LA MEMORIA DE LOS CUIDADOS

“Cada uno tiene el máximo de memoria para lo que le interesa y el mínimo para lo que no le interesa”.

Arthur Schopenhauer[1]

A Cristian Benítez Rodríguez y a cuantas/os como él sufrieron el azote de la COVID

El pasado día 14 se cumplieron tres años del confinamiento derivado del estado de alarma provocado por la pandemia de la COVID.

Tres años que parece son muchos más o bien se nos antoja algo muy reciente. Ya sabemos que esto del tiempo es muy relativo y depende de tantos factores y condicionantes que hacen que cada cual lo vivamos de manera totalmente diferente, pues todo depende del cristal con qué se mire.

Pero, con independencia del cristal con el que miremos, lo bien cierto es que podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que hay un antes, un durante y un después de la pandemia. El antes y el durante no va a ser objeto de mi reflexión, pero considero importante detenerme a analizar y compartir lo que considero aspectos relevantes derivados del efecto de la pandemia y de cómo los mismos han afectado o nos pueden afectar.

No sé si realmente por efecto de la adaptabilidad humana, del intento de resiliencia o de la frágil memoria o facilidad para olvidar determinados hechos o acontecimientos, lo bien cierto es que ahora mismo el recuerdo de la COVID es más bien algo difuso e incluso, me atrevo a decir, confuso.

Es cierto que todas/os recordamos que la COVID provocó dolor, sufrimiento y muerte. Pero, ¿recuerda alguien el número casos y de muertes que se produjeron? Evidentemente son cifras, datos, estadísticas, pero sin duda su magnitud trasciende el simple carácter numérico para situarse en la dimensión real de lo que supuso esta pandemia para quienes la sufrieron directa o indirectamente. Casi catorce millones de contagiados (13,778.467) y cerca de ciento veinte mil muertes (119.618)[2]. Escalofriante recuerdo que, posiblemente por eso trata de esconderse en lo más recóndito de la memoria para transformarlo en un, muchas o muchísimas, menos concreto y doloroso.

Sin embargo, no son las únicas consecuencias de la pandemia. Posiblemente sean las más alarmantes, las más impactantes, pero ello no nos puede apartar de la realidad más próxima y cotidiana, como son los casos de COVID persistente que se calcula afecta entre el 10 al 15% de los contagiados por COVID, situando por tanto la cifra en algo más del millón trescientas mil personas[3], con síntomas muy diversos pero, sobre todo, con necesidades que actualmente no están siendo debidamente atendidas o lo son de manera absolutamente sintomática y desde una perspectiva asistencialista que no tiene en cuenta ni las situaciones personales ni, mucho menos, las consecuencias que las mismas tienen en sus familias y en la propia comunidad.

Los efectos, por otra parte, no tan solo afectan a las personas, sino que el impacto que la pandemia tuvo y sigue teniendo, aunque de manera mucho menos aparente pero no por ello menos grave, sobre el Sistema Nacional de Salud (SNS) es, no tan solo una evidencia sino un problema que también podría considerarse como parte de la COVID persistente.

La pandemia, unánimemente es asumido que puso en evidencia las debilidades de un SNS que se consideraba excelente y que se demostró cuanto menos vulnerable con relación a su gestión, organización y modelo claramente caduco, ineficaz e ineficiente, del que tan solo se salvaron sus profesionales, que sufrieron en primera persona las terribles consecuencias de la COVID.

En cuanto a las debilidades del SNS y a pesar que se precipitaron y replicaron a lo largo de todo el país las denominadas Comisiones de Reconstrucción, estas tan solo sirvieron para maquillar su lamentable imagen y la evidente muestra de astenia organizativa, de disnea política, de anorexia inversora y de depresión profesional, en la que había acabado sumido. Nada de lo que en las citadas comisiones quedó recogido como consideraciones, demandas, necesidades, urgencias… condujeron más que a la redacción de informes que, como las muertes, quedaron ocultas en la memoria, en este caso, de políticos y decisores que no de profesionales y sociedad en general que están sufriendo las consecuencias de tan nefasta situación. No es que el SNS esté en la UCI, es que está en cuidados paliativos a la espera de una muerte que ni tan siquiera se aventura como digna y de la que muchos quieren sacar beneficios, tras la certificación de su muerte o de su desahucio vital, como si de una herencia se tratase.

El empleo, la salud mental, la vulnerabilidad, la accesibilidad, la pobreza… son efectos colaterales de esa guerra en la que algunos quisieron convertir la pandemia y que requeriría de un análisis mucho más extenso que no estoy en disposición ni posición de realizar, aunque si de plantear como recordatorio de esa frágil y selectiva memoria que tenemos.

Pero no quiero cerrar este triste aniversario sin poner a debate algo que es común a todo cuanto he dicho y, posiblemente, a cuanto, sin decir, también lo es. Y ese punto común, de encuentro, hasta de consenso me atrevería a decir, aunque haya quienes quieran desvirtuarlo, no es otro que los CUIDADOS. Los cuidados en mayúsculas, de manera general y los cuidados, también en mayúsculas y negrita, profesionales enfermeros.

Porque si durante la pandemia los cuidados se mostraron y demostraron como esenciales en la atención a las personas que padecían y sufrían la COVID, tras la pandemia todas y cada una de las consecuencias que ha dejado como secuelas en la sociedad y en la salud de las personas, las familias y la propia comunidad requieren de una prestación de cuidados profesionales y no profesionales que debe estar coordinado, articulado y liderado por las enfermeras como las profesionales que mejor conocimiento, competencia y experiencia tienen en cuidados. Su ausencia, invisibilidad, desvalorización o ignorancia tan solo lleva a que los efectos de la pandemia se conviertan en un problema de salud de primera magnitud que el asistencialismo y la medicalización imperantes no solo no van a ser capaces de dar respuestas eficaces, sino que contribuirán a un progresivo deterioro de la salud comunitaria y con ello a un colapso aún mayor del actual modelo del SNS.

Los cuidados profesionales y las enfermeras deben ser identificados y valorados como respuesta imprescindible en el afrontamiento de una situación que se aleja mucho, aunque se quieran empeñar algunos en plantear lo contrario, de la normalidad y que a corto y medio plazo puede tener consecuencias imprevisibles.

Que nadie quiera hacer una lectura reduccionista, interesada y corporativista a lo que es una realidad que trasciende cualquier reivindicación disciplinar y se sitúa en la coherencia y el planteamiento ampliamente solicitado y razonado de los principales organismos internacionales de salud.

Seguir en una posición de negacionismo permanente del valor de los cuidados supone una clara irresponsabilidad que afecta a la salud de las personas, las familias y la comunidad.

Políticos, gestores, enfermeras, profesionales de la salud y la propia ciudadanía tenemos la responsabilidad y la obligación de trabajar por un contexto de cuidados de calidad y calidez que permita hacer frente de manera participativa, profesional y política a las demandas y necesidades que plantea la sociedad.

Caer en una amnesia institucional o política de esta necesidad es conducir al SNS a un progresivo y lamentable deterioro que acabará por olvidar a quienes son y deben ser legítimos depositarios de la memoria de los cuidados.

[1]Filósofo alemán (1788-1860)

[2] https://es.statista.com/estadisticas/1107506/covid-19-casos-confirmados-muertes-y-recuperados-por-dia-espana/

[3] https://isanidad.com/228717/al-menos-1340000-personas-pueden-sufrir-covid-persistente-espana/

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