POLÍTICA Y SALUD DE CONVENIENCIA Y CONNIVENCIA

“A veces la conciencia va por un lado y la conveniencia por otro.”

Julia Navararro[1]

 

            Estoy seriamente preocupado con la actual situación socio-política por la que estamos atravesando a nivel global. Aunque no sé si realmente debo hablar de situación socio-política o de situación política que ataca a la sociedad. Porque no se trata ya de un factor, de un determinante, de una influencia, de un efecto… como venimos identificando desde hace mucho tiempo. Se trata de un verdadero ataque sin que medie ningún elemento de contención, atenuación o limitación.

            Pero mi intención, aunque entra en el ámbito directo de mi preocupación, no es la de generar un análisis político en el más estricto sentido de la palabra, sino de cómo esta situación está atacando igualmente a la salud en su más amplio y diverso sentido de la palabra y de lo que la misma significa para cada cual.

            La salud hace mucho tiempo que se pervirtió al utilizarla como moneda de cambio para intereses profesionales, corporativos, de poder, mercantiles y/o políticos. Su uso y abuso ha venido y viene siendo determinado por la relación que de manera absolutamente maniquea se hace de ella y, lo que es más preocupante, de quienes son sus principales depositarios, valedores, demandadores… Es decir, las personas, las familias y la comunidad. De tal manera que acaban convirtiéndose en acreedores de la misma al tener que satisfacer los intereses abusivos de quienes actúan con avaricia en su supuesta concesión o reparación.

            La salud dejó de ser un valor individual y con ello un derecho fundamental, para pasar a convertirse en un objeto de usura con el que negociar y someter a la población a los caprichos de quienes la convirtieron en un valor financiero sobre el que aplicar los criterios del eufemístico libre mercado, que tan solo es libre para quienes, imponiendo los mismos, los aplican, desde la obligación, a quienes acaban siendo esclavos de su autoritarismo revestido de un nocivo paternalismo que lo único que consigue es generar una población dependiente y sumisa de tan perversa relación con la salud o mejor dicho, de quienes se convierten en sus mercenarios. De forma que la salud acaba siendo asumida, aceptada y consentida, como una posibilidad a la que no todos tienen libre acceso y no como un bien inalienable.

            El proceso ha sido progresivo y mantenido en el tiempo. Han existido intentos por protegerla y hacerla accesible y equitativa, pero sistemáticamente se han autorregulado “los mercados” y han logrado revertir lo que se considera una amenaza a quien identifica la salud como su “propiedad privada” aunque se enmarque en el ámbito de la sanidad pública. Porque dicha relación privada no hace referencia al ámbito económico, sino a la posesión exclusiva que se hace y ejerce sobre la salud. Salud que debiera ser respetada siempre por quienes tienen la capacidad de decisión político-administrativa, aunque su capacidad venga determinada más por la concesión vigilante otorgada por los lobbies que la controlan, que por aquella concedida por la ciudadanía a través de su elección democrática. En un juego de intereses en el que la población es simplemente el medio y no el fin de sus objetivos y, en el que, la salud acaba convirtiéndose en un elemento fundamental de negociación y poder con el que mantener los equilibrios que permiten a ambas partes, políticos y profesionales, asentar sus posiciones a través de intrigas palaciegas alejadas de las verdaderas necesidades de las personas, las familias y la comunidad.

            Este peligroso juego, por otra parte, no es nuevo. Se lleva realizando desde que, quienes, sintiéndose valedores exclusivos de la salud, determinaron las reglas de comportamiento, manejo, participación, toma de decisiones… según las cuales se usurpaba el saber popular y se desproveía de capacidad de participación en los procesos de salud-enfermedad a las personas, al llevar a cabo una expropiación de dicho capital popular. Se trató de una expropiación basada en el engaño y la confusión al hacer creer a la población que no estaban capacitados para tomar decisiones sobre su salud y que “por su bien” debía pasar a ser responsabilidad exclusiva de quienes se erigieron en únicos valedores de la salud desde el falso y manipulador mensaje de la ciencia y el saber profesional desde el que asumieron su control y condición de “derecho privado”, cuando realmente escondía un fin más prosaico como el del poder y la adulación a su labor, en un claro comportamiento de narcisismo[2] profesional.

            Y estos comportamientos han supuesto, en gran medida, que los sistemas sanitarios se hayan visto claramente influenciados por ellos. Mimetizando los mismos en su organización, jerarquización, atención, acceso… convirtiéndolos en el mejor caldo de cultivo para el crecimiento incontrolado del elemento nocivo que lo provoca y dificulta su tratamiento e inmunización, al haberse hecho resistente a cualquier tipo de tratamiento que lo controle o revierta, provocando una clara cronicidad que le hace perder autonomía y libertad, dado el deterioro sistemático al que les somete, aunque se pretenda trasladar una imagen de control y calidad de dichos sistemas sanitarios. De tal manera que la sociedad está afectada de un deterioro cognitivo colectivo en el que tan solo la memoria remota permite recordar la existencia del saber popular con el que se afrontaba la salud y sus problemas, pero que la memoria inmediata ignora, al no reconocerlo.

            Y este comportamiento degenerativo es el que identifico se está produciendo igualmente en el conjunto de la sociedad.

            La política, la de quienes la han hecho suya a través del perverso juego partidista, ha sido transformada en un relación de intereses que crea una brecha cada vez más profunda entre quienes así actúan y quienes se ven “perjudicados” por sus acciones y decisiones.

            Este manoseo de la política la ha situado en idéntica posición dicotómica a la que se sometió a la salud en contraposición a la enfermedad. Así pues, se ha logrado establecer un modelo patogénico de la política en el que se focaliza su acción en aquello que provoca, como sucede con los síntomas, síndromes y signos, acciones reactivas de desequilibrio de sus órganos, en este caso de los correspondientes a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, lo que se traduce en claros trastornos de la política institucional, administrativa, jurídica, económica, social… con efectos perversos sobre la ciudadanía que, lamentablemente, tan solo puede comprobar con estupor, miedo e incertidumbre como se suceden los acontecimientos en forma de enfrentamientos, descalificaciones, ataques… constantes entre quienes defienden sus partidos en lugar de defender desde sus partidos los intereses de quienes han depositado en ellos la confianza.

Estamos pues ante una dinámica muy similar a la que apuntaba con relación a la salud. La usurpación, en este caso, de la voluntad popular desde el mensaje trasladado de un hipotético bien común como servidores públicos, se traduce finalmente en un control absoluto que determina la capacidad de decisión sin contar con quienes les han facilitado, paradójicamente, su acceso al mismo, pasando a ser espectadores pasivos cuyo único derecho se reduce al pataleo que finalmente acaba traduciéndose en comportamientos reaccionarios que no responden a decisiones reflexivas aproximándose más a respuestas de resistencia y reacción que en la mayoría de las ocasiones vienen determinadas por la clara manipulación a la que son sometidas, como ocurre con la salud.

Ante esta política patogénica que tan solo deja espacio al derecho al voto como única manifestación democrática de participación, los efectos que se generan son de un deterioro muy peligroso y preocupante de la calidad democrática que se traduce en una “politización” comparable a la medicalización de los sistemas sanitarios, en tanto en cuanto se trasladan respuestas que no obedecen a la identificación real de los problemas políticos sino a la propuesta interpretativa de quienes, actuando como supuestos políticos, lo que hacen es simplemente priorizar los intereses partidistas como soluciones impostadas que son identificadas como insatisfactorias por parte de la población a la que teóricamente se dirigen, lo que acaba provocando, al igual que las prescripciones u órdenes médicas, abandono o falta de adherencia a las mismas y generando una falta de confianza hacia sus prescriptores.

Este tipo de salud y política persecutorias generan justamente el efecto contrario al hipotéticamente deseado, obedeciendo realmente al permanente protagonismo que ejercen quienes se erigen en protagonistas exclusivos de la salud y la política. Es decir, ni logran resolver los problemas reales ni permiten sensibilizar y concienciar a la población en torno al cambio de comportamientos y conductas que suponen graves riesgos individuales y colectivos.

La anulación permanente que tanto desde la sanidad como desde la política se hace de las acciones para lograr una alfabetización en salud y política impiden la participación real y activa de la población en la toma de decisiones sobre todos aquellos aspectos que tienen que ver sobre su salud y su actitud y acción como ciudadanía. Participación que no debe confundirse nunca con colaboración, que no es más que una pseudoparticipación. 

Seguir con discursos demagógicos que lo único que pretenden es confundir, manipular y mantener los mismos planteamientos e idénticas conductas de paternalismo y autoritarismo se traducen en una permanente insatisfacción de la ciudadanía y en unos resultados que se alejan mucho de ser saludables y racionales por parte de quienes ejercen el poder de la salud y la política, que se traduce en una clara distorsión de la realidad. Finalmente tanto la política como la salud se convierten en una cuestión de conveniencia y connivencia.

Ante esta forma de actuar de la salud y la política, acontecimientos tan dolorosos como la guerra, la migración, la violencia de género, el cambio climático, la pobreza, la vulnerabilidad, la equidad… entre otros muchos, acaban convirtiéndose en elementos de confrontación política o de posicionamiento interesado e ideologizado alejados, lamentablemente, de ideales. Lo que se traduce en acciones sujetas a condicionantes de determinados grupos de presión o de decisión geopolítica con claros intereses comerciales o a relaciones oportunistas, que a generar respuestas tendentes a restablecer derechos perdidos o usurpados, a minimizar los efectos indeseables provocados, a paliar el sufrimiento o a trabajar por la solución conjunta y consensuada de los hechos que los desencadenan, mantienen, potencian o alimentan. En su lugar se elaboran discursos retóricos en los que se hace un uso inadecuado e intencionado de valores como la libertad, la democracia, el respeto, la igualdad… que tan solo persiguen disfrazar la realidad de la inoperancia, la ausencia de compromiso, la inacción… con las que se abordan los problemas al considerar, de manera cínica e hipócrita, que no se puede hacer más que actuar desde la tibieza, la ambigüedad, el oscurantismo, la reserva, la debilidad, las falsas verdades o la mentira… en el abordaje de problemas tan serios y que tanto sufrimiento, dolor y muerte ocasionan. Finalmente todo queda reducido a una secuencia de noticias que insensibilizan a la población que acaba siendo parte, más o menos activa, más o menos intencionada, de un vodevil social sazonado de escándalos de corrupción, del corazón o de la sin razón.

Por su parte el sistema sanitario, desde el modelo caduco que algunos, con evidente éxito, se esfuerzan en perpetuar, contagia a muchos profesionales y los convierte en meros peones de la cadena de montaje en que han convertido los sistemas sanitarios, en la que las personas a las que se etiqueta de pacientes, o lo que es peor, de diabéticos, crónicos, hipertensos, discapacitados… son el producto sobre hay que intervenir para lograr el objetivo acrítico que no es otro que la asistencia a la enfermedad, que no la atención a las personas, de tal manera que el fin justifica, como en la política, los medios empleados para ello. La falta de humanización y la consecuente insensibilización genera una relación de oferta y demanda a la que ni se sabe ni se quiere dar respuesta eficaz. De tal manera que los efectos de los acontecimientos antes referidos acaban siendo catalogados como diagnósticos médicos, enfermedades, lesiones o dolencias aisladas del afrontamiento que las personas puedan llegar a realizar ante los mismos ocasionando respuestas ineficaces, demandas insatisfechas, dependencia… Todo ello utilizando de manera absolutamente caprichosa e inapropiada la salud como referencia, pero sin que realmente sea la salud lo que se logra, en un círculo vicioso en el que siempre prevalece la enfermedad y en el que las personas acaban siendo meros sujetos de estudio, ensayo o investigación o clientes de sus empresas de supuesta salud.

La política y la salud, por tanto, se retroalimentan en su articulación oportunista para el logro de intereses mutuos que en muy pocas ocasiones logran aportar, no ya solución, sino ni tan siquiera alivio o consuelo a las consecuencias que ambas contribuyen a generar

Los cuidados, por su parte, acaban instrumentalizándose y convirtiéndose en otra etiqueta de conveniencia que lamentablemente adolece de valor y referencia al incorporarse como complemento decorativo o anecdótico de una asistencia que ignora los determinantes sociales y que no contribuye al logro de los objetivos de desarrollo sostenible que son identificados como unas siglas más que añadir a las ya existentes con similar efecto para lograr la promoción, mantenimiento y cuidado de la salud.

Y en este desolador escenario los códigos deontológicos y la ética que de los mismos se deriva son tan solo una referencia borrosa con escaso o nulo impacto en las intervenciones de las/os profesionales que ni los conocen ni los aplican más allá de la utilización casual a la que en algunos casos se recurre como instrumento defensivo y no como compromiso ético de comportamiento. La objeción de conciencia es, por su parte, el recurso hipócritamente empleado para inhibirse de responsabilidades ligadas a derechos de las personas a las que se atiende.

Y mientras todo esto pasa, unos y otros, políticos y profesionales sanitarios, cada vez me cuesta más nombrarlos como de la salud, se dedican a mirar hacia otro lado. Al lado contrario del sufrimiento y sus causas. Al lado opuesto al de los derechos de las personas, las familias y la comunidad. Porque lo que, final y verdaderamente importa es el confort que no el bienestar, la curación que no la salud, la riqueza que no su distribución equitativa, la tranquilidad que no la implicación, la objeción que no la responsabilidad, la renuncia que no el compromiso, la dependencia que no la autonomía, la asistencia que no la atención, la inacción que no la reacción, la pasividad que no la resistencia, la obediencia que no la revolución.

Pues yo, ante esto, me rebelo y planteo mi reflexión como voz de disconformidad al entender que como enfermeras no es una opción responder con determinación, ética, responsabilidad y compromiso a los ataques a la integridad física, mental, social y espiritual que vulneran los derechos y la salud de las personas, familias y comunidad. Es, sin lugar a dudas una obligación que debemos asumir al margen de nuestras ideas políticas, religiosas o de cualquier otro tipo que en ningún caso pueden ser motivo de renuncia a la prestación de los cuidados que como enfermeras estamos obligadas a prestar. Renunciar a ello es renunciar implícitamente a ser enfermera y como consecuencia, al orgullo que supone vivir por la pura esencia y no por la apariencia.

[1]Periodista y escritora española (1953)

[2]https://es.wikipedia.org/wiki/Narcisismo