Cuando aún resuenan las miles de voces que, en pacíficas y multitudinarias manifestaciones, el pasado 8 de marzo, reivindicaban igualdad y respeto, para todas las mujeres, cabe preguntarse si tan necesaria como importante movilización trasciende más allá de la fecha elegida para su celebración.
Sin duda resulta necesario visibilizar, con acciones como las celebradas, la inquietud, demanda, derecho, justicia, igualdad, respeto… a los que tienen derecho las mujeres en igualdad de condiciones que los hombres.
Sin embargo, tengo la sensación de que este tipo de manifestaciones acaban por naturalizarse, entre la población sin que realmente tenga el efecto que sería deseable. Al mismo tiempo su repercusión y difusión es aprovechada de manera oportunista y partidista por quienes las identifican como una opción política, politizándolas y desvirtuándolas, al desplazar el foco de atención de la mujer y sus reivindicaciones, a los intereses particulares de sus respectivas formaciones que, casi nunca están centrados en las mujeres y sus derechos. La igualdad reclamada, por lo tanto, se transforma en confrontación, a costa de las mujeres y contra las mujeres. Por lo tanto, no favorece la necesaria sensibilización ciudadana sobre un tema tan trascendental y que sigue provocando consecuencias tan negativas y peligrosas sobre las mujeres en particular como sobre sociedad en general.
No soy quien para realizar análisis que requieren una profundidad y conocimientos de los cuales no dispongo y que pueden llevar a realizar planteamientos que no tengan el necesario rigor.
Pero considero que sí estoy en disposición de reflexionar sobre las consecuencias que la desigualdad de género tiene sobre las enfermeras y la enfermería.
A pesar del aparente y significativo avance de la enfermería como disciplina y profesión y de las enfermeras como profesionales en los diferentes ámbitos de atención, la realidad es tozuda y sigue mostrando importantes desigualdades con relación a una y otras. La profesión enfermera arrastra una carga simbólica, relacionada con una lectura tradicional de lo femenino, que influye en la feminización del colectivo profesional, sufriendo similares consecuencias de desigualdad y falta de respetos que las mujeres.
Con relación a la Enfermería, como disciplina, es cierto que ha logrado equipararse al resto de disciplinas universitarias y acceder a los máximos niveles académicos. Sin embargo, su rol en las Universidades sigue siendo residual y en ocasiones, incluso, subsidiario. Algo parecido a lo conseguido por las mujeres en la sociedad.
Con la implantación de los títulos de grado, por ejemplo, las escuelas de enfermería debían pasar a convertirse en facultades. En esos momentos se consideró, que esa aparente igualdad nos otorgaba ya un trato de idéntica igualdad con disciplinas con mucha más trayectoria e incluso que el logro alcanzado ya no requería un esfuerzo de visibilidad que, erróneamente, creímos alcanzado. Así fue como algunas Escuelas pasaron a denominarse Facultades de Ciencias de la Salud en las que se integraban otras disciplinas como Podología, Fisioterapia… quedando oculta la imagen enfermera en una denominación que si bien parecía generar integración e igualdad, lo que realmente estaba logrando era invisibilizar, una vez más, la identidad propia de Enfermería, desde un discurso de normalización tan falso como engañoso.
Pero con ser grave este hecho, no fue el mayor. En aquellas universidades en las que convivían Medicina y Enfermería y otras disciplinas de Ciencias de la Salud, se llegó a la salomónica decisión de generar la Facultad de Medicina para el grado de Medicina y la Facultad de Ciencias de la Salud para el resto de grados de Ciencias de la Salud. Dicha organización impuesta y consentida consiguió mantener las diferencias entre unas disciplinas y otras al quedar segregada Medicina de Ciencias de la Salud como si no fuese con ellos e integrarse en la extraña denominación de Ciencias de la Salud el resto de disciplinas con la consiguiente invisibilización.
Por último, algunas escuelas no tan solo no se convirtieron en Facultades, sino que pasaron a integrarse como departamentos, en el mejor de los casos, o como secciones departamentales en Facultades de Medicina como las antiguas escuelas de ATS.
Tan solo unas pocas se salvaron de esta anómala distribución quedando como Facultades de Enfermería y, por tanto, manteniendo su denominación y visibilidad.
El hecho para nada es casual y obedece a planteamientos de poder y de desigualdad que ni las propias escuelas de enfermería y sus docentes supieron o quisieron identificar como un riesgo evidente, ni los equipos de gobierno de las universidades quisieron ordenar en una nomenclatura tan heterogénea como, en muchas ocasiones artificial y anacrónica.
Pero más allá de las denominaciones de los centros, las desigualdades son patentes en cuanto a la representatividad de las enfermeras en los equipos de gobierno de las Universidades. Ocupar alguna vicerrectoría es algo anecdótico a pesar de que en prácticamente todas las Universidades españolas existen centros de enfermería, que quedan relegados en cuanto al reparto que las universidades españolas establecen y que eufemísticamente denominan de equilibrio entre centros y del que, curiosamente, siempre estamos ausentes. El poder de los centros ejerce un patriarcado que excluye sistemáticamente a las enfermeras de los órganos de decisión.
La Universidad, sin embargo, es un escenario más amable con las enfermeras de lo que es el Sistema Sanitario, en el cual la desigualdad es tan evidente como incomprensible. Como dijo la feminista Gloria Steinem, una profesión se valora menos cuando tiene aproximadamente una tercera parte de mujeres, como es el caso que nos ocupa de enfermería.
Las enfermeras en las organizaciones sanitarias tienen un claro techo de cristal que son las direcciones enfermeras, las cuales tienen una capacidad de maniobra muy desigual y en ocasiones limitada en función de la consejería de la que dependan y, que va a estar determinado por la presión que el lobby médico ejerza sobre el poder político, para que realmente tengan autonomía, capacidad de maniobra y de toma de decisiones.
Como sucede en las universidades el acceso a los organigramas de las consejerías se limita, en el mejor de los casos y salvo honrosas excepciones, a asesorías sin ninguna capacidad en la toma de decisiones. El nombramiento de altos cargos como direcciones generales o secretarías está vetado con la argucia administrativa de que la titulación de enfermera está catalogada en los servicios de hacienda como A2 y para acceder a ellos se precisa estarlo como A1, algo que no sucede en el ámbito académico si quiera y que cuando existe voluntad política se puede corregir sin necesidad de aprobar ningún Real Decreto.
Es decir, una enfermera que puede tener una especialidad, un máster e incluso un doctorado no puede ser nombrada directora general, por no ser personal A2, al contrario de lo que sucede, por ejemplo, con un biólogo, un psicólogo, un economista o un abogado, que con tan solo disponer del título de grado puede acceder a dichos puestos, al ser A1. Y esto no tiene absolutamente ninguna otra lectura, ni respuesta, ni argumento, ni evidencia que el hecho de comparársenos a los médicos que son A1, con el único e inexplicable objetivo de establecer diferencias entre unos y otras. Es decir, el poder médico ejerce una clara discriminación hacía las enfermeras como profesionales, evitando el acceso en igualdad de condiciones de capacidad y mérito a los puestos que se reservan para ellos o para quienes no identifican como “rivales” y que son mucho menos numerosos.
Pero es que, en muchos centros de salud, por ejemplo, las enfermeras no pueden ser Coordinadoras de Equipo por su condición de enfermera, teniendo acceso a dichos puestos exclusivamente los médicos y quedando las coordinaciones de enfermería con dependencia funcional de dichos coordinadores de Equipo.
El cuidado enfermero es científico y profesional y, por tanto, no puede continuar relegado a la valoración doméstica o de asignación por cuestión de género que actualmente aún se hace y que impide que no esté reconocido ni institucionalizado, contribuyendo a la discriminación de quienes lo prestan, las enfermeras, al llevar implícita una clara relación de subordinación.
El acceso a comisiones de investigación de ética, de formación… en muchos casos también queda limitada cuando no anulada, por entender que tienen poco que aportar a las mismas.
En las Unidades Docentes de Formación especializada y gracias a la transformación en Unidades Multiprofesionales en las que se integran las especialidades enfermeras afines a las médicas (Atención Familiar y Comunitaria, Geriatría, Pediatría…) las enfermeras tienen una representación anecdótica e intrascendente como Subdirectoras de la Especialidad correspondiente en el seno de dichas Unidades Multiprofesionales y sin capacidad real, aunque si normativa, de acceder a los puestos de Dirección o Jefatura de estudios que quedan reservados para los médicos, lo que acaba teniendo una clara influencia en la Formación de las residentes de enfermería que siempre quedan supeditadas, por número, a lo que convenga para la formación de los residentes médicos. Una nueva y clara discriminación y desigualdad para las enfermeras.
Por último y no menos importante son los accesos a cargos ministeriales donde la ausencia de enfermeras es total en todos los ministerios, siendo especialmente sangrante el caso del Ministerio de Sanidad, donde incluso en el último Consejo Asesor de la Ministra, tan solo existe una enfermera que ni tan siquiera ejerce como tal al ser abogada y hacerlo como profesora universitaria en la Facultad de derecho de una universidad.
Pero más allá del acceso a puestos de responsabilidad, las enfermeras sufren discriminación, acoso y desigualdad en sus puestos de trabajo habitualmente con permanentes cuestionamientos a sus capacidades y competencias cuando no limitaciones a aquellas competencias para las que no tan solo están perfectamente capacitadas, sino que cuando se les ha permitido desarrollarlas han demostrado ser más eficaces y eficientes que otros profesionales. Lo que sin duda es una de las principales causas para que se les impida ejercerlas.
Se puede decir que es tratar de buscar los tres pies al gato el asimilar la situación planteada con el feminismo, el acoso a la mujer e incluso la violencia a la mujer. Pero es que las similitudes son tantas que lo que realmente cuesta es abordarlo desde otra perspectiva que no sea esa.
Se trata de una violencia estructural, corporativista y organizativa. Pero violencia, al fin y al cabo, al representar la anulación de igualdad de oportunidades a través de normas, comportamientos y regulaciones que discriminan y anulan la igualdad por razón de género, al ser identificada, asumida e interiorizada social y corporativamente enfermería como femenina y a las enfermeras como las mujeres que la integran. Cualquier otro planteamiento o justificación son única y exclusivamente argumentos creados, sustentados y mantenidos artificialmente por las administraciones por criterios exclusivamente patriarcales derivados del lobby médico que aún hoy prevalece e impregna de estereotipos y tópicos la imagen enfermera y su capacidad real de respuesta y que son absolutamente anacrónicos con relación a la realidad social, académica y profesional de las enfermeras actualmente.
Si a todo lo ya comentado añadimos el flaco favor que la Real Academia de la Lengua (RAE) hace con sus trasnochadas decisiones con relación a la enfermería y las enfermeras y los “favores” que a otras disciplinas realiza con asombrosa cortesía y generosidad, contrariamente a lo que hace con nosotras. Y para muestra un botón. Recientemente ha incorporado en “su” diccionario el que a los dentistas se les denomine Doctor, tal como recogen en su punto 3 de la referencia al dentista “3. m. y f. Médico u otro profesional especializado en alguna técnica terapéutica, como el dentista, el podólogo, etc. U. frec. como tratamiento. Doctor, ¿cuándo notaré mejoría?” A nosotras, las enfermeras, no tan solo no se nos reconoce, sino que se nos ningunea permanentemente la denominación que nos otorga un título académico que poseemos. Una vez más tan solo exigimos lo que nos corresponde y no como los dentistas que se les otorga por deferencia, gracia o gratitud.
No es un lamento, ni una queja, ni una pataleta. Se trata de una reivindicación legítima a un derecho de igualdad y de eliminación de las barreras que impiden que las enfermeras puedan tener los mismos derechos que cualquier otro profesional, al igual que se les exige ya, idénticos deberes y obligaciones.
Por ello resulta necesario seguir reivindicando una igualdad que por derecho y mérito nos corresponde a las enfermeras y que sistemáticamente se nos niega por razón de género. Pero las enfermeras, como sucede con las mujeres en la sociedad, no quieren privilegios ni concesiones. Tan solo exigen respeto e igualdad
Como los hombres con relación al feminismo, son muchos los médicos que entienden, apoyan y acompañan a las enfermeras en esta demanda. Pero aún prevalecen los discursos excluyentes, prepotentes, egocéntricos y descalificadores de otros que, además, ocupan cargos de relevancia en organizaciones e instituciones que siguen teniendo impacto cuando no influencia en la modificación de estos comportamientos que perpetúan el machismo profesional con graves consecuencias tanto para las víctimas, las enfermeras, como para la sociedad que se ve privada de aportaciones valiosas que pueden y saben ofrecer las mismas.
Por último, la masculinidad enfermera aún no ejerce la influencia positiva que de ella cabe esperar, en el seno de la profesión enfermera, al no haberse desprovisto del machismo con el que las enfermeras hombre se incorporan a enfermería y que impide integrar con naturalidad su aportación masculina.
La desfeminización de la enfermería no se agota con la sola presencia de hombres, sino con la deconstrucción del cuidado enfermero como algo propiamente femenino, inscrito también en lo masculino y que es identificado por el hombre enfermera como vulnerabilidad. La fortaleza, por tanto, pasa por que el hombre asuma dicha vulnerabilidad y, que, desde su masculinidad, construya su propio resurgir y su supuesta victoria en un ámbito femenino en el que, actualmente aún, se siente vencedor y dominador, desde la ética del cuidado y la feminidad del mismo. Es decir, tiene que lograse una masculinidad renovada que aproveche el espacio que le ofrece lo feminizado para, o bien construirse desde lo femenino, o bien proponer y negociar otras formas de hacer/ser hombre enfermera apoyadas en la reapropiación de los cuidados, desde el cuidado.
Mientras tanto deberemos seguir en alerta permanente para protegernos y para lograr que se reconozcan nuestros derechos como enfermeras y como enfermería en este sistema patriarcal y machista de la sanidad.
Ruiz-Cantero MT, Tomás-Azna, C, Rodríguez-Jaume MJ, Pérez-Sedeño E, Gasch-Gallén A. Agenda de género en la formación en ciencias de la salud: experiencias internacionales para reducir tiempos en España. DOI: 10.1016/j.gaceta.2018.03.010
Celma Vicente C, Acuña Delgado, M. Influencia de la feminización de la enfermería en su desarrollo profesional. Revista de Antropología Experimental, 2009. 9: 119-136.
Escamilla Cruz NE, Córdoba Ávila MA. Los hombres en enfermería. Análisis de sus circunstancias actuales. Rev Conamed. 2011; 16 (Sup 1): S28-S33
Buen artículo José Ramos.
Dónde están nuestros colegios profesionales, sindicatos, las propias enfermeras, para luchar firmemente porque tengamos el espacio y reconocimiento como cualquier otro graduado?
Tengo un blog al respecto, se llama enfermeriayfeminismo.wordpress.com. Llevo ya un tiempo que me di cuenta de esta problemática y me dio mucho gusto leer que hay más gente en la misma sintonía! un abrazo sororo, colega. Voy a postear esta entrada en nuestra fanpage del face!
Muchas gracias Diana.
Será un placer seguir en contacto