et al. Nurse staffing and education and hospital mortality in nine European countries: a retrospective observational study. Lancet. 2014;383(9931):1824-30.

[11] Estabrooks CA, et al. Staffing and quality of care in nursing homes: a systematic review. Int J Nurs Stud. 2022;125:104103.

[12] Organización Panamericana de la Salud. La situación de la fuerza laboral de enfermería en las Américas. Washington, DC: OPS; 2023.

[13] Aiken LH, et al. Effects of nurse staffing and nurse education on patient deaths in hospitals with different nurse work environments. Med Care. 2011;49(12):1047-1053.

[14] Ball JE, et al. Cross-sectional examination of nursing staffing levels and patient outcomes. BMJ Open. 2020;10(12):e042919.

[15] Tronto JC. Moral boundaries: A political argument for an ethic of care. New York: Routledge; 1993.

[16] Maslach C, Leiter MP. Understanding the burnout experience: recent research and its implications for psychiatry. World Psychiatry. 2016;15(2):103-111.

¿TIENE IDEOLOGÍA LA SALUD? Una reflexión desde la ética, la política y los cuidados

“Intento comprender la verdad, aunque esto comprometa mi ideología.”

Graham Greene[1]

 

El concepto de salud no es meramente técnico ni exclusivamente biológico. Desde una mirada filosófica, la salud ha sido entendida como equilibrio, como virtud, como funcionalidad o como posibilidad de realización humana.

En el siglo XX, Michel Foucault desentrañó el carácter político del saber médico, mostrando cómo la medicina se articula con el poder disciplinario y biopolítico en las sociedades modernas[2]. Ivan Illich, por su parte, denunció los efectos deshumanizantes de una medicina industrializada y tecnocrática, y propuso repensar la salud como capacidad autónoma de las personas y comunidades[3].

Más allá de las perspectivas críticas, también existen visiones que entienden la salud desde una ética de la normalidad funcional, como lo propuso Canguilhem: no como ausencia de enfermedad, sino como la capacidad del organismo (y de la persona) para establecer nuevas normas ante condiciones cambiantes[4]. Esta visión dinámica, más que estática, permite concebir la salud como un proceso de adaptación, de creación de sentido, de agencia frente a lo incierto.

Desde la filosofía contemporánea, la salud se ha vinculado con la noción de justicia epistémica: ¿quién tiene el poder de definir qué es salud? ¿quiénes son escuchados o ignorados en ese proceso? Esto conecta con las epistemologías del Sur que denuncian la imposición de una visión biomédica occidental sobre otras formas de entender el cuerpo, la enfermedad y el cuidado[5].

La ética en salud no es una dimensión colateral, sino estructural. Determina el sentido de las decisiones clínicas, de las políticas sanitarias, de los modelos de atención. Frente a la pregunta sobre si la salud debe tener ideología, la ética obliga a preguntarse: ¿al servicio de qué valores se organiza un sistema de salud? ¿A quién prioriza? ¿Qué vidas considera valiosas?

Dos grandes corrientes éticas han influido en el pensamiento sanitario contemporáneo: la ética de la justicia y la ética del cuidado. La primera, vinculada a autores como John Rawls o Amartya Sen, pone el acento en la equidad distributiva, el acceso universal, la garantía de derechos[6]. En esta visión, la salud es un bien primario que debe distribuirse según principios de equidad, especialmente en contextos donde las desigualdades sociales estructuran el acceso a recursos y oportunidades.

La segunda, la ética del cuidado, planteada por Carol Gilligan y Nel Noddings, enfatiza la interdependencia, la vulnerabilidad y la responsabilidad mutua[7]. Desde esta perspectiva, cuidar no es un acto técnico sino una práctica moral que se enraíza en las relaciones humanas. En salud, esto implica reconocer que la dimensión afectiva, emocional y relacional del cuidado es tan importante como la técnica o la eficiencia.

La salud no es neutra. No lo ha sido nunca, aunque a veces queramos creerlo. Se construye desde visiones del mundo, desde marcos políticos, desde intereses. Y, también, desde valores. En tiempos de polarización, defender que la salud debe estar al margen de la política es, en sí mismo, una afirmación política. Por eso me pregunto: ¿tiene ideología la salud? ¿Debe tenerla? ¿Y qué papel tenemos los y las profesionales de la salud —especialmente las enfermeras— en este planteamiento que propongo?

Hablar de salud es hablar de personas, de vidas, de bienestar y de sufrimiento. Pero también es hablar, no podemos ni debemos negarlo ni olvidarlo- de presupuestos, de modelos organizativos, de derechos, de acceso y de exclusión, porque la salud no tiene precio, pero es muy costosa. Dicho lo cual, no es lo mismo pensar la salud desde una lógica curativa y hospitalaria, que, desde una mirada comunitaria, de promoción, preventiva, centrada en las personas. Tampoco es igual priorizar la eficiencia que la equidad, ni valorar la autonomía como libertad individual o como interdependencia solidaria.

La tensión entre la ética de la justicia y la ética del cuidado puede ser, en realidad lo es, profundamente complementaria. Mientras la justicia reclama reformas estructurales y equidad distributiva, el cuidado demanda reconocimiento de la vulnerabilidad, cercanía y vínculos. Ambas corrientes comparten una raíz progresista: colocan a las personas y sus derechos en el centro, y promueven una salud más justa y centrada en lo humano. Tal como señala Joan Tronto, el cuidado no es una alternativa apolítica a la justicia, sino una ética política en sí misma, con una potencia transformadora que desborda lo asistencial para convertirse en base de ciudadanía democrática[8].

Llegados a este punto es importante destacar que, a diferencia del modelo biomédico hegemónico, más próximo a lógicas conservadoras y mercantilizadas —centrado en la enfermedad, la intervención técnica y la gestión de recursos— estas éticas de la justicia y el cuidado ofrecen una mirada profundamente política y transformadora sobre la salud. No son neutrales, pero sí humanistas. Y, sobre todo, necesarias.

En este terreno lleno de matices, los discursos políticos toman posiciones. La derecha suele apostar por modelos privatizados y privatizadores, centrados en la gestión empresarial de la salud, la elección del usuario como consumidor/cliente, usuario o paciente y la responsabilidad individual. La izquierda, por su parte, reivindica la salud como derecho, apuesta por lo público, por la promoción y la prevención, por los determinantes sociales y morales, y por la participación comunitaria. Estas no son etiquetas cerradas, pero sí reflejan tendencias.

Y es que cuidar es profundamente político. Es sostener, acompañar, intervenir sobre lo que duele, o se teme, física o mental, social o espiritualmente y lo que falta. Es mirar lo que no se ve. Y eso tiene consecuencias.

En el cuidar y el cuidado profesional, las enfermeras tenemos una voz. Una voz que viene del hacer, del estar, del sentir, del vincularnos con las personas en su día a día, en su hogar, con su familia, en su escuela, en su trabajo, en su barrio. Pero muchas veces esa voz no llega a los espacios de poder. No por falta de capacidad, sino por estructuras que nos invisibilizan, que nos relegan, que no entienden, o no les interesa entender, que cuidar también es transformar.

Por eso creo que debemos estar. Debemos hablar. Debemos tomar posición. No para reproducir lógicas partidistas, sino para defender una ética del cuidado, de la justicia, de la dignidad. Porque cuando las enfermeras hablamos desde nuestra experiencia, desde nuestra ciencia, desde nuestra práctica, desde nuestro compromiso, estamos aportando una mirada imprescindible para una salud más humana y más democrática.

Y claro, esto genera resistencias. Porque molesta que quienes han sido históricamente subordinadas quieran ocupar espacios de decisión. Porque incomoda que el cuidado se nombre como una cuestión política. Porque tensiona un modelo que valora más lo técnico que lo relacional.

Pero justamente por eso hay que insistir. Porque si no estamos, otros decidirán por nosotras. Y probablemente no decidirán en favor de quienes más lo necesitan.

Además, la ética en salud también interpela la noción de neutralidad en contextos de profunda desigualdad y fragilidad. ¿Puede un sistema sanitario declararse apolítico cuando atiende de forma diferente a personas según su clase, género, origen o situación migratoria? ¿Es ético no posicionarse frente a políticas que reducen derechos o aumentan brechas?

Aunque con frecuencia se afirma que la salud “no debería tener ideología”, esta afirmación parte de una falsa premisa: que existen políticas sanitarias objetivas, neutras y técnicas, desvinculadas de valores y visiones del mundo. Sin embargo, todo sistema de salud refleja una ideología, aunque esta no se explicite. Elegir entre financiar hospitales o atención primaria, entre promover seguros privados o un sistema público universal, entre medicalizar o intervenir sobre determinantes sociales, son decisiones ideológicas, porque expresan prioridades políticas y éticas[9].

La historia de los sistemas sanitarios lo demuestra. Incluso la salud basada en la evidencia —frecuentemente presentada como neutral— se despliega dentro de marcos ideológicos. ¿Qué tipo de estudios se financian? ¿Qué resultados se consideran significativos? ¿Qué poblaciones se priorizan? ¿Qué se excluye de la evidencia? La ideología no se opone a la ciencia; más bien, condiciona qué ciencia se produce, cómo se interpreta y cómo se aplica[10].

El auge de los enfoques centrados en los determinantes sociales de la salud también revela una transformación ideológica: desde una visión centrada en la responsabilidad individual hacia una que reconoce las condiciones estructurales de salud y enfermedad[11]. Esta perspectiva, aunque sostenida por evidencia empírica, choca con visiones neoliberales que prefieren reducir la intervención del Estado y promueven una lógica de “auto-responsabilización” que no conlleva aportación alguna por parte del sistema y sus profesionales para que se logre, tan solo traslado de responsabilidad que exima de la misma a quienes la plantean desde esta perspectiva.

La salud no solo es un bien público, un derecho o una necesidad humana básica: también es un recurso simbólico y estratégico de enorme potencia política. En contextos de crisis —pandemias, guerras, desastres, recesiones económicas— la salud se convierte en uno de los principales instrumentos de disputa política. La pandemia de COVID-19 fue un claro ejemplo: los debates sobre atención primaria u hospitalaria, mascarillas, vacunas, confinamientos o reaperturas se convirtieron rápidamente en trincheras ideológicas[12]. Estos debates no solo revelaron divisiones políticas, sino también diferencias profundas en la confianza hacia la ciencia y las instituciones sanitarias, especialmente entre sectores ideológicamente conservadores[13]. Estudios recientes muestran que la desconfianza hacia la investigación en salud entre votantes de derecha afecta incluso su disposición a participar en ensayos clínicos o aceptar recomendaciones científicas[14].

En ese sentido, la salud se ha convertido en un terreno donde conceptos como «libertad individual» o «autonomía» son resignificados estratégicamente para oponerse a políticas públicas de protección colectiva, muchas veces bajo discursos promovidos por movimientos anti-ciencia[15].

En este escenario, las/os profesionales de la salud ocupan una posición ambivalente. Por un lado, pueden contribuir a la despolitización, adoptando un rol técnico, acrítico, centrado exclusivamente en la clínica y al margen de las determinaciones sociales. Esta postura, aún dominante en muchos entornos médicos, favorece la lógica de que “la salud no tiene ideología” y perpetúa modelos centrados en el individuo como paciente, cliente, la enfermedad y la solución farmacológica[16].

Por otro lado, existen profesionales que asumen una posición activa y crítica, conscientes de que su trabajo no es neutral, y que el ejercicio de la salud tiene implicaciones éticas y sociales. Es el caso de muchas enfermeras comunitarias, médicos de familia, profesionales de salud pública o trabajadores sociales que reivindican una práctica basada en derechos, justicia y equidad[17].

La disciplina también importa. La medicina, históricamente ligada al poder institucional y al saber experto, ha tendido a colocarse en posiciones más conservadoras, aunque esto varía según especialidades y contextos. La enfermería, las ciencias sociales, la psicología comunitaria o la salud pública han desarrollado marcos más críticos, sensibles a las estructuras de poder y a las desigualdades.

El desafío, en este sentido, no es evitar la politización, sino orientarla hacia una práctica ética, crítica y comprometida con el bien común. Asumir que toda práctica en salud tiene una dimensión política no implica partidismo, sino responsabilidad.

La creciente politización de la ciencia en sí misma —especialmente cuando toma posturas públicas en temas controvertidos— ha tenido el efecto paradójico de erosionar la confianza pública en sectores donde esa politización se percibe como partidista²⁷. Este fenómeno obliga a repensar cómo comunicar la ciencia y cómo sostener una salud pública con base ética y legitimidad social.

Una de las cuestiones más controvertidas —y a la vez más reveladoras— es la tendencia a identificar ciertos modelos de atención en salud con posiciones ideológicas concretas. ¿Existen aproximaciones “de derechas” y otras “de izquierdas” al organizar un sistema sanitario? Aunque cualquier simplificación conlleva riesgos, esta clasificación ayuda a visibilizar los valores implícitos que sustentan los distintos enfoques.

En este marco, no es casual que el modelo hospitalario, tecnificado, especializado y jerárquico se haya asociado con políticas más conservadoras, mientras que los enfoques comunitarios, horizontales, integradores y basados en los cuidados hayan sido abanderados por movimientos progresistas o alternativos.

La hospitalización concentra recursos, poder médico y tecnología, y suele reforzar una lógica centralizada y vertical. Además, se presta mejor a la privatización y segmentación del sistema. En cambio, la atención comunitaria apuesta por la proximidad, el trabajo intersectorial, la promoción y la prevención y la participación, lo cual implica una redistribución de poder y una revalorización de saberes no expertos[18].

Este binarismo no es absoluto: hay hospitales públicos con orientación social y programas comunitarios gestionados por fundaciones conservadoras. Sin embargo, como tendencias generales, reflejan visiones distintas sobre qué es la salud, quién debe garantizarla y cómo debe organizarse.

Particular atención merece el tema del cuidado. En muchos países, el reconocimiento de los cuidados —profesionales y familiares o informales— como parte central del sistema sanitario ha sido impulsado por movimientos feministas y de justicia social. Concebir el cuidado como una responsabilidad colectiva y no como una tarea privada o familiar implica transformar radicalmente la estructura del sistema7.

Este enfoque es claramente contracultural en contextos donde predomina la lógica del mercado, la productividad y la tecnificación. Por ello, los cuidados, más que “de izquierdas”, pueden considerarse profundamente humanistas y democráticos. Su politización no es opcional, sino necesaria para garantizar su reconocimiento y sostenibilidad.

La politización de la salud, por otra parte, no ocurre de la misma manera en todos los países. Existen marcadas diferencias según el nivel de desarrollo, la historia política, el modelo de Estado y la cultura cívica.

En este sentido, la politización de la salud en el Sur global no es simplemente un fenómeno partidista: es, en muchos casos, una forma de resistencia frente a la colonialidad del poder y del saber4. Pero también hay riesgos. En contextos de fragilidad institucional, la politización puede derivar en clientelismo, instrumentalización electoral o captura corporativa de los sistemas sanitarios. La defensa del derecho a la salud debe, por tanto, estar acompañada de mecanismos de control democrático, transparencia y participación real.

Asimismo, la cooperación internacional en salud —frecuentemente impulsada desde organismos multilaterales o fundaciones privadas— no está exenta de sesgos ideológicos. Las prioridades impuestas desde el Norte (como ciertos programas verticales de vacunación o control de enfermedades específicas) muchas veces ignoran las agendas locales o debilitan los sistemas de salud primarios[19].

Una propuesta ética para la salud debe sustentarse en la dignidad de todas las vidas, la equidad, la solidaridad intergeneracional y comunitaria, la sostenibilidad, la autonomía relacional.

Las enfermeras tenemos un papel crucial en esta tarea. Debemos ser críticas, éticas, capaces de nombrar las injusticias y de construir alternativas. En el quehacer diario, en las decisiones profesionales, en la organización colectiva, en el vínculo con la comunidad, las enfermeras debemos contribuir a una salud más justa y democrática.

Las enfermeras poseemos un conocimiento propio, relacional y comunitario que es esencial para transformar la salud desde una perspectiva de justicia y cuidados. La cercanía con las personas, el trabajo transversal en múltiples ámbitos (clínico, comunitario, educativo, institucional) y el compromiso ético nos posicionan como agentes fundamentales de cambio.

Algunos estudios recientes destacan cómo las enfermeras que acceden a espacios de toma de decisión introducen una visión más centrada en la justicia social, el trabajo comunitario y la sostenibilidad de los cuidados, en contraposición a modelos puramente biomédicos o economicistas[20]. Aun así, persisten barreras culturales y estructurales, como la escasa representación en los órganos colegiados o la falta de formación política en los planes de estudio de enfermería[21].

Darle lugar a esa voz no es solo una cuestión de justicia profesional, sino una necesidad democrática.

Construir una salud ética implica politizarla… pero con conciencia crítica. No se trata de instrumentalizar la salud para intereses ideológicos, sino de iluminar su dimensión política para defender el bien común.

Necesitamos una salud con valores. Con ética. Con visión crítica. Con compromiso. Una salud que no tema tener ideología, si eso significa defender la vida con dignidad. Una salud que abrace los cuidados, no como complemento, sino como fundamento.

Esa salud no se construye sola. Se construye con las enfermeras. Y para eso, necesitamos dar un paso al frente. Sin miedo. Con orgullo. Con voz propia.

 

[1] Escritor, guionista y crítico literario británico (1904-1991)

[2] Foucault M. El nacimiento de la clínica. México: Siglo XXI; 2006.

[3] Illich I. Némesis médica: la expropiación de la salud. Barcelona: Barral; 1975.

[4] Canguilhem G. Lo normal y lo patológico. Buenos Aires: Siglo XXI; 2009.

[5] Santos B de S. Epistemologías del Sur. Madrid: Akal; 2014.

[6] Sen A. La idea de la justicia. Madrid: Taurus; 2010.

[7] Gilligan C. La ética del cuidado. Madrid: Cátedra; 1993.

[8] Tronto JC. Moral Boundaries: A Political Argument for an Ethic of Care. Nueva York: Routledge; 1993.

[9] Navarro V. El subdesarrollo social de España. Barcelona: Anagrama; 2006.

[10] Marmot M. The Health Gap. Londres: Bloomsbury; 2015.

[11] WHO. Framework on integrated people-centred health services. Geneva: WHO; 2016.

[12] Kickbusch I, Leung GM, Bhutta ZA, Matsoso MP, Galvani A, Gitahi G. Covid-19: how a health crisis became a global political crisis. BMJ. 2020;369:m1932.

[13] Friesen P, Kearns L, Redman B, Caplan AL. Political ideology and trust in science: how ideology shapes the willingness to participate in biomedical research. Sci Rep. 2021;11(1):14889.

[14] Kahan DM, Landrum AR, Carpenter K, Helft L, Jamieson KH. Science curiosity and political information processing. Polit Psychol. 2017;38(S1):179–99.

[15] Hoffman BL, Felter EM, Chu KH, Shensa A, Hermann C, Wolynn T, et al. It’s not all about autism: The emerging landscape of anti-vaccination sentiment on Facebook. Vaccine. 2019;37(16):2216–23.

[16] Menéndez EL. El modelo médico hegemónico: transacciones y resistencias. Cuadernos Médico Sociales. 1985;36:107-124.

[17] Starfield B. Primary Care: Balancing Health Needs, Services, and Technology. New York: Oxford University Press; 1998.

[18] Almeida C, Báscolo E. Equidad y reforma de los sistemas de salud en América Latina y el Caribe. Rev Panam Salud Publica. 2006;20(1):1-6.

[19] Packard RM. A History of Global Health: Interventions into the Lives of Other Peoples. Baltimore: Johns Hopkins University Press; 2016.

[20] Turkel MC, Ray MA. A theory of relational complexity grounded in caring science. Nurs Sci Q. 2020;33(2):115–23.

[21] Larios Serrato B, García-Mayor S, Espinosa-González AB. La participación política de las enfermeras: una asignatura pendiente. Enferm Clin. 2022;32(5):257–64.

NOMBRAR BIEN ES RECONOCER: EL LENGUAJE COMO JUSTICIA PARA LAS ENFERMERAS A propósito de las Propuestas para la normalización de las palabras enfermería y enfermera/o de la CNDE

Una palabra y todo se pierde,

una palabra y todo se salva.

André Breton[1]

 

          Ante la reciente publicación y presentación del libro “Propuestas para la normalización de las palabras enfermería y enfermera/o1 impulsado por la Conferencia Nacional de Decanas/os de Enfermería (CNDE), considero importante incidir en los planteamientos que en el mismo se realizan de manera tan rigurosa como razonada, para ahondar, desde una perspectiva más reflexiva y personal en un tema que considero de tanta relevancia para la identidad enfermera. En ningún caso, con el objetivo de contraponer o rebatir lo planteado en el texto de la CNDE, sino para ahondar y reforzar, si cabe, lo que tan acertadamente se plantea, pero que tan incomprensiblemente se ignora por pare de algunas instituciones.

El problema de la denominación y representación lingüística de las enfermeras en el contexto social, académico y profesional es mucho más que una cuestión semántica: es una manifestación profunda de la (in)visibilización histórica y estructural que afecta a la profesión. El uso ambiguo, incorrecto o genérico de términos como “profesionales de enfermería”, “enfermería” o “profesionales sanitarios” —en lugar de identificar de forma clara a las enfermeras como sujetos profesionales— contribuye a diluir su identidad, su contribución específica y su reconocimiento como disciplina científica y práctica autónoma centrada en los cuidados[i]. Porque tal como dijera Mark Twain “La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que entre el rayo y la luciérnaga”[1].

Invisibilización y sesgo estructural

El uso del término “enfermería” para referirse a las personas que ejercen la profesión es un ejemplo claro de metonimia que oscurece la individualidad profesional. Decir “la enfermería hace…” es análogo a decir “la medicina cura…”, pero mientras “médico” es un sujeto visible y diferenciado, “enfermera” queda subsumida en una entidad abstracta1.

Peor aún es la expresión “profesionales de enfermería”, que bajo una aparente neutralidad técnica oculta las dimensiones políticas, epistémicas y prácticas de quienes cuidan. Este tipo de expresiones tienden a desdibujar las especificidades del rol enfermero, confundiendo niveles de responsabilidad, competencias y saberes1.

El papel de la RAE y el problema de las definiciones oficiales

Tal como denuncia el informe elaborado por la Conferencia Nacional de Decanas y Decanos de Enfermería (CNDE), la Real Academia Española (RAE) ha sostenido históricamente una definición obsoleta, reduccionista y ajena a la realidad actual de la profesión en su diccionario, al no reconocer ni la naturaleza disciplinar ni científica de la enfermería, ni asociarla directamente al cuidado como núcleo central de su práctica y saber1.

Esta postura institucional es particularmente grave si se considera que la RAE, como institución normativa del idioma, no solo describe sino también prescribe usos, influenciando medios de comunicación, textos legales, académicos y culturales[ii].

El informe de la CNDE propone una redefinición de los términos “enfermería” y “enfermera/o” que refleje:

  • Su estatus académico y disciplinar.
  • Su naturaleza científica, metodológica y competencial.
  • El cuidado como núcleo epistémico y práctico.
  • El uso correcto del adjetivo “enfermero/a” y su distinción frente al sintagma “de enfermería” 1.

En este sentido y en contra de lo que defiende el informe de la CNDE, alineándose con la RAE, es cierto que yo abogo por la denominación genérica de enfermera sin necesidad de la duplicidad de géneros. Por razones históricas, de respeto, de identidad y de una normalización que trascienda la gramática para situarse en la identidad enfermera sin reparos de condicionantes sexistas que no tienen cabida.

Consecuencias de la ambigüedad terminológica

  1. Sociales: perpetúa estereotipos de subordinación y dependencia frente a la medicina, especialmente en un contexto de dominación patriarcal y androcentrista1.
  2. Políticas: obstaculiza la participación plena de las enfermeras en el diseño y liderazgo de políticas de salud[iii], así como su visibilidad en el entorno comunitario y su reconocimiento como agentes clave en los sistemas de atención primaria[iv].
  3. Académicas: debilita la visibilidad de la enfermería como disciplina científica con producción teórica propia[v].
  4. Profesionales: impide la identificación y valorización del trabajo autónomo que realizan las enfermeras[vi].

Persistencia de la RAE en una definición obsoleta: sesgos, resistencias y consecuencias

La negativa de la Real Academia Española (RAE) a modificar la definición del término enfermería en su diccionario, pese a los argumentos sólidos y documentados de la comunidad científica enfermera (como los recogidos en el informe de la CNDE), no es una mera omisión técnica, sino un acto que perpetúa una visión sesgada, jerárquica y anticuada de las profesiones sanitarias. Esta actitud tiene raíces profundas1:

  1. a) Sesgo androcéntrico y médico-centrista del conocimiento

La lengua, como espejo de las estructuras sociales, ha sido históricamente construida desde un enfoque patriarcal. La medicina —profesión históricamente masculina y hegemónica— ha sido considerada el paradigma de la ciencia de la salud. La enfermería, en cambio, como disciplina centrada en el cuidado y mayoritariamente femenina, ha sido relegada a un segundo plano, tratada más como auxiliar que como ciencia autónoma⁶. La definición actual de la RAE reproduce esta lógica al describir la enfermería como una actividad “bajo prescripción facultativa”2.

La RAE ha reflejado esta jerarquía. La actual definición del término enfermería (“profesión que consiste en el cuidado de los enfermos y heridos, así como otras tareas de asistencia sanitaria, bajo prescripción facultativa”) perpetúa la imagen de la enfermera como ejecutora de indicaciones médicas, negando su capacidad de juicio clínico, su autonomía, su corpus teórico y metodológico, y su papel activo en la generación de salud.

  1. b) Concepción normativa estática de la lengua

La RAE, si bien se presenta como notaria del uso, adopta a menudo un rol conservador y centralista, que prioriza una visión elitista y normativa de la lengua. Aunque proclama que se basa en el uso social, en realidad retarda con frecuencia los cambios cuando estos provienen de colectivos históricamente excluidos o feminizados, como ocurre con las enfermeras. La resistencia a aceptar el carácter disciplinar de la enfermería no se explica solo por ignorancia, sino por una forma de gatekeeping[2] institucional del conocimiento y del prestigio. Este conservadurismo lingüístico tiene consecuencias concretas para profesiones como la enfermería2.

  1. c) Graves consecuencias del mantenimiento de esta definición
  • Invisibilización de las enfermeras como sujetos de conocimiento y acción clínica.
  • Deslegitimación simbólica en los espacios académicos y políticos.
  • Desigualdad profesional frente a otras disciplinas reconocidas por la RAE.
  • Reproducción de estereotipos que afectan la autoestima y el reconocimiento del trabajo enfermero1.

Parálisis institucional: causas y complicidades

  1. a) Inercia burocrática y falta de cultura de cuidados

Reconocer a la enfermería como ciencia implica aceptar una lógica de atención basada en la relación y el cuidado, que desafía el modelo biomédico dominante[vii]. Muchas instituciones no están preparadas para ese cambio estructural.

  1. b) Feminización de la profesión: un obstáculo simbólico

La gran mayoría de las enfermeras son mujeres, y existe un patrón histórico que subvalora lo que hacen las mujeres, incluso en ámbitos científicos y profesionales⁷. Esta discriminación de género —a veces explícita, a menudo implícita— reduce la presión institucional para actuar.

Pero este obstáculo simbólico no puede considerarse inocuo. Constituye una forma persistente de machismo institucional y científico, que naturaliza la invisibilidad de una profesión cualificada por el hecho de estar feminizada. El hecho de que la RAE no reconozca la enfermería como ciencia, a pesar de su desarrollo disciplinar, solo puede entenderse a través de un sistema de validación patriarcal del conocimiento[viii].

Este patrón se reproduce sin reflexión crítica, disfrazado de objetividad filológica, cuando en realidad es una forma encubierta de exclusión y desigualdad estructural.

  1. c) Débil cultura del lobby y del reconocimiento interno

A diferencia de otros colectivos, el mundo enfermero no ha desarrollado históricamente una estrategia fuerte de visibilidad mediática y presión política. Aunque esto empieza a cambiar, la falta de cohesión institucional ha limitado su capacidad de influencia³.

Conclusión: el lenguaje no es neutral

El hecho de que la RAE mantenga definiciones que tergiversan la realidad actual de las enfermeras, y que las instituciones públicas no actúen para corregirlo, refleja desigualdades profundamente arraigadas. Esta situación erosiona el reconocimiento de una profesión esencial para la salud colectiva.

Rectificar no es solo una cuestión de justicia para las enfermeras: es una forma de construir una sociedad que valora el cuidado, el conocimiento y la equidad de género.

Mientras la RAE siga negando a las enfermeras el derecho a ser nombradas con precisión, seguirá contribuyendo a una injusticia histórica: la de una ciencia ignorada, una profesión subestimada y un cuidado silenciado.

[1] Escritor, poeta, ensayista y teórico francés del surrealismo, reconocido como el fundador y principal exponente de este movimiento (1896-1966)

[2] Gatekeeping» (o «control de acceso» en español) se refiere al acto de controlar quién entra o sale de un espacio o grupo, ya sea físico o virtual, y quién tiene acceso a recursos, información o oportunidades. Implica ejercer un filtro para decidir quiénes son considerados «adecuados» o «valiosos» y quiénes no, excluyendo a aquellos que no cumplen con ciertos criterios.

[i] Conferencia Nacional de Decanas y Decanos de Enfermería. Propuestas para la normalización de las palabras enfermería y enfermera/o. CNDE; 2025 https://cnde.es/noticias-eventos/noticias/550-enfermeria-y-el-diccionario-de-la-lengua-espanola-la-cnde-presenta-en-la-universidad-de-alcala-el-libro-que-cambio-su-definicion

[ii] Real Academia Española. Diccionario de la lengua española [Internet]. 23.ª ed. RAE; 2022 [citado 2025 abr 21]. Disponible en: https://dle.rae.es

[iii] Guerrero Salazar S. Informe de la RAE sobre el uso del lenguaje inclusivo en la Constitución Española. Boletín de Información Lingüística. 2020; Ene:1-8.

[iv] Martínez-Riera JR. Estrategias para mejorar la visibilidad y accesibilidad de los cuidados enfermeros en Atención Primaria de Salud. Enfermería Clínica. 2020;30(6):360–4.

[v] Meleis AI. Theoretical nursing: development and progress. 5.ª ed. Philadelphia: Lippincott Williams & Wilkins; 2012.

[vi] Alligood MR, Tomey AM. Modelos y teorías en enfermería. 9.ª ed. Barcelona: Elsevier Health Sciences; 2018.

[vii] Kérouac S, Pepin J, Ducharme F, Duquette A, Major F. El pensamiento enfermero. Barcelona: Masson; 1996.

[viii] Alberdi Castell R. Estrategias de poder y liderazgo para desarrollar el poder de las enfermeras. Rev ROL Enferm. 1998;(239-240):27-31.

VOCACIÓN Y LABORALIZACIÓN Cuidados y tecnología

“Para hacer las cosas, debes amar hacerlo, no las consecuencias secundarias.”

Ayn Rand[1]

 

En sus orígenes, la enfermería estaba ligada a la vocación y a la labor desinteresada. Las enfermeras, en gran parte, eran mujeres que se sentían llamadas a cuidar a los enfermos, sin necesidad de formación académica formal. Su labor, aunque esencial, se basaba en la experiencia y el conocimiento transmitido de manera informal, y no sobre una base científica rigurosa. En este contexto, el cuidado estaba profundamente centrado en la relación humana, en el alivio del sufrimiento y en la atención emocional de las personas. Sin embargo, este modelo carecía de un sistema estructurado de formación y no incorporaba las innovaciones científicas que estaban transformando la atención a la salud.

Este modelo idealista de enfermería sentó las bases de lo que conocemos hoy como la vocación del cuidado, pero no era suficiente para enfrentar los desafíos que traía consigo el aumento de necesidades. Además, la falta de un respaldo científico dejó a la profesión en una posición subordinada frente a la medicina, lo que dificultaba que las enfermeras fueran identificadas y valoradas como profesionales autónomos con conocimiento técnico y científico propio[2].

La segunda mitad del siglo XX marcó un punto de inflexión en la historia de la enfermería. A medida que la medicina se especializaba y los sistemas de salud se expandían, la necesidad de una formación académica formal para las enfermeras se hizo cada vez más evidente. Las enfermeras pasaron de ser cuidadoras informales a profesionales con una formación científica y técnica sólida. Este cambio permitió que la profesión adquiriera mayor prestigio y que las enfermeras pudieran intervenir en los procesos de salud con un mayor grado de autonomía y conocimiento profesional.

No obstante, con esta profesionalización también llegó la «laboralización» de la profesión. Las enfermeras empezaron a ser vistas no solo como cuidadoras vocacionales, sino como trabajadoras dentro de un sistema de salud cada vez más orientado hacia la eficiencia, los resultados y la optimización de recursos. Esta transformación trajo consigo una visión más utilitaria de la enfermería, en la que la eficiencia y la productividad se volvieron prioridades, a menudo por encima de la calidad humana del cuidado, que lamentablemente fue asumido e interiorizado por las propias enfermeras, proyectándose dicha imagen a la sociedad. El resultado fue una deshumanización progresiva del cuidado enfermero, ya que la atención se centró más en los procedimientos y las intervenciones técnicas que en la atención personalizada a las personas[3],[4].

Ese énfasis en la eficiencia y la productividad ha tenido un impacto negativo en la forma en que se percibe el cuidado enfermero. En la mayoría de los sistemas de salud, los objetivos de rendimiento y los indicadores de eficiencia impuestos por el modelo técnico-biologicista y medicalizado imperante, han influido en una dirección cada vez más deshumanizada. Este modelo ha actuado como una fuerza centrípeta que ha acabado arrastrando a las enfermeras fuera de su paradigma. Este desplazamiento, generado por el propio sistema pero también por la inacción o pasividad que ha hecho que se viesen arrastradas muchas enfermeras, ha provocado una reducción del tiempo de atención a las personas y una dedicación técnica que se aleja, cada vez más, de la atención cuidadora enfermera que ha acabado en muchas ocasiones siendo abandonada o menospreciada por las propias enfermeras en su fascinación por la técnica, a la que consideran de mayor valor que los cuidados, lo que acaba por relegar nuevamente a los mismos, al menos en apariencia, al ámbito doméstico.

La deshumanización del cuidado, por tanto, es una consecuencia directa de la lógica utilitaria que ha invadido la atención sanitaria. En lugar de ofrecer cuidados personalizados que atiendan las necesidades emocionales, psicológicas, sociales y espirituales de las personas, las familias y la comunidad, la atención se ha convertido en una transacción en la que los resultados inmediatos son más valorados que el bienestar y la atención integral, integrada e integradora. Esto ha afectado negativamente la relación entre enfermeras y ciudadanía, que es esencial para la calidad de la atención y ha conducido a que las primeras sean vistas por la segunda como profesionales secundarios, subsidiarios y relacionados casi exclusivamente por la simpatía[5],[6].

La llegada de las tecnologías de la información (TIC), particularmente la Inteligencia Artificial (IA), está cambiando radicalmente el panorama de la enfermería. Si bien las tecnologías han facilitado tareas como el monitoreo remoto de personas, la gestión de registros electrónicos y la automatización de procesos, también han traído consigo el riesgo de una mayor deshumanización en los cuidados. La IA, por ejemplo, tiene el potencial de mejorar la toma de decisiones clínicas, prediciendo enfermedades y ofreciendo soluciones personalizadas para las personas y sus familias. Sin embargo, este tipo de tecnología también plantea el desafío de equilibrar la eficiencia y la precisión con la empatía y el contacto humano que caracterizan el cuidado de enfermería y que no es capaz de ofrecer la IA[7],[8].

Si bien la IA y otras tecnologías pueden mejorar ciertos aspectos relacionados con la calidad de la atención en el ámbito tecnológico, no pueden reemplazar la interacción humana. La relación enfermera-persona, que es el núcleo de los cuidados, por tanto, no puede ser automatizada. Las enfermeras deben seguir siendo la principal fuente de apoyo emocional y psicológico para las personas y sus familias, incluso cuando se beneficien de los avances tecnológicos. De esta manera, la tecnología debe ser vista como una herramienta para optimizar los cuidados, no como un sustituto de la humanización del proceso. No identificar esta realidad no supone, en ningún caso, que la necesidad de cuidados humanizados disminuya o desaparezca, sino todo lo contrario, por lo que, si las enfermeras no prestan dichos cuidados profesionales y humanizados, otras/os profesionales ocuparán ese espacio imprescindible, lo que supondría la pérdida de la esencia de la enfermería y su pérdida de identidad[9], [10].

Por otra parte, en el contexto comunitario, las tensiones entre la vocación enfermera y el sistema jerárquico de hegemonía médica pueden ser más evidentes. Sin embargo, es también, en este entorno, donde las dos visiones pueden complementarse de manera más efectiva. El trabajo en salud comunitaria debe ser colaborativo y basado en la complementariedad de los roles de los profesionales de las diferentes disciplinas que prestan atención a la comunidad, lo que obliga a respetar los ámbitos competenciales de cada una de ellas, sin que se generen luchas de poder corporativista que inciden negativamente en la atención prestada, al estar cada cual mirando su ombligo.

Las enfermeras tienen un papel fundamental en la promoción y educación para la salud, especialmente en la comunidad. Mientras que los médicos se centran en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades específicas, las enfermeras pueden y deben asumir un rol activo en la promoción de la salud, la educación para lograr el autocuidado y el empoderamiento de la ciudadanía, así como en la prevención de enfermedades crónicas, desde su propio paradigma enfermero y no, como lamentablemente sucede últimamente, ancladas en el paradigma médico, desde el que se dan respuestas fallidas que no responden a las necesidades de las personas, las familias y la comunidad. Este enfoque es crucial para afrontar eficazmente los problemas de salud y mejorar la salud pública en general[11].

En el contexto comunitario, las enfermeras pueden y deben identificar los determinantes sociales y morales que afectan la salud de las personas, como el acceso a alimentos, la vivienda, las condiciones laborales, la educación o el medio ambiente. Estas intervenciones fortalecen la atención a la salud y el bienestar de las personas a través de una atención profesional competente, especializada y humanizada, pero fundamentalmente enfermera, lo que permite conjugar las visiones vocacional y laboral, sin tener que renunciar a una de ellas[12], [13].

En la sociedad actual, caracterizada por el individualismo, el hedonismo y la inmediatez, el reto para las enfermeras es que sepan, por una parte, desprenderse de la tutela permanente de los médicos que les relega a su subordinación, y, por otra, a que asuman la responsabilidad de su competencia profesional cuidadora, que les permita conjugar la técnica con el cuidado sin que la primera sea siempre quien acapare la atención exclusiva o suponga la tentación de abandonar el cuidado humanizado. Tan solo desde esa visión de complementariedad en la que el cuidado debe marcar siempre las decisiones enfermeras, seremos capaces de modificar la imagen que de nosotras tiene aún, en muchos casos, la sociedad y que se traduce, por ejemplo en las resistencias que una institución tan rancia y anquilosada como la Real Academia de la Lengua (RAE), pero tan influyente también, para modificar la definición que sobre enfermería y las enfermeras traslada al Diccionario y que, aunque con una cierta mejora en la definición, nos sigue considerando subsidiarias tanto de la enfermedad como de los médicos, tal como se ha visto en la última revisión que se ha introducido, gracias al trabajo de un grupo de expertas designadas por la Conferencia de Decanas/os de Enfermería de España (CNDE)[14].

La cultura de la gratificación inmediata y la búsqueda constante de satisfacción personal no siempre se alinean con los principios de la atención enfermera, que requiere tiempo, implicación, actitud, dedicación, rigor y compromiso. Este ambiente social plantea un desafío para las enfermeras, especialmente cuando se trata de la educación en salud y la promoción de hábitos de vida saludable.

La clave está en cambiar la percepción de la salud. Las enfermeras, a través de su enfoque comunitario, tienen el poder de promover una visión de la salud que no se base solo en la curación y se centre en el cuidado, para trasladar la información, el conocimiento y la capacidad de la autogestión, la autodeterminación y la autonomía que permitan lograr el autocuidado. Al fomentar la participación activa de las personas, las familias y la comunidad en su propio bienestar, las enfermeras pueden contrarrestar la tendencia individualista y hedonista, ayudando a las personas a reconocer que la salud es un bien colectivo que depende del compromiso de todos[15].

En conclusión, el futuro de la salud comunitaria depende, en gran medida, de cómo se logre integrar la vocación de cuidar con los avances tecnológicos y científicos, sin que ninguno de estos aspectos sustituya a los otros.

Las enfermeras tenemos el poder del cuidado profesional que debe ser valorado, interiorizado y asumido como la identidad que nos proyecte como profesionales científicos y humanistas ante la sociedad y ante nosotras mismas. Si a esto queremos llamarle vocación, inclinación, admiración o atracción, es lo de menos. Lo que de verdad es trascendente es que sepamos reconocer nuestra fortaleza para ofrecer una respuesta cuidadora de calidad y calidez que será por lo que seremos valoradas y reconocidas por la sociedad. Si, por el contrario, nos dejamos arrastrar por la mercantilización de la laboralización, como recurso humano ajeno a la humanización y la ciencia enfermera, acabaremos siendo simples piezas de un engranaje tecnológico, el modelo sanitarista imperante, que nos despersonalizará y situará en el anonimato, tal como reflejaba magníficamente la extraordinaria película de Charles Chaplin “Tiempos Modernos”.

[1] Filósofa y escritora rusa, nacionalizada estadounidense. (1905-1982)

[2] Tronto JC. Moral Boundaries: A Political Argument for an Ethic of Care. New York: Routledge; 1993.

[3] Farmer P. Pathologies of Power: Health, Human Rights, and the New War on the Poor. Berkeley: University of California Press; 2003.

[4] Kickbusch I. Governance for Health in the 21st Century. Copenhagen: WHO Regional Office for Europe; 2011.

[5] Soler O, Irwin A. A conceptual framework for action on the social determinants of health. Geneva: WHO; 2010.

[6] Illich I. Némesis médica: la expropiación de la salud. Barcelona: Barral; 1975.

[7] Hernández A, San Sebastián M. Liderazgo enfermero y equidad en salud: más allá del discurso. Rev Latino-Am Enfermagem. 2022;30: e3724.

[8] Wright LM, Leahey M. Nurses and Families: A Guide to Family Assessment and Intervention. Philadelphia: FA Davis; 2013.

[9] Bauman Z. Comunidad: En busca de seguridad en un mundo hostil. Madrid: Siglo XXI; 2003.

[10] Rojas-Bermúdez A. Tecnologías emergentes y su impacto en la salud: una perspectiva enfermera. Rev. Española de Salud Pública. 2021;95: e2021014.

[11] Wallace LM, Wright P. Promoción de la salud y autocuidado en la comunidad. San Juan: Editorial Universitaria; 2019.

[12] Morrow M, Reimer-Kirkham S. La colaboración interprofesional en salud: un enfoque comunitario. BMC Health Services Research. 2020; 20: 65.

[13] Hsu J, Lam LC, et al. La integración de la atención médica en el cuidado comunitario: un análisis interdisciplinario. Health Affairs. 2021;40(2): 345-351.

[14] https://www.rosamariaalberdi.com/propuestas-para-la-normalizacion-de-las-palabras-enfermeria-y-enfermera-o/

[15] Giddens A. Sociología. Madrid: Editorial Pearson; 2015.

DÍA INTERNACIONAL DE LA ATENCIÓN PRIMARIA DE SALUD Cuidados, liderazgo y visión desde la comunidad

“Algunas personas quieren que algo ocurra, otras sueñan con qué pasará, otras hacen que suceda.”

Michael Jordan.[1]

 

Cada 12 de abril se conmemora el Día Internacional de la Atención Primaria de Salud (APS). Más que una efeméride institucional, esta fecha es una oportunidad para mirar de frente los retos y las posibilidades que enfrenta el ámbito de atención que más cerca está de la vida cotidiana de las personas. La APS no es una puerta de entrada al sistema sanitario: es, o debería ser, su verdadero corazón. El lugar donde se atiende antes que asistir, se cuida antes de intervenir, se acompaña antes de derivar.

En ese escenario, el papel de las enfermeras comunitarias es simplemente esencial. No como un complemento asistencial, sino como profesionales con capacidad científica, visión integral, y una práctica orientada a generar salud desde los cuidados. Cuidados que no son solo acciones técnicas, sino procesos relacionales, educativos y transformadores. Cuidados que fortalecen la autonomía de las personas, que sostienen a las familias en momentos críticos, que movilizan recursos invisibles en la comunidad, que generan vínculos y mejoran la calidad de vida.

Enfermeras que, desde su conocimiento experto, trabajan en la promoción de la salud, la prevención de enfermedades, el manejo de la cronicidad, la salud infantil, el envejecimiento activo, el acompañamiento al final de la vida o la lucha contra las desigualdades sociales en salud. Que son líderes en promoción de la salud, pero que aún encuentran demasiadas barreras para ejercer ese liderazgo en los espacios donde se toman decisiones. Porque, si algo se ha demostrado de forma contundente, es que los cuidados profesionales impactan directamente en los resultados en salud, pero aún no ocupan el lugar que merecen en las políticas públicas.

En este sentido, resulta prioritario que los sistemas de salud apuesten decididamente por la incorporación efectiva de enfermeras especialistas en Enfermería Familiar y Comunitaria. La creación de perfiles específicos que se correspondan con su formación avanzada no es solo una cuestión de reconocimiento profesional, sino una necesidad estratégica para garantizar cuidados de calidad, continuos y adecuados a las necesidades reales de la población. No hacerlo supone despreciar el potencial que las propias administraciones están generando a través de la formación especializada y, por tanto, malgastar recursos humanos valiosísimos para el presente y el futuro de la salud comunitaria.

Una APS fuerte solo es posible desde el trabajo en equipo, y no desde una mirada jerárquica o compartimentada. La complejidad de los problemas de salud actuales exige equipos transdisciplinares donde cada disciplina aporta desde su especificidad, sin establecer barreras competenciales que limitan. En ese modelo, las enfermeras comunitarias no solo participan: lideran procesos de salud comunitaria, promueven intervenciones basadas en la evidencia y articulan redes de apoyo más allá del sistema sanitario formal.

Por eso, los gobiernos y administraciones tienen la responsabilidad de identificar, promover y sostener el liderazgo enfermero, facilitando su presencia activa en la toma de decisiones y blindando su autonomía frente a presiones corporativistas o lobbies de poder que aún dificultan el avance de un modelo verdaderamente centrado en las personas.

En este proceso de desarrollo profesional, científico y político, merece una mención especial la labor que desde hace décadas realiza la Asociación de Enfermería Comunitaria (AEC). Como sociedad científica, la AEC ha sido —y sigue siendo— un motor imprescindible en la consolidación de la APS en España. Su labor ha sido constante en la defensa de los cuidados, la dignificación del ejercicio profesional, la promoción de la investigación aplicada, la formación de calidad y la articulación del pensamiento enfermero desde una visión ética, social y transformadora.

Pero su alcance va mucho más allá de nuestras fronteras. En el contexto iberoamericano, la AEC ha desempeñado un papel clave como puente de cooperación, intercambio de conocimiento y construcción de redes entre profesionales e instituciones. Su mirada transnacional, inclusiva y comprometida con los principios de salud pública, ha contribuido a consolidar una comunidad enfermera diversa, crítica y unida por valores comunes. A través de alianzas, publicaciones, congresos y proyectos conjuntos, la AEC ha favorecido el avance de los cuidados y la APS como ejes estratégicos en la región.

Una APS con visión global debe apoyarse en estas alianzas iberoamericanas para reconocer las fortalezas de contextos con culturas, tradiciones, realidades y lenguas afines (español y portugués), y para convertir las diferencias no en obstáculos, sino en oportunidades de mejora mutua. Construir una APS global implica aprender desde la diversidad, compartir experiencias exitosas y generar sinergias que fortalezcan nuestras respuestas ante los desafíos comunes de salud y bienestar.

Sin embargo, este avance no será completo sin abordar otro de los grandes desafíos: la forma en que la salud es representada socialmente. Aún hoy, los medios de comunicación siguen instalados en una narrativa dicotómica en la que salud y enfermedad se entienden como opuestos, y donde la sanidad se asocia, casi exclusivamente, con la medicina hospitalaria y tecnológica. En ese relato, las enfermeras son invisibilizadas o representadas desde estereotipos y tópicos que no hacen justicia a su preparación, a su autonomía ni a su impacto real en la salud colectiva y que impacta negativamente en el desarrollo eficaz y eficiente de la APS.

Es urgente que los medios dejen de perpetuar esta visión reduccionista. La salud no es la ausencia de enfermedad, y cuidarla no es un acto secundario. Es un proceso continuo, dinámico, científico y profundamente humano, donde las enfermeras comunitarias son piezas clave. Visibilizarlas como profesionales autónomas, científicas y líderes en salud comunitaria no es solo un acto de justicia: es una necesidad para el sistema, para la ciudadanía y para avanzar hacia una sociedad más equitativa.

Este 12 de abril no es solo un día para celebrar lo conseguido. Es, sobre todo, un momento para reclamar lo que falta: más inversión, más liderazgo, más cuidados, más comunidad. Y para reconocer el trabajo de quienes, como la AEC, llevan años sosteniendo con firmeza la bandera de una APS comprometida con la vida y con la salud de las personas, las familias y la comunidad.

No es posible una APS, firme, rigurosa, cercana, accesible, humana y digna sin la presencia y la esencia de las enfermeras comunitarias trabajando en equipo con otras disciplinas y, sobre todo, con la comunidad.

Felicidades a todas/os cuantas/os trabajan día a día por lograr que la APS deje de ser un complemento del asistencialismo médico-hospitalario y se convierta en la referencia de salud de la sociedad. Es un compromiso y una responsabilidad colectiva y compartida. Nunca hay que parar, nunca hay que conformarse, hasta que lo bueno sea mejor y lo mejor excelente.

[1]  Exjugador de baloncesto estadounidense.[. (1963)

EL CUIDADO COMUNITARIO QUE TRANSFORMA Liderazgo en un marco Iberoamericano de cuidados

“La realidad está equivocada, los sueños son reales.”

Tupac Shakur[1]

 

En un mundo donde los sistemas sanitarios tienden a la fragmentación, la eficiencia medida en tiempos y costes, y una creciente tecnificación de la atención, las enfermeras comunitarias apuestan con decisión por un principio poderoso: cuidar es transformar. Cuidar es reconocer la dignidad en medio de la precariedad, es tejer vínculos allí donde las estructuras se rompen, es, en definitiva, practicar la justicia desde lo cotidiano. Con esta reflexión busco poner en valor la ética del cuidado enfermero en el ámbito de la salud comunitaria, desde una perspectiva de abogacía para la salud, los derechos humanos y la justicia social, atendiendo a tres niveles fundamentales: la persona, la familia y la comunidad, en el marco de un contexto Iberoamericano de enfermería.

Desde este enfoque, el cuidado enfermero se revela como una práctica transformadora: no se limita a la gestión técnica de actividades y tareas, sino que reconfigura las relaciones entre enfermeras y ciudadanía, visibiliza las injusticias estructurales que deterioran la salud y moviliza activos para la salud y recursos comunitarios ocultos o infrautilizados. Cuidar desde la ética y la comunidad implica cuestionar las lógicas verticales del sistema, apostar por la corresponsabilidad, y poner el foco en las condiciones de vida como epicentro de las políticas de salud. Por eso, el cuidado enfermero es profundamente político: porque nombra lo que duele, conecta lo que está fragmentado y propone nuevas formas de habilitar los vínculos y los territorios.

Es cierto, que no todo el cuidado es profesional, ni todo cuidado profesional es enfermero. El cuidado, como ya he dicho en numerosas ocasiones, es patrimonio de la humanidad. Existen múltiples formas de cuidado —informal, familiar, comunitario… e incluso publicitario— que sostienen la vida cotidiana y cuyo valor es incuestionable. Aunque hay quienes quieren patrimonializar, o cuanto menos, colonizar el cuidado con fines que se alejan, y mucho, del verdadero sentido y sentimiento del cuidado, como se demuestra con acciones que, con absoluto descaro, se apropian del cuidado comunitario con fines absolutamente mercantilistas por parte de quienes, precisamente, sostienen, mantienen y perpetúan los modelos patogénicos (farmacéuticas, seguros privados y lobbies de presión) a través de espacios de propaganda y marketing engañoso y manipulado a lo que, sorpresivamente, se prestan a apoyar tanto la Consejera de Salud de la Comunidad de Madrid como la ministra de Sanidad de España, sin que en el citado espacio participen profesionales de la salud comunitaria en general ni enfermeras comunitarias en particular, algo cuanto menos paradójico y sospechoso[2].

Sin embargo, el cuidado profesional enfermero se caracteriza por su fundamentación científica, su sistematicidad, su componente ético deliberado y su capacidad de articular conocimiento técnico con sensibilidad relacional. Las enfermeras no cuidan solo desde el afecto o la intuición: cuida desde la evidencia, desde la reflexión crítica y desde un marco de responsabilidad que exige competencia, compromiso. implicación, actualización permanente y juicio profesional. Esta diferencia es clave para entender el papel estratégico de las enfermeras en los sistemas de salud contemporáneos: no de manera subsidiaria a otros profesionales, sino como agentes autónomos del cuidado profesional, capaces de liderar transformaciones estructurales orientadas a la equidad y la justicia.

El cuidado profesional, además, se aporta desde diferentes abordajes en función de que se lleve a cabo de manera individual, en el entorno de la familia a la que se pertenece y reconoce o de la comunidad donde se convive y relaciona.

Cuidar éticamente a una persona implica mucho más que administrar un tratamiento o aplicar un protocolo, como lamentablemente aún se identifica y se reconoce a las enfermeras. Significa reconocer su historia, sus expectativas, sus recursos, su biografía y su potencial de salud, para que sea, realmente, un cuidado terapéutico. Las enfermeras comunitarias trabajan con ese «otro» no como un objeto de intervención, sino como un sujeto moral, dotado de capacidades, vulnerabilidades y derechos[3]. Este tipo de relación, profundamente humana, exige tiempo, ciencia, presencia y escucha.

En contextos de vulnerabilidad —pobreza, exclusión social, enfermedad crónica, violencia, o dependencia— la relación enfermera-persona puede convertirse en uno de los pocos espacios donde esa persona es reconocida de manera integral y humanizada[4]. Desde esta perspectiva, el cuidado se convierte en una forma de reparación simbólica, una respuesta a la injusticia sanitarista y social que se le ofrece. En este nivel, la abogacía para la salud cobra cuerpo en acciones tan concretas como acompañar, explicar, consensuar, respetar, sostener o facilitar el reconocimiento o el acceso a recursos propios, familiares, sociales o comunitarios[5].

La atención individual centrada en la persona no se limita a abordar síntomas o cumplir con tratamientos, que acaban cosificando a la persona, sino que se orienta a las necesidades sentidas, aquellas que la propia persona identifica como prioritarias en su proceso vital. Escuchar esas necesidades, incluso cuando no están formalizadas en un lenguaje técnico, es parte esencial del arte del cuidar. Esta práctica supone ir más allá del diagnóstico para conocer los miedos, las metas, las capacidades y los deseos de quienes están en situación de vulnerabilidad. El cuidado centrado en la persona abre espacio a la subjetividad, legitima la voz de la persona, y reconoce que la salud no se define exclusivamente desde indicadores biomédicos, sino también desde la experiencia vivida, en base a las normas, costumbres, tradiciones, cultura…

Esta dimensión ética del cuidado individual permite además contrarrestar los efectos deshumanizadores de sistemas sanitarios marcadamente medicalizados, donde la tecnología y los procedimientos tienden a reducir a las personas a diagnósticos y estadísticas que estandarizan e invisibilizan[6]. Frente a ello, el cuidado enfermero ofrece una resistencia profesional y científica, basada en la cercanía, la empatía y la responsabilidad moral, para transformar la realidad y adaptarla a las demandas reales de salud.

Pero la salud no es algo abstracto, inconcreto, ni tampoco algo estandarizado que signifique para todos lo mismo. La salud, además, no ocurre en el vacío. Ocurre en hogares, en vínculos, en redes familiares que sostienen (o a veces no pueden sostener) los problemas de salud y su afrontamiento. La ética del cuidado en este ámbito exige reconocer a la familia como un sistema vivo, interdependiente, donde cada miembro se ve afectado por la situación de salud de otro, requiriendo la atención de todos sus miembros, en diferentes niveles, tiempos y abordajes[7].

Las enfermeras comunitarias que cuidan a personas con problemas de cronicidad, dependencia, o discapacidad saben que intervenir solo sobre la persona no es suficiente. Se requiere acompañar a las familias, escuchar sus miedos, valorar sus recursos y, sobre todo, reconocer su rol activo como cuidador/a y su necesidad de cuidados para afrontar eficazmente las situaciones que se derivan del proceso cuidador. Este reconocimiento es también una forma de justicia: visibiliza el trabajo invisible de quienes cuidan en el hogar, casi siempre mujeres, muchas veces sin apoyos ni derechos laborales, como consecuencia de una imposición social ligada al género[8].

El abordaje familiar que realizan las enfermeras comunitarias implica también identificar patrones de interacción, dinámicas de afrontamiento, estructuras de apoyo y tensiones internas que pueden afectar la salud física y emocional de todos los integrantes. La intervención cuidadora en este nivel se traduce en acciones como la educación para la salud adaptada a las realidades familiares, la mediación de conflictos, el acompañamiento en procesos de duelo, y la facilitación de vínculos intergeneracionales saludables. La familia es, muchas veces, el primer y último eslabón del cuidado; reforzar su capacidad cuidadora es una estrategia de salud pública esencial.

Además, las enfermeras comunitarias no actúan sobre la familia como un conjunto de sujetos pasivos receptores de indicaciones, sino como aliados activos en el diseño y ejecución de los planes de cuidado, generando espacios de coaprendizaje, escucha horizontal y empoderamiento. En este sentido, el modelo paternalista se desplaza hacia una práctica relacional y corresponsable, que respeta las decisiones familiares sin renunciar al deber ético de proteger la salud, desde la autogestión, la autodeterminación, la autonomía y el autocuidado.

Es en el entorno familiar, donde la abogacía para la salud se expresa defendiendo el derecho de las familias a ser cuidadas mientras cuidan, a recibir información y formación, apoyo emocional, servicios de respiro o asesoría, sin imposiciones ni exigencias. Promueve una comprensión más compleja y humana de los cuidados, que traspasa las paredes de las instituciones sanitarias y se proyecta hacia la vida cotidiana[9].

Pero, tanto las personas como las familias forman parte y configuran la comunidad en la que el cuidado enfermero abre la puerta a una dimensión política ineludible. Las enfermeras comunitarias, al insertarse en territorios concretos, se enfrentan diariamente con los determinantes sociales y morales de la salud: desigualdad, violencia, desempleo, viviendas insalubres, racismo, edadismo, soledad no deseada[10]. Y lo hacen no desde el análisis abstracto, sino desde la vivencia cotidiana de quienes sufren sus efectos.

Cuidar en, con y para la comunidad implica mucho más que organizar actividades de promoción de la salud. Implica actuar como mediadoras culturales, articuladoras de redes, facilitadoras de procesos de empoderamiento colectivo. Significa escuchar a los barrios, a las organizaciones, a las personas mayores que viven solas, a las familias que migran y no encuentran un lugar en el sistema sanitario[11].

La ética del cuidado comunitario es profundamente política: no se limita a paliar daños, sino que aspira a transformar condiciones estructurales que producen problemas de salud, insatisfacción y malestar. Por eso requiere un enfoque intersectorial, alianzas con educación, servicios sociales, movimientos vecinales y políticas públicas sensibles a las realidades locales y altamente participativo[12]. La enfermera comunitaria, en este contexto, actúa con liderazgo transformador, comprometida con la salud como bien común.

Además, el cuidado comunitario implica una lectura territorial de la salud: comprender cómo las condiciones materiales, sociales y simbólicas de los espacios donde las personas viven y se relacionan afectan directamente a sus oportunidades de bienestar[13]. La intervención enfermera en este ámbito incluye el mapeo de activos comunitarios, el fortalecimiento de redes vecinales, la activación de procesos participativos y la construcción de entornos que favorezcan la vida digna[14].

El trabajo en comunidad también exige una disposición a la desfocalización profesional: dejar de ubicarse en el centro del saber para pasar a formar parte de una inteligencia colectiva que reconoce el conocimiento colectivo de quienes habitan los territorios. Esta forma de cuidado se aleja del paternalismo sanitarista y se vincula con prácticas de justicia relacional, donde las enfermeras se convierten en mediadoras entre instituciones y ciudadanía, entre políticas y vidas concretas. Es aquí donde el cuidado enfermero alcanza su máxima expresión transformadora: como herramienta de equidad, emancipación y construcción de comunidad.

Pero este cuidado transformador, no está exento de obstáculos estructurales. Obstáculos que lejos de paralizar, sitúan a las enfermeras en un liderazgo firme, una transformación de fondo en los modelos de atención a la salud. Su mirada integradora, su cercanía con las personas y sus vidas, y su capacidad para articular saberes técnicos con sensibilidad humana las posicionan como referentes éticos y estratégicos del sistema global de cuidados[15].

Este liderazgo no se ejerce desde la autoridad jerárquica que otros colectivos practican e imponen, sino desde la legitimidad que otorga el vínculo sostenido con las personas, las familias y las comunidades[16]. Es un liderazgo horizontal, basado en la escucha, la constancia, el compromiso y la acción. Las enfermeras comunitarias son muchas veces las únicas profesionales que permanecen en los territorios, conocen a las personas, detectan las ausencias, comprenden las redes sociales y anticipan las crisis antes de que lleguen a las estadísticas.

No se trata, como algunos tratan de “vender”, de que las enfermeras no se adapten o sean unas inadaptadas. Todo lo contrario, precisamente porque se adaptan a la realidad cambiante, diversa y heterogénea de una sociedad multinacional, multirracial y multicultural, que precisa propuestas y respuestas adaptativas que se alejen de los estándares inmovilistas que impiden identificar la diferencia, es por lo que las enfermeras plantean este liderazgo trasformador del cuidado. No existen otros intereses por mucho que se trate de desviar la atención hacia ese planteamiento oportunista y reduccionista que tan solo persigue la perpetuación de un modelo caduco, ineficaz e ineficiente, por considerarlo peligroso a sus intereses corporativistas, económicos y de poder.

Pero además del liderazgo profesional y relacional, es crucial reconocer la dimensión política del liderazgo enfermero. La competencia política implica no solo conocer el sistema, sino también ser capaz de interpelarlo, de incidir en sus decisiones y de proponer alternativas desde el conocimiento de lo vivido. Significa también participar en espacios de toma de decisiones, visibilizar necesidades invisibles, formular políticas públicas inclusivas y generar nuevas narrativas de salud más allá del modelo biomédico tradicional que paraliza y deteriora el sistema asistencialista que propicia.

El liderazgo enfermero, además, articula la dimensión estética y ética del cuidado. Cuidar no es solo hacer lo correcto, sino hacerlo con presencia, belleza, delicadeza y dignidad, a pesar de que haya quienes consideren esta forma de identificar el cuidado como cursi o almibarada y, por tanto, alejada de la ciencia. El modo en que se cuida importa: los gestos, los entornos, las palabras y los silencios configuran una estética que, lejos de ser superficial, es profundamente ética. Se trata de una sensibilidad cultivada profesionalmente que convierte cada interacción en una oportunidad de reparación, humanidad y ciencia.

Reforzar esta dimensión política, estética y ética del liderazgo enfermero es clave para que el cuidado deje de ser un complemento y pase a ser el eje vertebrador del sistema. Apostar por este tipo de liderazgo es apostar por una salud centrada en la vida, no solo en la enfermedad; en los vínculos, no solo en las técnicas; en los derechos, no solo en los procedimientos.

En este contexto, el pensamiento y la práctica del cuidado enfermero en Iberoamérica aporta una riqueza singular. Frente a los modelos anglosajones —con frecuencia centrados en estándares, eficiencia, procedimientos y protocolos—, el enfoque Iberoamericano destaca por una comprensión relacional, centrada y solidaria del cuidado[17]. Esta visión está profundamente marcada por una tradición de pensamiento ético y político que concibe el cuidado no solo como acción técnica, sino como un acto profundamente humano, social y transformador.

En Iberoamérica, cuidar es también resistir al olvido, al abandono, a la desigualdad estructural. Es una práctica culturalmente cargada, impregnada de afecto, comunidad, familia y territorio. El cuidado no se entiende como una prestación individualizada, sino como una red de reciprocidades tejida históricamente desde abajo, por y para los pueblos. Este marco conceptual bebe de tradiciones éticas como el cuidado latinoamericano, el pensamiento postcolonial, las epistemologías del Sur, y ofrece alternativas válidas y potentes frente a visiones hegemónicas del norte global que tienden a despolitizar el cuidado y reducirlo a una mera prestación de servicios[18].

La perspectiva Iberoamericana del cuidado reconoce que las relaciones, las emociones y los saberes locales son fundamentales en la construcción de bienestar. Frente a la mirada tecnocrática y estandarizada de muchos modelos anglosajones, aquí el cuidado se articula como un proceso dinámico de construcción colectiva de la salud, con una fuerte impronta territorial, afectiva y política. Esta concepción revaloriza los vínculos sociales, la participación comunitaria, la interdependencia y la solidaridad como pilares de un sistema más humano y equitativo.

Además, el contexto Iberoamericano aporta experiencias históricas de organización social del cuidado profundamente arraigadas en las comunidades. Desde las redes de los barrios de apoyo mutuo, hasta la centralidad de la familia ampliada en el sostenimiento de los cuidados, pasando por las iniciativas de salud popular y comunitaria impulsadas desde movimientos sociales, América Latina y la península Ibérica han cultivado una forma de entender y practicar el cuidado que pone en el centro los vínculos, la reciprocidad y la resistencia ante la desigualdad.

Esta forma de entender el cuidado no niega el valor de los estándares ni la necesidad de sistemas organizados, pero requiere que se analicen, se piensen, se adapten en beneficio de la comunidad y no de quienes se creen “dueños” de los sistemas. Propone que cualquier política pública de salud que aspire a ser justa y efectiva debe partir del reconocimiento de los saberes locales, los afectos como fuerza política y el derecho al cuidado como un bien común. Incorporar esta mirada en las estrategias institucionales no es una concesión cultural: es una condición de legitimidad democrática y de eficacia práctica.

La ética del cuidado, en clave iberoamericana, no es una utopía ni una propuesta idealista: es una respuesta concreta a contextos de crisis, exclusión y desigualdad. Y por ello, profundamente razonable, útil y necesaria. Recuperar el valor del cuidado como eje de las políticas de salud, darle centralidad institucional y voz profesional, es una cuestión de justicia, de memoria colectiva y de futuro compartido.

Por todo esto y por mucho más, las enfermeras comunitarias debemos seguir ejerciendo un liderazgo del cuidado transformador firme, razonado, razonable, compartido y autónomo que nos permita construir un marco de referencia Iberoamericano que de respuesta a las necesidades de salud global, con respeto hacia referencias de otros contextos, pero sin que las mismas supongan una permanente dependencia que nos limita, confunde y aparta de nuestra realidad comunitaria propia, con evidentes diferencias entre territorios que, lejos de suponer un obstáculo, se configuran como elementos enriquecedores para la mirada ecléctica, diversa y dinámica del cuidado enfermero iberoamericano.

[1]  Rapero y actor estadounidense.[. (1971-1996)

[2] Jornada para «Una salud más comunitaria y más orientada a la salud». https://forbes.es/summit/forbes-healthcare-summit/

[3] Tronto JC. Moral Boundaries: A Political Argument for an Ethic of Care. New York: Routledge; 1993.

[4] Farmer P. Pathologies of Power: Health, Human Rights, and the New War on the Poor. Berkeley: University of California Press; 2003.

[5] Leininger M. Culture Care Diversity and Universality: A Theory of Nursing. New York: NLN Press; 1991.

[6] Watson J. Nursing: Human Science and Human Care. Boulder: University Press of Colorado; 2008.

[7] Wright LM, Leahey M. Nurses and Families: A Guide to Family Assessment and Intervention. Philadelphia: FA Davis; 2013.

[8] Valls R. El cuidado invisible. Madrid: Catarata; 2018.

[9] Guberman N. El trabajo de cuidar: responsabilidades familiares y sociales frente a la dependencia. Barcelona: Icaria; 2011.

[10] Solar O, Irwin A. A conceptual framework for action on the social determinants of health. Geneva: WHO; 2010.

[11] Bauman Z. Comunidad: En busca de seguridad en un mundo hostil. Madrid: Siglo XXI; 2003.

[12] Kickbusch I. Governance for Health in the 21st Century. Copenhagen: WHO Regional Office for Europe; 2011.

[13] Ballester F. El valor de la Atención Primaria. Gac Sanit. 2020;34(5):479–482.

[14] Marmot M. The Health Gap: The Challenge of an Unequal World. London: Bloomsbury; 2015.

[15] Hernández A, San Sebastián M. Liderazgo enfermero y equidad en salud: más allá del discurso. Rev Latino-Am Enfermagem. 2022;30:e3724.

[16] Illich I. Némesis médica: la expropiación de la salud. Barcelona: Barral; 1975.

[17] Cañón S. Cuidado y epistemologías del sur: hacia una ética situada en América Latina. En: De Sousa Santos B, organizador. Epistemologías del Sur. Madrid: Akal; 2014.

[18] Menéndez E. Modelo médico hegemónico y atención primaria en América Latina. Salud Colectiva. 2018;14(3):511–524.

DIGNIDAD ENFERMERA La normalización de nuestra identidad

“No quiero la belleza, quiero la identidad.”

Clarice Lispector[1]

 

El pasado día 1 de abril se presentó, en la Universidad de Alcalá de Henares, el libro «Propuestas para la normalización de las palabras enfermería, enfermera y enfermero» auspiciado por la Conferencia Nacional de Decanas/os de Enfermería (CNDE)[2].

Mentiría si dijera que he leído el libro. Entre otras cosas porque aún no dispongo del mismo. Mentiría, o faltaría a la verdad, igualmente, si dijera que el mismo no me interesa. Porque, lo hace y mucho, tanto por su contenido como por lo que el mismo representa de identidad y sentimiento de pertenencia. O, cuanto menos, yo así lo veo. Sus autoras me merecen todo el respeto y consideración. Las conozco, las reconozco y las admiro, por muchos motivos, sentimientos y aportaciones. Por todo lo cual no me cabe duda que su aportación será relevante, cuanto menos, a nivel científico y académico, no tengo tan claro, sin embargo, que lo haga a efectos de impacto sobre nuestra verdadera identidad, como trataré de exponer a continuacion.

Porque, precisamente ahí es donde me surgen las dudas y las inquietudes. Más allá de las, no me cabe duda, evidencias científicas que el concienzudo estudio llevado a cabo generarán en torno a nuestra denominación como profesión, ciencia, disciplina y profesionales. Denominación tan manipulada, distorsionada, ocultada, olvidada y maltratada a lo largo de nuestra historia y sin embargo tan identificativa de lo que somos, nos creemos, vemos y valoramos. Ahora bien, otra cosa bien diferente, es si lo es también de lo que nos sentimos o como nos identificamos con la misma.

Desde que en 1977 se acabase, al menos oficialmente, con un acrónimo (ATS) que aniquiló nuestra identidad, hasta la publicación del estudio referido, es decir, casi 50 años después, aún seguimos soportando los efectos del exterminio de identidad que en toda regla hemos padecido todas las enfermeras y muy en particular quienes no tan solo lo son, sino que, como yo, se sienten enfermeras.

Muchas veces y durante mucho tiempo, hemos enmascarado, disfrazado, rechazado, escondido… nuestra denominación, es decir, aquello que nos identifica y dignifica, por vergüenza, temor, indiferencia, ignorancia, a lo que representa ser ENFERMERA.

Se nos impusieron aranceles, ahora que tan de moda están, a la identidad enfermera. Porque penalizaba serlo o cuanto menos decirlo. Por eso adoptamos, aceptamos, asumimos términos tan abstractos, aunque tan concretos, vacíos, aunque tan llenos, falsos, aunque tan ciertos, tan inocentes, aunque tan culpables, tan luminosos, aunque tan oscuros… como profesionales sanitarios o simplemente sanitarios, o en el mejor de los casos profesionales de la salud, o profesionales de Enfermería, o en el colmo del despropósito Enfermería. Cualquiera que nos permitiese evitar denominarnos enfermeras. Como si reconocer lo que somos nos penalizase, nos desvalorizase, nos avergonzase. Y esos aranceles en forma de desinformación, descrédito, desvalorización… nos apartó de la dignidad profesional para situarnos en la mediocridad sanitarista a la que se nos empujaba o arrastraba. Mediocridad que no tan solo era el resultado de nuestra carencia identitaria. Sino el resultado, precisamente de la carencia. Porque quien oculta su verdadera identidad, oculta igualmente su verdadera aportación. Por eso cuidar acompañó durante tanto tiempo a la denominación enfermera en su triste travesía por el desierto científico-profesional. Preferimos refugiarnos en la técnica y en la subsidiariedad, antes de nombrarnos y sentirnos como ENFERMERAS CUIDADORAS.

Creímos que, quitándonos la cofia y el delantal, ya teníamos suficiente. Es curioso, nos desprendimos de señas de identidad, por mucho simbolismo negativo que tuviesen, para abrazar el anonimato más absoluto y denigrante. Adoptamos el uniforme de camuflaje de las batas y pijamas blancos para pasar desapercibidas/os mezcladas/os entre el resto de profesionales que, sin embargo, se preocupaban y ocupaban, ellos sí, de distinguirse con sus bordados en los bolsillos con unas siglas que ni tan siquiera siempre les corresponden, pero de las que se apropiaron en exclusividad.

Se entendió o se quiso entender, que lo del “nombre” era lo de menos, que lo mejor era no entrar en polémicas semánticas que, además, conllevaban un discurso feminista en el que los hombres se sentían incómodos, pero en el que un sector del feminismo rechazaba y rechaza la denominación genérica de enfermeras. Y la rechaza porque no quiere que nadie que no sea mujer use “su” género. Mientras que el sector masculino más reaccionario, impone la denominación genérica y normativa masculina. Todo lo cual genera un grave problema de respeto, por una parte, pero también de identidad hacía nuestra denominación, porque parece ser que nadie se siente cómoda/o con un término genérico de consenso, como si ocurre con otras profesiones que han adoptado el masculino con absoluta naturalidad, sin entrar en más detalles. Es el caso de médicos, psicólogos, farmacéuticos… a pesar de que sus profesionales sean mayoritariamente mujeres. Lo que demuestra que las enfermeras, nuevamente, marcamos la diferencia, situándonos en un permanente conflicto que nos limita. Y es que como dijera Alejandra Pizarnik[3] “Nada más intenso que el terror de perder la identidad”

He de reconocer que me costó asumir mi condición de enfermera. Tanto en lo referente a lo que significaba profesionalmente, dada mi formación de base como ATS, como de denominación por lo que suponía vencer un conflicto interno y externo de identidad de género dada mi masculinidad que, inicialmente al menos, se veía herida o cuestionada. Pero también he de dejar claro que, una vez asumida, la he defendido siempre con firmeza e incluso, lo reconozco, con cierta vehemencia. Haciéndolo por convicción y por compromiso. Por convicción, una vez interiorizado lo que significaba y suponía asumirlo sin que ello lastimase, cuestionase o limitase mi masculinidad. Por compromiso, con las mujeres que habían logrado situar a la enfermería y a las enfermeras en el lugar que correspondía a pesar de todas las presiones, acosos y maltratos que, como mujeres, habían tenido que sufrir para mantener la dignidad personal y profesional sin renunciar a lo que eran y se sentían, enfermeras. Compromiso, también, con la condición femenina de la profesión de Enfermería, que hice mía, sin renunciar a la que como persona tenía y con la que igualmente me sentía identificado. Me negué a renunciar o renegar de ninguna de las dos. Supe y quise mantener esa dualidad con la que no tan solo me sentía identificado, sino que me generaba seguridad y orgullo.

Así lo he venido manteniendo y defendiendo siempre a pesar de los ataques de unas y otros, de las risas de algunos y algunas o de los ataques furibundos, los menos también es cierto, de algún/a nostálgico/a trasnochado/a.

Tanto es así que desde la Asociación de Enfermería Comunitaria (AEC)[4] que, junto a un grupo de enfermeras igualmente comprometidas/os, fundamos en 1994 iniciamos un proceso de análisis, reflexión y debate, en el que participó alguna de las autoras del libro al que hacía referencia al inicio, para cambiar la denominación de Enfermería y Enfermera que se recogía en el Diccionario de la RAE. Y, de hecho, se modificó, aunque la citada modificación no recogía, ni mucho menos, ni en forma ni en fondo lo que se trasladó como resultado del trabajo desarrollado por nosotras/os.

Transcurridas varias décadas desde ese cambio, tal como comentaba, el pasado día 1 de abril de 2025 en la Capilla de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá. Se presentó el libro “Propuestas para la normalización de las palabras enfermería, enfermera y enfermero”. y de las modificaciones de los términos enfermería, enfermera y enfermero en la edición 23.8 del Diccionario de la lengua española (DLE)”. Lugar en el que se hace entrega de los premios Cervantes de la Lengua Española o Castellana, para ser más exactos.

Nada que objetar a tan emblemático lugar. Pero resulta paradójico, al menos para mí, que una institución como la Real Academia de la Lengua (RAE), tan íntimamente ligada al recinto de celebración, haya sido durante tanto tiempo quien ha alimentado, mantenido y defendido la invisibilidad de las enfermeras y de la Enfermería en “su” diccionario de la Lengua Española que pretende sea el de todas/os desde su lema de “Limpia, fija y da esplendor”. Es cierto que fija, pero no tengo tan claro que limpie y de esplendor visto lo visto no tan solo con el tema que nos ocupa, sino con tantos otros que han venido generando cierta polémica, cuando no incomodidad.

No es mi intención cuestionar la capacidad de quienes configuran la academia a la hora de determinar cuál debe ser el significado que se le da a las palabras que configuran el diccionario de la lengua de tantos países de Iberoamérica. Pero si la de plantear mis dudas, inquietudes y temores sobre cómo y por qué se decide someter a la estereotipación y la invisibilidad a una profesión como la Enfermería y a sus profesionales, las enfermeras.

Porque la argumentación utilizada de que el diccionario recoge aquello que “el pueblo” entiende, identifica o reconoce sobre los términos o palabras que en el diccionario se recoge, no se sostiene. De ser así, no creo que la definición de palabras como exósmosis[5], linyera[6], metagoge[7] o nefelismo[8], por poner tan solo algunos ejemplos elegidos al azar, recogidos en el diccionario se correspondan con lo que “el pueblo” entiende a nivel popular o general como se argumenta.

Por otra parte, tan vetusta institución, la componen 41 miembros, de los que tan solo 8 son mujeres, lo que supone un 19,5% del total. Algo que, al menos a mí, me genera cierta inquietud, cuando no desasosiego. Sin embargo, no parece que ni a la institución en su conjunto ni a sus integrantes en particular les provoque el más mínimo rubor. Más allá de cualquier otra consideración su composición es una clara distorsión de la realidad social actual y traslada una manifiesta desigualdad que por mucho que se quiera maquillar incide de manera determinante en las decisiones que en el seno de la RAE se adoptan, trasladando sesgos importantes que van más allá de la semántica, la etimología o la gramática. Al igual que pasa en otros sectores, como por ejemplo la medicina, la perspectiva de género queda seriamente limitada por la acción de una perspectiva masculinizada cuando no machista que impacta de manera discriminatoria y desigual en las mujeres, sea con relación a la salud o de la identidad, como es el caso que me ocupa.

En esta nueva y loable “intentona”, la RAE nuevamente ha reinterpretado lo que se le trasladaba y, aunque ha corregido la definición de Enfermería, la misma ha quedado claramente sesgada en base a criterios poco claros o, cuanto menos, poco o nada explicados que nos van a someter por un largo periodo, vista la capacidad de reacción y adaptación de la RAE, a una definición “incompleta” y “reduccionista” sobre la que, no me cabe duda, han existido presiones externas e internas alejadas de criterios lingüísticos para que quedase como finalmente ha quedado. Un nuevo y doloroso golpe a nuestra identidad que, aunque aporta cierta mejora, continúa estando en cuestión.

Nada que objetar al trabajo desarrollado por la CNDE y las autoras que han participado en su elaboración. Pero los resultados lejos de normalizar, como tan acertadamente se pretende, van a continuar manteniendo una dinámica de confusión, enfrentamiento y conflicto interno que se concreta en la proyección de una imagen distorsionada y poco reconocible.

Nos sigue faltando sentimiento de orgullo y pertenencia y nos siguen sobrando miedos infundados y reservas ridículas que impiden que nos sintamos identificadas y autovaloradas como lo que somos, enfermeras.

Mientras todo esto sucede, las organizaciones que debieran ser nuestras mayores y mejores referencias, continúan jugando al escondite de la identidad, ocultando de manera sistemática y permanente, en una gran mayoría, a quienes representan, las enfermeras y no a la Enfermería según rezan sus denominaciones (Consejo General de Enfermería, Consejos Autonómicos de Enfermería o Colegios Provinciales de Enfermería). Pero también en el ámbito sanitario seguimos permitiendo, cuando no contribuyendo, a perpetuar nuestra invisibilidad con denominaciones tan poco acertadas como erróneas tales como Directora de Enfermería (¿se puede ser Directora de una profesión, disciplina o ciencia?), Consulta de Enfermería (¿se puede tener una consulta de la profesión, la disciplina o la ciencia?)… y tantos otros desacertados y lamentables ejemplos que nos conducen a tener una imagen absolutamente borrosa e indefinida que hace muy difícil normalizar nuestra identidad.

Creer que hechos tan importantes como el presentado en la Universidad de Alcalá significan que el conflicto no existe o que está solucionado supondría tener una visión muy reducida de la realidad. Creer que una parte, que creemos y trabajamos en este sentido, significa el Todo, es maximizar, de manera artificial, lo que la realidad nos traslada día a día naturalizándolo.

Resulta imprescindible seguir trabajando en este sentido para lograr finalmente la identidad enfermera arrebatada, perdida u oculta que nos corresponde. Porque aceptar nuestra identidad es el primer paso para ser felices con nosotros mismos.

Gracias por el esfuerzo y por el trabajo. Sigamos en este camino de construcción y recuperación de nuestra dignidad enfermera.

[1]  Escritora ucraniana-brasileña. (1920-1977)

[2] https://www.rosamariaalberdi.com/propuestas-para-la-normalizacion-de-las-palabras-enfermeria-y-enfermera-o/

[3] Poeta, ensayista y traductora argentina (1936-1972)

[4] https://www.enfermeriacomunitaria.org/web/

[5] Difusión de dentro a fuera, que se establece al mismo tiempo que su contraria la endósmosis, cuando dos líquidos de distinta densidad están separados por una membrana semipermeable.

[6] Atado en que el vagabundo guarda su ropa y otros efectos personales.

[7] Atribución de cualidades propias de seres animados

[8] Conjunto de caracteres que presentan las nubes.

TODO SE TRANSFORMA Jubilación, cuando aún queda tanto por aprender

                                                                                         “Me he jubilado, pero si hay algo que me mataría es despertar en la mañana sin saber qué voy a hacer”.

Nelson Mandela[1]

 

     Cuando en 1975 decidí, no por vocación, empezar unos estudios que nada tuvieron que ver con lo que posteriormente descubrí, sin saberlo, inicié un cambio en mi vida, que ahora está a punto de iniciar un nuevo ciclo.

Fue una decisión casual, aunque la misma se transformase, con el tiempo, en causal. Casual porque no vino determinada por ninguna razón especialmente relevante de pulsión, herencia, espiritual, ni tan siquiera de imposición. Se trató de una elección por amistad, para acompañar a quien me lo pidió y que, paradójicamente, luego él no realizó. Pero la suerte estaba echada. Y fue causal porque, a pesar de no ser inmediata, las consecuencias que ocasionó en mi fueron determinantes.

En un tiempo de cambios, inicialmente previsibles y posteriormente constatables, inicié unos estudios que derivaban, precisamente, de la dictadura que estaba a punto de morir junto a quien la instauró y sostuvo durante casi 40 años. Unos estudios que, como en tantas otras cosas, situaciones, ideas… fueron fruto de las imposiciones ideológicas del Régimen y de quienes, en mayor o menor medida, lo apoyaban por interés o convicción.

Los estudios de Ayudante Técnico Sanitario (ATS), que así es como determinaron que se denominase una profesión que ocultara y devaluara a la de Enfermería que inició su profesionalización durante la II República. Para mayor gloria de la de Medicina, sin tener una idea clara, ni tan siquiera oscura, de lo que su decisión representaba para la salud de la ciudadanía a la que el nuevo régimen despojó también de dicha condición y de su principal y más valiosa aportación, los cuidados profesionales.

Fue una enfermera, Esperanza Delgado Calvo, la que, con su uniforme azul celeste, delantal, manguitos y medias Glory blancos y una cofia, que en España se relacionaba con la subsidiariedad y la sumisión impuestas, me descubrió lo que era Enfermería y lo que suponía ser enfermera. Un descubrimiento que cambiaría mi vida. Para empezar, abandonando los recién iniciados estudios de Medicina, a los que renuncié, ahora sí, por convicción y a pesar del disgusto que ello supuso, sobre todo, para mi madre que soñaba con tener un hijo médico, teniéndose que “conformar” con una enfermera. Algo que con el tiempo logré revertir no sin esfuerzo.

Esos inicios supusieron asumir la difícil decisión de salir del armario para pasar de ATS a Enfermera[2]. Una transformación que no resultó sencilla al tener que renunciar a gran parte de lo que se me había inculcado como ATS y reconstruir una identidad profesional y de género que, además, de descubrir debía asimilar como propia.

Los difíciles inicios laborales me llevaron a ejercer de ATS en las tres clínicas que, junto a dos compañeros, abrimos en València y que compaginaba con contratos de sustituciones en el Hospital General y el Hospital Clínico de la misma ciudad. Una incursión en la jerarquizada y castrense organización hospitalaria en la que me costaba dar sentido a mi recién descubierta identidad enfermera, en la que quedaba patente la intencionalidad del engendro profesional que se había creado para ser dóciles, inocentes, obedientes y serviles (DIOS) hacia quienes se consideraban protagonistas únicos de la Organización Sanitarista del momento.

Temporalmente, casi en paralelo y muy lejos de España, en 1978, se firmaba la Declaración de Alma Ata, “Salud para todos en el año 2000”, sobre Atención Primaria de Salud[3], aunque su impacto tardaría un poco en llegar a nuestro país. En 1986, la aprobación por una unanimidad, que hoy en día es impensable, de la Ley General de Sanidad[4], regulaba el Sistema Sanitario en España y sentaba las bases del que vino en conocerse como el nuevo modelo de Atención Primaria de Salud (APS).

Para dotar a los nuevos Centros de Salud, como recursos fundamentales del nuevo modelo de APS, el Instituto Nacional de la Salud (INSALUD), órgano gestor de la Sanidad en España, que desaparecería posteriormente con la delegación de transferencias en Salud a las Comunidades Autónomas, convocó, en 1984, provisión de vacantes de plazas de personal sanitario en los Equipos de Atención Primaria por el procedimiento de concurso libre, entre las que figuraban las primeras 60 plazas de ATS/DUE[5],[6].

En esas fechas compaginaba la atención a las clínicas, con los contratos de sustituciones que iban surgiendo y las clases a estudiantes de Formación Profesional-Auxiliar de Enfermería, que impartía en un centro privado de València. El pluriempleo era una modalidad por aquel entonces muy habitual dado que las retribuciones eran muy bajas y la estabilidad laboral muy precaria. Algo que se mantiene actualmente en muchos países latinoamericanos. A todo lo cual hay que añadir la formación en Acupuntura que realicé durante casi dos años, yendo todos los sábados a Barcelona. Técnica que estuve aplicando en una de mis clínicas y en una clínica privada de un afamado médico en València. Es evidente que mi coherencia curricular aún quedaba lejos.

Una buena y tristemente desaparecida amiga del Hospital me sorprendió un día diciéndome que me había apuntado al citado concurso de plazas. A mí no me quedaba tiempo disponible para preparar dicho examen y, además, no tenía acumulada puntuación alguna por méritos, lo que hacía que mis posibilidades fuesen prácticamente nulas. A pesar de ello y dada la insistencia de mi amiga nos presentamos al examen, junto a más 4000 personas, en la Universidad Laboral de Cheste (València) en diciembre de 1984. Tras realizar la prueba, me olvidé por completo de esa “aventura”.

En enero de 1985 recibí una llamada de mi amiga para comunicarme que habían salido las listas y que había sacado un 10 en el examen. Ella no lo aprobó, repitiéndose la historia de mis inicios. La alegría inicial pronto se desvaneció dado que la falta de méritos no me permitiría albergar esperanza alguna de obtener plaza, por lo que me volví a olvidar del tema. Pero en febrero me llegó un telegrama a casa, el SMS o WhatsApp de la época, en el que se me citaba en la Dirección Territorial del INSALUD de València para elegir plaza. Aquello sí que fue una sorpresa mayúscula. Nunca me lo hubiese imaginado.

Personado en el lugar indicado quedaban tres plazas por elegir, dos en Monòver y otra en Petrer, ambas en la provincia de Alicante. Finalmente elegí plaza en el CS de Monòver.

Así que ese es el principio de mi recorrido como enfermera comunitaria, aunque mi plaza tuviese la denominación de ATS de APS, que nos perseguiría durante algún tiempo más.

Mi incorporación al CS, aunque debió producirse el 2 de mayo de 1985, no se haría efectiva hasta el 1 de diciembre de 1986 por no estar finalizadas las obras del citado CS. Tras una denuncia presentada por tal motivo, que gané, trabajé en Comisión de Servicio en el recién inaugurado Hospital de Dènia, de julio a diciembre del citado año 1986. Durante ese tiempo me formé como pude, dadas las carencias en formación existentes en dicha materia, en APS. Empecé a incorporar conceptos como Promoción de la Salud, Salud Pública, Diagnóstico de Salud, Historia de Salud, Trabajo en Equipo, Atención Comunitaria, Educación para la Salud, Participación Comunitaria… que lograron desplazar todo mi bagaje y fascinación técnico asistencial adquirido hasta entonces como única formación.

Una vez incorporado al centro, junto a tres enfermeros más (todos ellos varones), para una población de poco más de 12000 habitantes en un municipio con una gran dispersión geográfica por la configuración de su término municipal, con más de 25 pedanías en un radio de más de 22 kilómetros, el poner en práctica los postulados teóricos de ese nuevo modelo se antojaba poco menos que utópico. Más aun teniendo en cuenta la inercia que impregnaba al CS de la antigua Asistencia Médica Primaria que ejercían tres de los cuatro médicos del Equipo junto a un Médico especialista de Medicina Familiar y Comunitaria.

Pero en ese panorama desalentador apareció la que sería mi segunda referente enfermera, Mª Jesús Pérez Mora, que era la responsable enfermera de APS en la Dirección Territorial de la recién creada Conselleria de Sanitat, tras las transferencias recibidas para constituir el entonces denominado Servicio Valenciano de Salud (SERVASA). Su presencia me hizo creer en las hadas madrinas de los cuentos infantiles. No tan solo tenía un conocimiento muy sólido sobre el modelo, sino que además lo trasladaba con un entusiasmo que me contagió de inmediato.

Me incorporé con ella y otras dos enfermeras en el equipo que, desde la Dirección Territorial, diseñamos la organización y desarrollo del trabajo enfermero en APS, desde las conflictivas, por rechazadas por los médicos, Consultas enfermeras. Todo ello combinándolo con la redacción de los entonces sacralizados programas, fragmentados y centrados en la enfermedad, y con la configuración de los Consejos de Salud Municipales como órganos de participación ciudadana.

El cambio hacia APS avanzaba y mientras tanto inicié una formación mucho más específica e intensa en Enfermería Comunitaria, realizando el Diplomado en Sanidad de la Escuela Nacional de Sanidad y dos másteres en gestión.

En 1991, fui nombrado coordinador enfermero del CS e iniciamos un cambio que fue fundamental para el trabajo comunitario. La sectorización y la consiguiente asignación de población supusieron un cambio radical en la concepción de la actividad enfermera que no contó con el respaldo unánime de las propias enfermeras y generó mucho rechazo entre los médicos que lo interpretaron como una amenaza a su protagonismo. A pesar de lo cual logramos instaurar con éxito.

Estos rechazos, de quienes nunca han visto con buenos ojos la profesionalización y autonomía de las enfermeras, nos llevó a unas cuantas enfermeras a constituir en 1994 la que sería la primera Sociedad Científica de Enfermería Comunitaria (AEC)[7] que, sin duda, marcó un antes y un después en la Enfermería Comunitaria y cuya primera presidenta fue Mª Jesús Pérez Mora.

En 1995, me nombraron Director Enfermero del Área de Salud en la que estaba integrado mi CS. Fue una oportunidad para llevar a la práctica todo lo aprendido en mi formación y de mi trabajo junto a Mª Jesús Pérez Mora.

Se trató de una etapa llena de retos, ilusiones, proyectos, oportunidades… que tuve la fortuna de llevar a cabo junto a dos personas clave, José María Hernández Maestre, Director Médico con quien trabajé codo con codo, y con el enfermero, Pablo Martínez Cánovas, que se convirtió en mi mejor aliado de los logros alcanzados. Una etapa de trabajo intenso e intensivo que, sin embargo, me permitió comprobar como se pueden conseguir los sueños cuando crees en ellos y eres capaz de convencer, a quienes te acompañan en el camino a recorrer, de que vale la pena intentarlo a pesar de los bandidos que tratan, permanentemente, de robarte la ilusión y la fe en lograrlo.

Hasta que llega un sicario, un asesino a sueldo, un mediocre, pagado por los responsables políticos del momento -uno de los cuales ocupa nuevamente en la actualidad el máximo cargo al frente de la Conselleria- con el único objetivo de acabar con todo lo logrado y matar a quien lo consiguió. Toda una trama urdida con la máxima mezquindad y la mínima ética.

Tras dimitir como director, regresé al CS de Monòver. Fue un soplo de aire fresco tras los últimos meses de acoso y derribo al que fui sometido. Reencontrarme con la población que se alegraba de mi regreso y me reconocía, fue el mejor antídoto a tanta toxicidad y miseria.

Tras poco más de un año en el centro, con una gestión que estaba acabando con todo lo que significaba la APS, tuve la oportunidad de incorporarme en la Universidad de Alicante a tiempo completo, tras la triste baja por grave enfermedad de mi principal mentora. Fue una decisión difícil pero muy meditada que cambiaría mi vida.

Mi incorporación al Departamento de Enfermería Comunitaria, Medicina Preventiva y Salud Pública e Historia de la Ciencia para hacerme cargo de la docencia de la asignatura “Intervención Comunitaria” me llevó a querer aprender in situ todo lo que hasta entonces tan solo había podido leer. Para ello opté, en 2002, a una beca de la Agencia de Cooperación Internacional (ACI, actualmente AECID[8]), que me concedieron para llevar a cabo una estancia en la Facultad de Enfermería de la Universidad de Antioquia en Medellín (Colombia), con el fin de conocer los procesos de participación comunitaria en dicho país. Sin duda fue una experiencia que me marcó y que marcó mi futuro. Me permitió conocer, además, la Asociación Latinoamericana de Escuelas y Facultades de Enfermería (ALADEFE)[9], en la que me integré en su Consejo Ejecutivo como Vicepresidente de la Región Europea, manteniendo mi vinculación hasta la fecha en diferentes cargos de responsabilidad (Secretario General, Asesor, Cocal de Relaciones Internacionales…), desde la que continúo trabajando para lograr constituir el Contexto Iberoamericano de Enfermería. Siendo, además, el detonante que me llevó a visitar posteriormente y hasta la actualidad la práctica totalidad de países Latinoamericanos, en los que tanto he aprendido.

Me incorporo en la Asociación de Enfermería Docente (AED) como Tesorero, hasta su desaparición en 2006.

La AEC me encargó ser su representante en la Comisión Nacional de la Especialidad de Enfermería Familiar y Comunitaria que debía desarrollar el Programa Formativo de la recién aprobada especialidad[10].

Pero en este fantástico periplo conocí a quien hoy día continúa siendo mi mayor referente enfermero, María Paz Mompart García, con quien he aprendido a sentir y querer, más si cabe, lo que significa SER enfermera.

En 2009 gané las elecciones a la Presidencia de la AEC en la que permanecí hasta 2022, periodo en el que se internacionaliza y logra ser referente en el ámbito nacional e internacional.

Mi tránsito en la Universidad fue una combinación de aprendizaje, pasión por la docencia y descubrimiento de la investigación que tenía que compaginar con la dura y no siempre racional carrera académica. Obtuve el Bachelor por la Hogeschool Zeland de Holanda que me habilitó para acceder a los cursos de Doctorado en Salud Pública, el Doctorado y la defensa de mi Tesis, la acreditación nacional en la que gané mi plaza de funcionario de Carrera Nacional… tras lo que inicié mi incursión en la gestión universitaria de la mano de Ana Laguna Pérez que es también una referente en mi vida profesional. En 2010, ganamos las elecciones a la Dirección de la entonces Escuela Universitaria de Enfermería, desempeñando el cargo de Secretario Académico, desde el que participé en la transformación de la Escuela en Facultad de Ciencias de la Salud. Posteriormente ocupé el cargo de Vicedecano de Enfermería y relaciones institucionales, como paso previo a incorporarme en el equipo rectoral como Director de Secretariado para desarrollar e implementar el Proyecto de Universidad Saludable en 2012 que se convierte en referente nacional e internacional.

Coincidiendo con el 40 aniversario de la incorporación de los estudios de Enfermería en la Universidad, 7 enfermeras creamos el Grupo 40[11]

En 2018 se aprueba y constituye la Academia de Enfermería de la Comunitat Valenciana (AECV)[12] de la soy académico fundador y honorario, formando parte de la primera Junta Directiva como Vicepresidente II.

Es también en 2018 cuando creo Cátedra de Enfermería Familiar y Comunitaria de la Universidad de Alicante (UA), que es la primera en España y que pronto es reconocida por su aportación y visibilización a la especialidad.

En 2020, gana las elecciones a Rectorado de la Universidad de Alicante, Amparo Navarro Faure, siendo la primera rectora de la UA, incorporándome a su equipo como Director de Secretariado de Universidad Saludable y presidente del Comité de Seguridad y Salud de la UA. Ello me permite continuar el proyecto iniciado en 2012 y llevar a cabo una Intervención Enfermera en toda regla para lograr que la UA sea un espacio Saludable, Sostenible, Accesible e Igualitario.

En 2023, creamos la Alianza Española de Sociedades Científicas Enfermeras (ALESCE) en la que soy elegido presidente.

En noviembre de 2024, tras las elecciones a Rector/a, sale reelegida Amparo Navarro Faure que me ratifica en el puesto de Director de Secretariado a pesar de conocer que a finales de marzo de 2025 me jubilaba, lo que significa un reconocimiento importante que valoro en gran medida.

Y ese momento ha llegado y por eso he querido hoy dedicar este espacio de reflexión a mi recorrido profesional, que está íntimamente ligado a mi recorrido vital. No con ánimo de relatar logros o fracasos, sino simplemente con la intención aséptica de recordar lo sucedido, lo vivido, lo aprendido. Han transcurrido 50 años desde que iniciase el camino con unos estudios que escondían, deformaban y manipulaban lo que, con el tiempo y gracias a excelentes referentes que aún conservo en mi memoria y en mi corazón, descubrí y me permitió querer, creer y crecer como enfermera.

Pasé de la casualidad a la causalidad para darme cuenta que no se trataba de ser enfermera para vivir, sino de vivir para ser la mejor enfermera posible.

No digo que lo haya conseguido. En cualquier caso, no me toca a mí valorarlo. Lo que sé a ciencia cierta es que nada de lo recorrido, de lo logrado, de lo sentido, hubiese sido posible sin esa convicción que fue aumentando con el paso del tiempo y que, gracias a lo vivido, bueno y malo, me permitieron valorar lo mucho que significa ser enfermera. Porque como Enfermera he tenido el privilegio de participar en importantísimos cambios de la Enfermería que, solo el tiempo transcurrido, me permiten valorar en su justa medida con satisfacción y orgullo.

Ahora que llega el momento de disfrutar de otra etapa vital, que he sido yo quien ha elegido cuando iniciarla, sin apurar hasta no poder seguir por imperativo legal o de salud, ahora, es tiempo de seguir aprendiendo, creciendo, sintiendo y, sobre todo, agradeciendo por todo lo que tantas personas, enfermeras o no, me han aportado en estos años. Desde otro nivel, otra mirada, otro ritmo, otra actitud. Ni mejor ni peor, tan solo diferente, pero conservando, eso sí, idéntica pasión por aquello que me ha hecho y me sigue haciendo feliz, ser enfermera.

Gracias a las/os estudiantes que han sido mi motor e inspiración para transmitirles lo que es y significa ser y sentirse enfermeras. A las personas, sanas o con problemas de salud, con las que he compartido, consensuado, hablado, escuchado… desde el respeto y la admiración. A quienes, sin ser enfermeras, me han transmitido el valor y el dolor del cuidado prestado. A las enfermeras que me han enseñado lo que significa y aporta cuidar profesionalmente. A las/os docentes con quienes he compartido la importancia del aprendizaje enfermero en valores, humanista y científico. A las/os gestoras/es con quienes he descubierto la importancia del liderazgo. A investigadoras/es nacionales e internacionales con quienes he trabajado por mejorar la calidad de nuestros cuidados generando evidencias científicas. A quienes me han herido, ignorado o malinterpretado, porque me han hecho más fuerte. Y, en general, a cuantas personas con las que he interactuado en alguna ocasión en la reflexión, el análisis, el debate… para mejorar la salud de personas, familias y comunidad.

Accedo a mi jubilación con alegría. Sabiendo que, en ningún caso, significa parálisis inacción, pasividad, abandono, olvido… porque como dijese Gabriel García Márquez[13], “No es cierto que la gente deja de perseguir sus sueños porque envejecen, envejecen porque dejan de perseguir sus sueños”, y yo, como me siento muy joven, quiero seguir persiguiendo mis sueños para alcanzarlos y disfrutarlos.

Desde esa puerta abierta que estoy a punto de cruzar, comparto unos versos de la canción de Jorge Drexler, “Todo se transforma”, que creo sintetizan todo aquello que ahora mismo siento.

… Porque cada uno da lo que recibe

Y luego recibe lo que da

Nada es más simple

No hay otra norma

Nada se pierde

Todo se transforma

Supe que de algún lejano rincón

De otra galaxia

El amor que me darías

Transformado volvería

Un día a darte las gracias

… Cada uno da lo que recibe

                                                    MUCHAS GRACIAS

[1]  Abogado, activista contra el apartheid, político y filántropo sudafricano que presidió el gobierno de su país de 1994 a 1999. (1918-2013)

[2] Martínez-Riera, JR. Salir del armario. La difícil decisión de asumir una nueva identidad. De ATS. a Enfermera. Rev ROL Enferm, 27, 2004; (10): 58-64

[3] https://www.paho.org/es/documentos/declaracion-alma-ata

[4] https://www.boe.es/buscar/act.php?id=BOE-A-1986-10499

[5] https://www.boe.es/buscar/doc.php?id=BOE-A-1984-7879

[6]chromeextension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/https://www.boe.es/boe/dias/1984/07/05/pdfs/A19736-19736.pdf

[7] https://www.enfermeriacomunitaria.org/web/

[8] https://www.aecid.es/

[9] https://www.aladefe.net/

[10] https://www.boe.es/buscar/act.php?id=BOE-A-2005-7354

[11] https://grupo40enfermeras.org/

[12] https://www.academiaenfermeriacv.org

[13] Escritor, guionista y periodista colombiano (1927-2014)

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