DISCURSO ENFERMERO

Las palabras, como decía Von Schiller «…son siempre más audaces que los hechos»[1]. Así pues, hago uso de tanto de la palabra como de su audacia para realizar un sincero análisis de la realidad, por contemporánea que no por irrefutable, de la Enfermería a través del lenguaje que se utiliza. Sabiendo, por otra parte, que la palabra es mitad de quien la pronuncia y/o escribe, mitad de quien la lee y/o escucha[2], lo que me genera una gran satisfacción por lo que supone de compartir y reflexionar conjuntamente con quien se aventure a leerme.

Hablar, analizar, reflexionar… sobre algo tan complejo como la Enfermería sin caer en los tópicos, la subjetividad, la autocomplacencia, la minusvaloración… que en mayor o menor medida siempre han venido acompañando al discurso enfermero, obligan a estar en permanente alerta, para lograr que mis palabras alcancen un deseado equilibrio entre la razón y el corazón, que eviten eufemismos tendentes a disfrazar la realidad por franca, seria y dura que pueda resultar.

En cualquier caso, la labor que emprendo no me ha resultado fácil y ni tan siquiera estoy seguro de que el resultado final sea entendido en su justa medida. No trato, sin embargo, de cuestionar, criticar o rebatir ningún planteamiento teórico ni tan siquiera ningún posicionamiento científico. No es ni la forma ni el lugar ni la intención. Sin embargo, sí que me preocupa y ocupa el lenguaje del discurso enfermero, sea este científico, profesional o simplemente coloquial.

Y es que aunque la palabra nunca es inocente y está cargada de intenciones, permite dejar constancia de lo que se es o se quiere ser, más allá de interpretaciones, supuestos o conjeturas[3]. Y esto que, al menos en principio, puede parecer algo muy positivo, en ocasiones se transforma en un claro inconveniente a la hora de construir el lenguaje que nos identifica y por el que se nos valora, ya que genera contradicciones entre lo que se cree o quiere ser y lo que se interpreta de las palabras utilizadas en el lenguaje enfermero.

No pretendo llevar a cabo un análisis pormenorizado de textos. Tan solo extraeré algunas expresiones, palabras o conceptos que habitualmente se utilizan y reflejan en los citados textos como ejemplo de aquello que quiero exponer para su debate y reflexión. No tanto porque semánticamente estén mal empleadas sino porque identitariamente, entendido como aquello que nos modela verbalmente, puede generar contradicción o confusión.

Empezando por la forma en que nos denominamos y que tanta falta de consenso como elemento de confrontación genera. Nos encontramos desde profesionales de enfermería, enfermeros, enfermeras, profesionales sanitarios, profesionales de la salud o simplemente enfermería. Podría entenderse que se trata de una forma de diversificar nuestra denominación con un mismo objetivo, es decir, el de referirnos a nosotras mismas, de maneras diferentes, pero con idéntica identidad. Pero nada más lejos de esta posibilidad. Lo verdaderamente cierto es que cada una de esas acepciones lo que están haciendo es invisibilizar nuestra verdadera identidad, que no es otra que la de enfermeras. No voy a entrar en consideraciones de género que ya han sido abordadas por mí en otras reflexiones, pero es que más allá del género que tiene su importancia y justifica en gran medida el uso del genérico femenino, lo que subyace en esa miscelánea de denominaciones es una clara indefinición y, lo que es peor, en una evidente falta de identidad profesional. No existen similitudes en ninguna otra disciplina. No se lee o escucha, los profesionales de la ingeniería industrial, la Arquitectura, los profesionales de la psicología… sino que de manera unánime y colectiva se denominan como lo que son, ingenieros industriales, arquitectos o psicólogos. Se trata fundamentalmente de una metonimia desde la que se designa una idea o concepto con el nombre de otra u otro, que se convierte en sinécdoque cuando se sustituye el todo por la parte: “Enfermería cuida” por “Las enfermeras prestan cuidados”.

Sin embargo, las enfermeras utilizamos circunloquios de manera permanente para no referirnos a nosotras mismas como lo que somos. Cuanto menos paradójico.

Una profesión que es identificada fundamentalmente por su atención integral, holística o global, debería tener en cuenta este hecho para no entrar en contradicción con expresiones, palabras o conceptos que en sí mismos fragmentan, atomizan o dividen. Así nos encontramos ante las repetidas denominaciones de diabéticos, hipertensos, obesos… que sustituyen a las personas cosificándolas en base a su patología. Prevalece su enfermedad, la diabetes, hipertensión, obesidad, a la identificación de la persona, sus necesidades, sentimientos, emociones, demandas… Cosificamos, etiquetamos, despersonalizamos, antes incluso de conocerles como personas y saber cómo se sienten, cómo afrontan sus problemas de salud, cómo viven su proceso, qué les preocupa o les da miedo… y, pretendemos que se identifique nuestra atención integral, integrada e integradora, con ese lenguaje.

Qué decir, cuando denominamos como discapacitada a una persona por el hecho de tener una discapacidad, anulándole desde el principio al situarla en el ámbito de la dependencia total. El hecho de tener una discapacidad no sitúa a la persona como discapacitada, posiblemente pueda tener muchas más capacidades que otras personas consideradas como “normales”.

Nosotras que consideramos que tenemos cercanía, empatía, escucha… denominamos a las personas como pacientes, es decir, como aquellas personas que tienen paciencia o que denotan paciencia[4]. Paciencia ¿con quién o con qué? ¿con nosotras, con el sistema, con la organización…? ¿No se trata de que la paciencia la tengamos nosotras con las personas? ¿No atendemos a las personas con independencia de que están sanas o enfermas? Si además atendemos a lo que en el diccionario se define como paciencia, nos encontramos con que como primera acepción está “Capacidad de sufrir y tolerar desgracias y adversidades o cosas molestas u ofensivas, con fortaleza, sin quejarse ni rebelarse” y como segunda “Calma o tranquilidad para esperar”. A cual de ellas peor para definir a una persona que atendemos y que denominamos como paciente, es decir, persona que debe tener paciencia. Cuando, además, al hablar de personas incluimos a todas sin distinción de género, lo que no sucede al hacerlo como pacientes que se utiliza en genérico masculino.

Para rizar el rizo, nos hemos inventado últimamente la singular denominación de “Paciente Experto”. Es decir, diríase de aquella persona que tiene muchos conocimientos o es hábil en tener paciencia”. Pero lo que se pretende con el calificativo es el conformar o adiestrar (enseñar a alguien a ser diestro en algo) personas expertas en su enfermedad. ¿Realmente las personas quieren ser expertas en su enfermedad? ¿Para qué, para confrontar o debatir con los profesionales de la salud?, ¿No sería mejor tratar de que las personas fuesen activas y participativas para afrontar mejor sus procesos de salud-enfermedad y favorecer su autonomía?

Pero con ser grave la denominación de pacientes, no lo es menor cuando nos referimos a las personas como individuos o, como sucede en investigación, como sujetos. Si nos remitimos al diccionario de nuevo comprobamos que la primera entrada de individuo es “Persona considerada independientemente de las demás”, lo que desde nuestra perspectiva enfermera deberíamos descartar dado que la atención que debemos prestar debe considerar a la persona tanto individualmente como en su entorno familiar y comunitario, pero es que otra de las acepciones de individuo recogidas es “Persona cuya identidad y condición se desconocen o no se quieren expresar”, lo que ejemplifica claramente por qué evitar su utilización. Por su parte sujeto, se refiere en el diccionario como “Persona cuyo nombre no se indica”, es decir, que ignoramos y tratamos desde la falta de identidad y respeto. Incluso el hecho de que en investigación las personas que intervienen en los proyectos deban contra con el anonimato, no significa que no puedan ser consideradas como personas con dicha consideración de anonimato, más aún cuando nuestras investigaciones son cualitativas y requieren de una cercanía y empatía con las personas que sin anular el anonimato, no les anula como personas. Para rematar este apartado, cuando se hace mención a la exigible ética de las investigaciones se mencionan desde la Conferencia de Helsinki, la de los derechos humanos, hasta los comités de ética, que siendo fundamentales y requeridos no excluye el que se haga mención al Código deontológico enfermero en cuyo articulado se recogen también  estas exigencias éticas.

Para no extenderme mucho más, aunque daría para ello, me referiré a aquello que nos identifica o con lo decimos identificarnos, los cuidados.

Se puede cuestionar que las enfermeras sean las únicas profesionales que cuidan y que por tanto sería más correcto decir que las enfermeras prestan cuidados enfermeros. De igual forma que sería el cuidado enfermero el que prestan las enfermeras.

Es evidente que el cuidado no es privativo de las enfermeras, lo mismo que tampoco lo es el curar de los médicos, pero no es menos evidente que los cuidados han sido siempre atribuidos, prestados y asimilados por las enfermeras, sin que esta asimilación provocase ninguna reacción contraria o suscitase una disputa entre profesionales de diferentes disciplinas.

Sin embargo, el paso del cuidado natural al profesional mediatizado por el desarrollo científico positivista propició una fundamentación de la división sexual del trabajo extrapolada del núcleo familiar. Los cuidados, por tanto, han sido durante mucho tiempo poco reconocidos más allá de los aspectos afectivos, que, sin dejar de ser satisfacciones muy dignas, no pueden y no deben quedar relacionadas tan sólo a ellos.

Esta identificación generalizada, que incluye la que las propias enfermeras tienen, en ocasiones, de los cuidados que prestan, provoca que al reivindicar exclusivamente como éxito las satisfacciones subjetivas se limiten al círculo de lo afectivo, doméstico y privado el espectro de posibilidades de realización con que cuenta todo ser humano y, por lo tanto, limita las posibilidades de realización con que cuentan las enfermeras y que genera que la cultura profesional finalmente se manifieste en los significados que la gente atribuye a diversos aspectos de la enfermería; su manera de concebir la profesión y su rol en él, sus valores, sus creencias e incluso su imagen.

Pero en la medida en que los cuidados pasaron de ser identificados y situados exclusivamente en el ámbito doméstico, desvalorizados científica y profesionalmente y asignados únicamente a las mujeres, para pasar a identificarse como un valor no tan solo humanitario sino científico, los mismos empezaron a ser reclamados por muy diversas disciplinas como medicina, farmacia, psicología… que no tan solo nunca antes habían mostrado interés alguno por los cuidados, sino que los minusvaloraban. Pero no tan solo las ciencias de la salud se decantaron de manera generalizada por reclamar los cuidados como acción, actividad o competencia de sus respectivos profesionales, sino que los cuidados se convirtieron en deseo de todos y para todo. De esta manera podemos ver u oír como cuida desde una compresa a un yogur, una crema, un champú o un detergente. Los cuidados, por tanto, adquirieron rango de importancia y pasaron a ser identificados como objetivo codiciado por muchos, mientras las enfermeras seguían sin reaccionar para, no tan solo reclamarlos, sino exigir fuesen la esencia de su actividad y no siguiesen en la deriva tecnológica-curativa en la que habían quedado presas.

Se pasó por tanto de una sinestesia clara en la que los cuidados generaban una clara correspondencia con las enfermeras, como la que se puede generar con frecuencia y de manera involuntaria entre tonos de color, tonos de sonidos e intensidades de los sabores o colores, a un cierto desorden provocado por la demanda generalizada de los cuidados con la consiguiente pérdida de la correspondencia inmediata hacía un único colectivo profesional como era el caso de las enfermeras.

Todo este proceso aleja, por tanto, a las enfermeras, de la metonimia o trasnominación causa-efecto que hacía que los cuidados provocasen y evocasen de manera automática a las enfermeras.

Dicho todo lo cual, parece clara la importancia que el uso de las palabras tiene en la construcción de la identidad enfermera y, por ello, se requiere prestar cuidado enfermero a este uso con el fin de que dicho cuidado sirva para generar un discurso enfermero con una clara correlación, coherencia y sentido para nuestra condición como enfermeras.


[1] Von Schiller F. Psiccolomini, acto I, esc. 2ª. En: Goicoechea C. Diccionario de Citas. Madrid: Ed. Dossat; 2000:513.

[2] Montaigne ME. Essais, III, XIII. En: Goicoechea C. Diccionario de Citas. Madrid: Ed. Dossat; 2000:512.

[3] Alberdi Castell RM. El miedo a la individualidad. Rev ROL Enf 1987; 101:38-9.

[4] Diccionario de la Real Academia de la Lengua.

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