Tras el desastre de la 2ª guerra mundial se inició la reconstrucción de la Europa arrasada, empobrecida y vulnerable. Podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que fue un verdadero ejemplo de resiliencia de las poblaciones de los países afectados. España, en plena posguerra civil no pudo contagiarse de esa resiliencia por razonas obvias, aunque se trate de borrar de la memoria colectiva. Se iniciaba, por tanto, la construcción de lo que vino en llamarse el Estado de Bienestar en respuesta a las políticas keynesianas de la Alemania nazi.
Se trataba básicamente de que los estados proveyeran servicios en cumplimiento de los derechos sociales a la totalidad de los habitantes de un país, es decir, universalizando los mismos.
España, aunque con bastante retraso, también acabó desarrollando el Estado de Bienestar.
Sin embargo, las crisis económicas, las políticas neoliberales y los cambios en la sociedad actual con una clara tendencia al individualismo, la inmediatez y a la pérdida de solidaridad han hecho que progresivamente se fuesen debilitando los pilares fundamentales en los que se asentaba el Estado de Bienestar, lo que, además, ha sido aprovechado por la resurgida ultraderecha con discursos populistas, demagógicos y cargados de prejuicios, tópicos y estereotipos contra todo aquello que da valor y consistencia al Estado de Bienestar y a todo lo que consideran “malo” por el simpe hecho de ser diferente a sus planteamientos dogmáticos y autoritarios.
Esta tendencia, o tendencias, por tanto, han ido calando en la comunidad provocando relajación, confusión, conformismo… unidos a posicionamientos racistas, xenófobos, homófobos, sexistas, machistas, egoístas, excluyentes… que se han ido naturalizando e interiorizando de manera alarmante entre la población más joven acompañando a mensajes nacionalistas radicales que recuerdan etapas históricas terribles que no han sido adecuadamente transmitidas e incorporadas en su joven y fértil mente, demasiado ocupada con el bombardeo de información líquida circulante en las redes sociales, es decir, aquella información no verificada, sustentada o confirmada; a diferencia de la información sólida, entendida como información documentada, razonada y enriquecida que comprueba su veracidad.
Cada vez más las noticias son captadas e interiorizadas a través de las opiniones de terceros en redes sociales. Los influencers adquieren credibilidad, per se, o como consecuencia del número de visitas, descargas o “like” que reciben.
La imagen y el culto al cuerpo se incorporan como las nuevas tendencias a seguir y conseguir, generando el rechazo a todos aquellos que se alejan de los patrones que se establecen como óptimos para ser aceptado.
El consumismo líquido, es decir, el que se realiza compulsivamente a través de redes o internet sin criterios de calidad contrastada, contribuye además a la precariedad laboral de quienes se incorporan como mediadores necesarios, pero explotados, en la cadena de producción y distribución de los productos adquiridos por impulso más que por necesidad.
El conocimiento pierde crédito en favor del postureo artificial, la astucia y la superficialidad, aderezadas con el discurso zafio, descalificador, ofensivo y sin fundamento, que supera a quienes optan por el estudio, la reflexión, el análisis, el pensamiento crítico y el respeto.
Todo ello supone una adición de factores que favorecen la individualización de todo. La modernidad cambió las reglas. La teoría crítica que defendía el individualismo ante el Estado que en esa época oprimía todo, ahora lo impregna todo.
Hemos pasado de hablar de personas a hacerlo de individuos porque todo se ha individualizado y cada individuo debe asumir, como consecuencia, el destino de lo que le pase o no.
Desde esta perspectiva individualista y de inmediatez la mayor preocupación de los individuos que componen la sociedad actual es cómo prevenir que haya una solidez en los planteamientos que lleguen a ser tan sólidos que impidan cambiar el futuro y en base a ello luchan para que no suceda, favoreciendo posturas radicales de quienes se configuran como salvadores del destino, aunque ello conlleve rupturas radicales con las relaciones sociales, familiares, con nosotros mismos o con lo que tanto esfuerzo logró establecerse, como por ejemplo el Estado de Bienestar, como si el mismo tuviese o padeciese del mismo mal al que se ha sometido aquello que consumimos, es decir, la obsolescencia programada o la fecha de caducidad
La inmediatez hace que nada sea contemplado con perspectiva de futuro, con sosiego, con análisis… porque se entiende que nada es duradero y en nada podemos influir para cambiarlo, esperando que todo cambie con la aparición de nuevas oportunidades que sustituyan a las existentes, pero sin que nuestra intervención se considere ni necesaria ni posible al creer que todo es casual y no causal.
En base a este planteamiento social se reclama flexibilidad para no comprometerse con nada para siempre y estar preparado a cambiar en cualquier momento de actitud, de comportamiento e incluso de ideas para adaptarse al cambio que se presenta como inevitable pero sin que podamos participar en el mismo, tan solo adaptarnos a él, aunque ello conlleve renunciar a derechos que hasta ahora se habían considerado irrenunciables, constituyéndonos nosotros mismos, como personas, bueno no, como individuos, intercambiables.
Se produce, por tanto, un efecto líquido, en el que el más ligero movimiento cambia la forma que dicho líquido tenía en reposo.
Y todo esto, sin duda, influye en las actuaciones que, como enfermeras, tenemos con las personas a las que atendemos. La modernidad líquida de la que hablamos hace que los comportamientos, las relaciones, los consensos, la propia comunicación, adquieran una velocidad que impide, en muchas ocasiones, que se establezcan relaciones con continuidad en el tiempo y sustentadas en valores tales como la solidaridad, la equidad, la libertad, la democracia… que deberían estar presentes de manera inalterable, sólida, en nuestras actuaciones enfermeras, a través de la promoción de la salud o la prevención de la enfermedad. Pero al no poder dar respuestas inmediatas a las exigencias que plantea la sociedad, la situación nos arrastra cada vez más a planteamientos asistencialistas, medicalizados y altamente tecnificados en los que las relaciones humanas y los comportamientos saludables son contemplados como rígidos, inalterables y poco adaptativos a una sociedad cambiante y con fechas de caducidad en muchos de sus componentes.
Esta liquidez influye de manera determinante en el abordaje de los múltiples problemas de salud que la propia modernidad líquida genera y paradójicamente perpetua.
Se pasa del Estado de Bienestar a un nuevo Estado más adaptativo, inmediato y aparentemente ideal como es el Estado de Bien Estar. Lo importante no es el conjunto sino lo que a cada cual como individuo le permita estar bien, aunque ello no suponga sentirse bien y mucho menos saludable y con indiferencia hacia lo que le sucede “al otro”.
Los abordajes puntuales, esporádicos, finalistas y deterministas que, sobre problemas como la violencia de género, la soledad, la cronicidad, la obesidad, el acoso laboral, la pobreza, la migración, la vulnerabilidad… se llevan a cabo desde una absoluta falta de planificación que requiere, claro está, de cierta solidez, haciendo que los mismos sean fallidos, ineficaces e ineficientes en un sistema de salud que se ha contagiado de la modernidad líquida y por tanto de la inmediatez de resultados que del mismo se reclama. Se actúa sobre la herida, el síntoma, la agresión, la enfermedad… pero no sobre los factores, condicionantes, determinantes… que las generan o provocan. Focalizando en lugar de ampliando, simplificando en lugar de generalizando, disgregando en lugar de integrando, individualizando en lugar de colectivizando.
El Estado de Bien Estar, finalmente, acaba por incorporarse en todos los ámbitos de nuestra sociedad y ello conduce inexorablemente a la generación de zonas de confort. Pero no zonas de confort asimilables a contextos saludables donde desarrollar nuestra actividad en condiciones óptimas, que son muy deseables, sino a zonas en las que impera el conformismo, la desmotivación, la inacción, la falta de compromiso… de profesionales que se instalan en estas zonas desde las que dar respuestas inmediatas, aunque las mismas no tan solo no solucionen los problemas sino que los aumentan o cronifican, favoreciendo la individualización a sus actuaciones lo que incide de manera muy significativa en el precario trabajo en equipo. La ética de mínimos, por tanto, sustituye a la ética de los cuidados, para parecer que se hace lo que, en realidad, se deja de hacer. Todo ello conduce a una ausencia de intervenciones en la comunidad que favorezca la participación activa en la toma de decisiones, aunque se generen figuras artificiosas, como las del paciente experto, que no dejan de ser un ejemplo más de individualismo enmarcados en procesos pseudoparticipativos.
Las enfermeras tenemos pues un reto importante en esta modernidad líquida en la que nos movemos y en la que debemos tratar de evitar ahogarnos. Nuestro paradigma, desde el que no debemos renunciar a actuar, contempla abordajes integrales, integrados e integradores que precisan de cierta solidez para lograr los resultados esperados a través del consenso necesario con las personas, que no individuos, las familias y la comunidad con quienes interactuamos. Ello no nos sitúa en la rigidez ni en el inmovilismo, sino en la templanza necesaria para adaptarse a los cambios que en toda sociedad se producen, y para los que se requiere de unos tiempos y unas políticas que no se conceden desde la política que se practica y favorece la modernidad líquida en la que tratan de diluir los problemas para enmascararlos y que no sean percibidos en su verdadera dimensión.
No nos damos cuenta, o si, del riesgo que asumimos al no dar valor a nuestros cuidados, dejando que la inteligencia artificial, la robótica, la tecnología… sustituyan el pensamiento crítico por el pensamiento único, la reflexión por la asunción, el análisis por la regla, la diversidad por la estandarización, el debate por la confrontación, el rigor por la simpleza, el respeto por el desprecio, la empatía por la simpatía… y, en definitiva, el cuidado humano por la respuesta mecánica. No se trata de impedir el progreso y el desarrollo, sino que el mismo no acabe por superarnos como enfermeras y como personas, con todo lo que ello puede significar. Humanizar la atención, que parece acaba de descubrirse como algo nuevo, pasa por tener en cuenta también todo esto. Lo contrario nos sitúa donde George Orwell o Aldous Huxley, nos situaron hace muchas décadas con sus obras, 1984 y un mundo feliz, respectivamente.
Las enfermeras comunitarias debemos constituirnos en verdaderas artífices de las respuestas que se requieren, aunque para ello debamos nadar contracorriente en la liquidez social imperante. Quien no sepa o no quiera hacerlo corre el riego de perecer ahogada o lo que es peor arrastrada a la orilla equivocada donde perderá toda su identidad y valor.