Llevamos siete meses de pandemia oficial en nuestro país y casi un año desde que se iniciase en Wuhan (China). La sorpresa y la incertidumbre han sido las compañeras de viaje del virus COVID 19. Nadie le eligió, ni le votó, ni le llamó… se presentó sin más y logró hacerse hueco, poco a poco, de manera silenciosa, aunque implacable, en la mayoría de países de nuestro planeta.
Los profesionales sanitarios, los de servicios esenciales, los científicos, los políticos y la propia ciudadanía fueron sistemáticamente burlados, atacados y desbordados por el virus que nadie conocía y que ya nadie desconoce.
Los contagios, la enfermedad, el confinamiento, la alarma, la incredulidad, la muerte… se mezclaban en un cúmulo de cifras, datos, estadísticas, muchas especulaciones y escasas certezas, que poco a poco fueron generando una red de desconfianza que ni los aplausos, ni las evidencias, ni las medidas sugeridas o impuestas, eran capaces de salvar para lograr la tan necesaria unidad de acción.
El tiempo, inexorable y relativo al mismo tiempo, corría demasiado para algunas cuestiones o se detenía de manera exasperante para otras, uniéndose al ataque vírico y marcando cronológicamente su aparente avance o parálisis.
La ciencia, por otra parte, trataba de encontrar respuestas al enigma que portaba el virus, mientras las interpretaciones, las conjeturas y los planteamientos iniciales se adelantaban a la falta de evidencias que permitiesen concretar las acciones adecuadas, tanto sanitarias como sociales.
La paciencia, procuraba contener la alarma, la inseguridad y la desconfianza, en un intento permanente por dar respuesta a los envites constantes de un virus que modificaba su comportamiento de manera continua.
Los medios de comunicación, intentaban contribuir a la información serena y veraz, pero sucumbían con frecuencia al espectáculo de la farándula pseudocientífica, dando rango de verisimilitud a bulos y mentiras interesadas.
La ciudadanía, diversa y expectante, obedecía las indicaciones de aislamiento y seguridad esperando la anunciada nueva normalidad, entre aplausos o caceroladas.
La política, convulsa e inestable, trataba de serenarse y asentarse para dar respuesta unitaria a la magnitud del ataque con medidas excepcionales y mensajes sin fisuras.
Pero el COVID 19, logró algo mucho más mortífero, si cabe, que su propia carga vírica. Logró que los profesionales se agotasen, que el tiempo luchase contra la paciencia, que la ciencia dudase de la evidencia, que los medios de comunicación se dejasen arrastrar por las audiencias, que la ciudadanía desconfiase de lo que se le indicaba y, sobre todo, que la política se dejase mancillar por aquellos políticos interesados en provocar un espectáculo de confrontación y de pulso permanente centrado en el oportunismo interesado, partidista y personal, que se aleja del interés común de la ciudadanía que asiste atónita al espectáculo y debilita su responsabilidad individual y colectiva ante los mensajes contradictorios, incoherentes y alejados de la evidencia científica de los políticos.
Así pues, a la pandemia de la COVID 19 se une otra pandemia que actúa como potenciadora de los efectos colaterales de la primera y que es mucho más nociva que la propia pandemia vírica.
La ignorancia, la mediocridad, la arrogancia, la incapacidad, la altanería, la soberbia, la intransigencia, el egocentrismo, la hipocresía y el cinismo, configuran una carga mortífera de irracionalidad, incoherencia, absurdidad, inconsistencia y patetismo que acompañan a los posicionamientos políticos desde los que, con total despropósito, quieren convencer a la ciudadanía de que pretenden tomar decisiones que les protejan de la pandemia. Lo que, por una parte, supone demostrar un desprecio absoluto por la inteligencia de la ciudadanía y, por otra, una total indiferencia por el bien común en favor del bien personal, aunque ello suponga poner en riesgo la salud comunitaria.
La reacción que esta situación genera, aunque ilógica e injustificable, es la del inconformismo reaccionario de la población que no tan solo cuestiona las medidas de protección, sino que incluso, las rechaza desde un posicionamiento negacionista a la lógica y la ciencia. Por su parte hay quienes aprovechando el desconcierto tratan de obtener el mayor rédito posible con peticiones que escapan a lo lícitamente exigible y entendible, pero que son acompañadas de manera interesada y oportunista por los mismos políticos reaccionarios que hacen uso de la justicia incorporándola como arma arrojadiza, no contra el virus, sino contra el que consideran enemigo político.
Esta especie política tan peligrosa y dañina no es exclusiva de nuestro país y, como el propio COVID 19, se extiende de manera muy preocupante por muchos otros estados que sufren similares posicionamientos políticos que se incorporan como verdaderas pandemias.
Ante la pandemia de la COVID 19, siempre vamos a tener la esperanza de que la ciencia logre hacerle frente y neutralizarla mediante la generación de vacunas o de otras acciones científicas.
Ante las pandemias coadyuvantes de esta y de otros posibles problemas de salud o sociales, tan solo nos queda la esperanza de que la democracia y la libertad puedan neutralizar, con la fuerza de los votos de la ciudadanía y el inconformismo basado en el pensamiento crítico y la coherencia social, a sus principales agentes nocivos, sustituyéndolos por políticos que centren sus esfuerzos en el bien común y no en el interés personal, mercantil o mediático.
Son vacunas diferentes, sin duda. Pero ambas son imprescindibles si realmente queremos vencer la intransigencia, el totalitarismo y el negacionismo de la libertad de quienes amparándose en la democracia la fagocitan y la destruyen para ejercer e imponer el poder exclusivo y excluyente y poner en riesgo la salud colectiva.
Es preciso identificar y asumir la importancia de vacunarse de ambas pandemias si queremos recuperar algún tipo de normalidad.