Ya hace más de veinticinco años que se inició lo que se vino en denominar la reforma de la Atención Primaria de Salud en nuestro país. La declaración de Alma Ata supuso un punto de inflexión en la organización de los sistemas sanitarios de muchos países, entre los que se encontraba el nuestro.
Se pasaba de un modelo de asistencia médica primaria a un modelo de atención primaria de salud en el que sin duda uno de las principales características consistía en el trabajo multidisciplinar que favorecía el trabajo en equipo y la autonomía profesional de los diferentes colectivos que los integraban.
Para que el “nuevo modelo” se desarrollase con éxito y consiguiese modificar el paradigma asistencialista, biologicista, medicalizado y centrado en la enfermedad por otro integral, integrado y continuado, centrado en la salud, se pensó que quienes mejor podían impulsarlo eran las enfermeras. Y las enfermeras, como siempre, no miraron hacia otro lado y asumieron la responsabilidad, aún a pesar de las graves deficiencias de formación, información y recursos con los que contaron. Esta decisión no estuvo exenta de polémicas, agravios y enfrentamientos que no siempre se supieron resolver adecuadamente y con los apoyos necesarios por parte de quienes habían trasladado dicha responsabilidad. Sin embargo, el tiempo y los resultados pusieron a cada cual en su sitio y la comunidad empezó a identificar claramente cuál era el rol de la enfermera en el ámbito comunitario.