EL VALOR DE LOS CUIDADOS ¿Vocación o convicción?

                                                                                   A quienes tienen la capacidad y la voluntad de generar y transmitir lo que es y significa ser enfermera.

 

                                                                                             «No puedo hacer todo, pero puedo hacer algo. No debo dejar de hacer el algo que puedo hacer»

Helen Keller[1]

 

Siempre se ha relacionado a Enfermería y al ser enfermera con la vocación. Vocación que según la RAE en su tercera acepción hace referencia a la “inclinación a un estado, una profesión o una carrera”, pero cuya primera entrada es definida como la “inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión”.

La vocación, es cierto, no tan solo se relaciona con el hecho de estudiar enfermería y ser enfermera. A otras profesiones también se las asocia con la vocación como principal justificación o inclinación a la elección de las mismas. Incluso ahora hay quienes pretenden normativizar la vocación, como si se tratase de una habilidad más, con la pretensión de generar la adherencia de los médicos a la Atención Primaria y a la gestión sanitaria[2]. Pero el problema no es de vocación, es de identificación. No se identifican, mayoritariamente, con la Atención Primaria, ni con la salud, ni con la atención comunitaria… aunque no lo quieran reconocer con tal de no perder “territorio”.

Enfermería ha estado ligada durante gran parte de su historia a una vocación íntimamente relacionada con la religión. En una relación de advocación y de servicio a la llamada divina. Entre otras cosas porque la formación de Enfermería estuvo durante muchas épocas en el seno de órdenes religiosas, tanto masculinas como femeninas, aunque no siempre coincidiendo temporalmente. Esta circunstancia, sin duda, incorporó una impronta de servicio y docilidad no tanto a Dios, que también, como a quienes decidieron suplantar su figura y con ella establecer la obligación de las enfermeras a serles fieles, dóciles y obedientes servidoras. Y digo servidoras porque la vinculación de la Enfermería al género femenino determinó o aumentó la condición de vocación de servicio y obediencia a través de unos cuidados que, quienes asumieron el protagonismo único de la salud, se encargaron de presentar como una bendición divina desprovista de cualquier contenido o relación científica. Cuidados que debían responder tan solo a la simpatía, la resignación y la compasión, como valores propios de la mujer al servicio de la nueva divinidad. Todo ello como respuesta a la vocación y advocación entendida esta última como la “tutela, protección o patrocinio de la divinidad”. Y para asentar esa visión próxima a la divinidad es por lo que se denomina a las enfermeras como ángeles que, en diversas religiones monoteístas, son espíritus celestes creados por Dios para su ministerio, en un nuevo y nada benéfico ni inocente intento por determinar la imagen estereotipada de las enfermeras y su forzada vocación ligada a esa nueva divinidad sanitaria.

Si bien es cierto que la evolución de Enfermería ligada, no lo olvidemos, a la del rol asignado socialmente a las mujeres, fue desprendiéndose de su relación con la religión y, como consecuencia de ello, de una visión de la vocación menos idílica y divina, no es menos cierto que su mención como respuesta a la elección de ser enfermera sigue siendo el recurso más habitual para salir del paso o como la mejor forma de quedar bien ante la ausencia de otras respuestas menos convencionales y más sinceras.

La verdad es que nunca identifiqué mi elección profesional con una relación vocacional. No tenía referentes en mi entorno próximo que hubiesen podido despertar en mí la citada vocación. No existía tampoco un especial interés por el ambiente sanitario ni por esa inclinación de ayuda a los demás que también suele ser respuesta habitual en quienes son preguntados. Ni conocía realmente, como una gran mayoría de la sociedad de aquellos años, lo que era y hacía una enfermera más allá de ser acompañante fiel del médico. Entre otras cosas porque ya se encargaron de que no se supiese al enmascararlo con el acrónimo de ATS que determinaba de manera mucho más explícita lo que era y se esperaba de dichas/os profesionales, es decir, ayudar y obedecer en tareas técnicas de la sanidad. De tal manera que durante mucho tiempo tuve la sensación de que mi elección había sido producto, bien de la casualidad o de la indecisión o bien la mejor manera para lograr un trabajo fácil en un tiempo relativamente corto o servir como puente para “miras” más elevadas como estudiar Medicina, que esta sí, era una referencia de deseo familiar.

Era una sensación que me hacía sentir raro por cuanto parecía que si no se tenía vocación no se entendía la elección.

Por otra parte, el momento en que estudié ATS no favorecía precisamente ningún tipo de reflexión que me hiciese pensar en una elección por convicción. Estudiaba en un ambiente exclusivamente masculino, como había hecho a lo largo de todos mis estudios previos, y la identificación de Enfermería no existió hasta bastante tiempo después. Teniendo, por otra parte, una percepción del trabajo de ATS muy determinada por cuestión de género. Según la cual, no era lo mismo un ATS masculino que una femenina. Más aun teniendo en cuenta que a estas últimas, se les denominaba enfermeras como si fuesen otra profesión diferente a la que yo elegí y con la que no me sentía identificado.

¿Qué pudo determinar pues mi decisión? Eso me lo pregunté justamente cuando descubrí que la verdadera identidad, aunque grotescamente maquillada, de aquello que había estudiado, ATS, era realmente Enfermería. Una identidad que rechacé inicialmente por mi condición masculina al considerar que aceptarla ponía en cuestión mi masculinidad.

La ausencia de referentes comentada anteriormente, tuvo su fin cuando conocí a la que sería mi primer referente. Una enfermera, Esperanza Delgado Calvo, que me descubrió lo que era y significaba la Enfermería y ser y sentirse enfermera. He de reconocer que al principio me costó entenderlo y más aún asumirlo. Pero su descubrimiento supuso una transformación que se mantuvo durante varios años posteriores hasta que asimilé totalmente mi nueva identidad y sentimiento de pertenencia.

Logrado esto reflexioné sobre la posibilidad de que hubiesen existido otros factores los que determinaran mi elección, al resistirme a creer que tan solo fuese producto de la casualidad o de la oportunidad.

En esa búsqueda retrospectiva descubrí la que entendí y sigo entendiendo como causa de mi elección y convicción, aunque no fuese consciente de ella hasta bastante tiempo después.

Crecí en un ambiente familiar en el que se reproducían claramente los roles de género que marcaba la sociedad por imperativo de una dictadura política que se transmitían en todas y cada una de las conductas, normas, valores, comportamientos… que imprimían una educación condicionada por mi género y lo que el misma significaba en cuanto a lo que debía asumir y debía rechazar para formarme como hombre.

Pero en este ambiente de réplica social normalizada, había una figura que, si bien no identifiqué como concluyente en mi infancia, más allá de la relación de cariño hacia ella, fue determinante en el futuro a pesar de su prematura muerte. Mi yaya, como llamamos a las abuelas en mi tierra, resultó ser la persona que, estoy convencido, determinó, no sé bien de qué manera, mi elección profesional muchos años después.

¿Y por qué llegué a esa conclusión? Voy a tratar de verbalizar lo que durante tanto tiempo no logré identificar y que sin embargo estoy convencido supuso tan importante cambio en mi desarrollo profesional, pero también personal.

Mi yaya, para empezar, era en aquel entonces una mujer que no encajaba en su tiempo. Y no lo hacía porque, entre otras muchas cosas era dueña de su vida y sus decisiones y no se dejaba intimidar por las circunstancias ni por nadie. Tomaba sus propias decisiones de manera absolutamente autónoma asumiendo las consecuencias de las mismas con absoluta determinación, lo que le dotaba de algo que posteriormente cobró mucho significado para mí, responsabilidad, entendida esta como la capacidad de tomar decisiones y asumir los riesgos derivados de ello.

Entre esas decisiones estuvo la de no aguantar a un hombre que le engañaba y que no le aportaba nada y por tanto lo tiró de casa, literal, a pesar de tener dos hijos de corta edad a los que cuidar. Esa decisión le supuso replantear su vida para poder ganarse la vida. Abandonó su condición de ama de casa para montar negocios o hacer lo que en aquel entonces se conocía como estraperlo. Iba a Andorra a comprar productos que después revendía. Esa condición de “contrabandista” me salvó la vida cuando yo tenía tres años y enfermé de tifus. El antibiótico necesario para mi tratamiento no se vendía en España y ella lo trajo de contrabando, salvándome la vida.

Era una mujer decidida, valiente, innovadora, creadora… que no encajaba en su tiempo ni en su entorno. Mi madre, de hecho, era muchísimo más conservadora y convencional que ella, hasta el punto de no entender a su madre, mi yaya.

Mi relación con ella era muy intensa. Teníamos una complicidad absoluta a pesar de mi corta edad. Y digo que era muy intensa porque aún hoy la recuerdo de manera muy vívida y con mucha emoción. Teníamos un vínculo que nos unía de manera muy estrecha y especial.

Fueron 9 años maravillosos en los que disfrutamos el uno de la otra y viceversa. Pero el cáncer decidió poner fin a nuestra relación de manera absolutamente prematura, violenta y abrupta. Mis recuerdos de ella consumiéndose en la cama no me hacen olvidar su fuerza, energía, coraje, ni su determinación a seguir aferrada a la vida.

No tuve ocasión de despedirme de ella. Mi madre, mis padres, decidieron que me protegían más si estaba ausente durante sus últimos días de vida y me dejaron en casa de una vecina. Cuando regresé a casa, entré corriendo sin saludar a nadie, para ir a la habitación donde estaba mi yaya. La visión de un colchón desnudo y enrollado sobre el somier me golpeó con tanta fuerza como dolor. Supe en ese mismo instante que ella se había ido sin que yo no me pudiese despedir de quien más quería. Nunca entendí que me apartasen de su lado y no me dejasen decirle adiós, por mucho que lo hiciesen con la mejor de las intenciones cumpliendo una nueva convención de la época como era la de ocultar la muerte en una, tan hipotética como evidente, falsa protección.

Evidentemente el tiempo transcurrió y todo volvió a esa anodina normalidad en la que añoraba la espontaneidad, alegría y empatía, de mi yaya, cuyo recuerdo nunca me abandonaría.

Y ese recuerdo precisamente fue el que afloró y me dio explicación tiempo después de por qué había elegido ser lo que inicialmente no supe que sería, enfermera.

Un recuerdo que me permitió identificar la fuerza de una mujer y como el cuidado podía ser prestado desde la determinación y la autonomía y no tan solo por convención social, condición de género o por imperativo laboral.

Un recuerdo que me enseñó cómo se podían tomar decisiones asumiendo la responsabilidad de las mismas a pesar de las normas establecidas.

Un recuerdo que me hizo recuperar la imagen de una mujer valiente y fuerte consumida por la enfermedad sin que la misma y sus consecuencias le hiciesen perder la sonrisa y las ganas de hablar conmigo mientras me acariciaba con sus huesudas manos de las que salían tubos conectados a unas botellas colgadas de un perchero atado a la cabecera de la cama que, en aquellos momentos, no supe, o no quise, identificar con un final cercano.

Un recuerdo que dejó marcado en mí el valor del cuidado, la fuerza de una mujer y la humanidad que desprendía. Al tiempo que me transmitía la necesidad de mantener la firmeza en defensa de tus convicciones y tu identidad.

Mi yaya Ana, fue para mí lo que otros llaman vocación. Ella sin decírmelo expresamente me lo transmitió. El cómo esa señal pudo determinar mi decisión es algo que no soy capaz de explicar, pero conociéndola no tengo dudas de que algo haría para que se concretase. Cuando estoy en el límite de mi vida profesional puedo decir, ahora sí, sin miedo a equivocarme que sé el por qué quise ser, sin saberlo, enfermera. Y ahora sé por qué esa decisión determinó que mi sentimiento fuese cada vez más fuerte y estuviese más firmemente consolidado. Ahora sé y entiendo porque quiero ser conocido y reconocido como ENFERMERA.

La ciencia no siempre tiene respuestas para todo, pero los vínculos del cuidado sin duda sí.

Gracias yaya por hacerme sentir tan orgulloso de ser lo que soy y de poder descubrir y compartir que fue gracias a ti. Fuiste una mujer ejemplar y luchadora, el mejor ejemplo que pude tener. Tú me enseñaste a no rendirme nunca, de igual forma que tú nunca lo hiciste, aunque la muerte que te arrebató de mi lado así lo creyese.

Y por eso, ahora más que nunca, cobra mayor sentido el poema de John Donne[3] “Muerte, no te enorgullezcas”. Porque el recuerdo de mi yaya ha logrado superar con mucho el dolor de su muerte.

Muerte, no te enorgullezcas, aunque algunos te hayan llamado

poderosa y terrible, no lo eres;

porque aquellos a quienes crees poder derribar

no mueren, pobre Muerte; y tampoco puedes matarme a mí.

El reposo y el sueño, que podrían ser casi tu imagen,

brindan placer, y mayor placer debe provenir de ti,

y nuestros mejores hombres se van pronto contigo,

¡descanso de sus huesos y liberación de sus almas!

Eres esclava del destino, del azar, de los reyes y de los desesperados,

y moras con el veneno, la guerra y la enfermedad;

y la amapola o los hechizos pueden adormecernos tan bien

como tu golpe y mejor aún. ¿Por qué te muestras tan engreída, entonces?

Después de un breve sueño, despertaremos eternamente

y la Muerte ya no existirá. ¡Muerte, tú morirás!

[1]Escritora, oradora y activista política sordociega estadounidense (1880 – 1968).

[2] https://www.redaccionmedica.com/secciones/parlamentarios/el-congreso-marcara-el-paso-de-la-prueba-de-vocacion-para-estudiar-medicina-7635

[3] Fue el más importante poeta metafísico inglés de las épocas de la reina Isabel I (1572 – 1631)