PARTICIPACIÓN COMUNITARIA. La decisión más allá del voto.

“Querer informarse sin esfuerzo es una ilusión que tiene que ver con el mito publicitario más que con la movilización cívica. Informarse cansa y a este precio el ciudadano adquiere el derecho de participar inteligentemente en la vida democrática.”

Ignacio Ramonet[1]

 

«Hay mucha confusión, incluso populismo al decir ‘queremos que la gente decida’ pero que luego no se articula en normas y derechos.

Marco Marchioni[2]

 

El actor Warren Beatty decía que “cuando la marea baja nos permite ver a quienes estaban nadando desnudos”. Pues bien, de alguna manera la pandemia es como la marea que cuando empieza a bajar, deja al descubierto muchas desnudeces que hasta entonces no veíamos.

Se ha hablado y escrito mucho en torno a la pandemia y sus consecuencias. Pero esto no ha hecho, prácticamente, nada más que empezar.

Quien crea que la remisión o incluso el aparente control de la pandemia significan el final de la misma, están muy equivocados.

Lamentablemente, además de las desnudeces que deja al descubierto la pandemia, entendidas estas por los fallos, carencias u ocurrencias, que de todo ha habido, producidos e incluso provocados durante más de 15 meses de pandemia, tenemos que hablar de las incomprensibles decisiones, por extrañas y faltas de argumentos, que se han tomado en lo que a la participación de la comunidad se refiere.

El Sistema de Salud que se nos estaba “vendiendo” como extraordinario, está basado en un modelo agotado y caduco por su patriarcal asistencialismo, su paternalismo, su fragmentación, su excesiva medicalización, su hospitalcentrismo… desde el que no se reconocen los aspectos social y espiritual de la atención; que adolece de sentido en vista a la evidencia existente sobre los determinantes sociales. Que conlleva la pérdida de autonomía al asumir, los profesionales que dominan la tecnología biomédica, el protagonismo absoluto, creando dependencia de los servicios de salud, demanda inducida y respuestas inadecuadas a las necesidades sentidas. Modelo con una cultura centrada en la enfermedad y alejada de la población. Basado en programas de salud fragmentados y de orientación individual, con enfoque patogénico. Modelo egocéntrico que ignora otros sectores sociales e impide la necesaria intersectorialidad destinada a transformar la situación de salud de la comunidad y a mejorar su bienestar y calidad de vida. Centrado en el trabajo multidisciplinar, como conjunto, tan solo, de profesionales de distintas disciplinas que trabajan en un mismo espacio, dificultando el trabajo en equipo y la creación de un marco conceptual nuevo y común para todas las disciplinas que posibilite la orientación transdisciplinaria. Con ausencia de procesos y proyectos comunitarios y nula identificación e inclusión de agentes de salud comunitarios. Todo lo cual se traduce en una absoluta falta de participación real de la población, tanto individual como colectivamente en la toma de decisiones. A pesar que los órganos de representación ciudadana, como los consejos de salud, están regulados, pero ignorándose sistemáticamente.

Un Sistema que ha logrado que la población centre su atención en la enfermedad y desprecie o cuanto menos minusvalore la salud. Un Sistema que es regido por un Ministerio de Sanidad que no de Salud, lo que significa que gestiona el modelo comentado en lugar de preocuparse por mejorar la salud comunitaria. Posiblemente por eso no se denomina Ministerio de Salud, por miedo o por incompetencia, o por ambas a la vez. Un Sistema que veta la presencia de enfermeras en los órganos de responsabilidad y toma de decisiones, posiblemente en su intento de perpetuar el modelo asistencial sanitarista tan alejado del paradigma enfermero.

Por tanto, la respuesta que se ha venido dando a la pandemia durante todo este tiempo ha sido idéntica a la que se daba antes de la misma. Es decir, se ha focalizado en la asistencia, que no en la atención, exclusivamente en el aspecto patológico, en la simple anomalía biológica que no arroja ninguna luz sobre la significación última para la persona afectada y su familia, por importante que esta pueda ser para los clínicos. Se han obviado sistemáticamente las variables de tipo psicosocial y espiritual que resultan tan importantes para determinar la susceptibilidad, la gravedad y el curso de la enfermedad, como se ha venido demostrando como consecuencia de la soledad, el aislamiento, el sufrimiento moral, la muklticulturalidad… que han hecho que el rol de enfermo no dependiera tan solo de las evidentes anomalías biológicas, sino de la interacción con factores psicosociales y espirituales, que sin duda influyen directamente en el tratamiento biológico.

Pero a pesar de todo y en medio de todo este despliegue biologicista, durante la pandemia, ha emergido la relación profesional con el enfermo y su familia, a través de los cuidados profesionales enfermeros, con una clara y evidente influencia en el resultado terapéutico. Evidenciando que los cuidados enfermeros son algo más que un proceso de atención, son un resultado en salud imprescindible que se ha hecho visible, reconocible y reconocido, pero que lamentablemente ha quedado circunscrito al ámbito hospitalario como centro casi exclusivo del Sistema Sanitario, ocultando e incluso despreciando la aportación específica de la Atención Primaria y de la Salud Comunitaria, que han sido subsidiadas al mecanismo organizativo y patológico del hospital, como meros instrumentos de su dinámica organizativa, lo que ha contribuido a ocultar, aún más si cabe, la participación comunitaria durante toda la pandemia.

Muchas enfermeras comunitarias y sociedades científicas enfermeras intentaron y propusieron estrategias para que la participación de la comunidad fuese una realidad y no tan solo un recuerdo que se perdía en la memoria de los manuales o de los nostálgicos de la Atención Primaria. Pero los decisores del Sistema que la pandemia ha mostrado desnudo de las alabanzas que lo revestían, se empeñaron una y otra vez en rechazar cualquier intento de participación de la comunidad.

Ni durante la primera fase en la que la confusión, la incertidumbre y el miedo, generaban alarma y desconcierto entre la población con el consiguiente recelo hacia el sistema al entender que no sabía cómo afrontar la situación sobrevenida, que tan solo se traducía en órdenes de aislamiento y confinamiento. Ni tras la desescalada en la que la libertad recuperada fue interpretada, por los mensajes trasladados, como el fin de la pandemia y supuso el repunte de nuevos y masivos contagios en los que se culpabilizó y estigmatizó a parte de la población con la que en ningún momento se contó y a la que tan solo se le seguían trasladando órdenes e imponiendo restricciones que no siempre eran entendidas y mucho menos respetadas. Ni en la apuesta mercantil navideña que supuso abocar a la población a una nueva escalada de las tasas de incidencia, al preferir la navidad a la sanidad y trasladando la culpa de las consecuencias a la población por hacer lo que le permitieron e incluso animaron a hacer. Ni en estos momentos del proceso de vacunación en el que no tan solo no se cuenta con la participación de la comunidad, sino que además se le pretende utilizar para que sea cómplice de la falta de coherencia en la toma de decisiones políticas al margen de las evidencias científicas y del criterio de los expertos.

En este punto me parece importante detenerme para reflexionar sobre la perversidad que supone el querer trasladar a la ciudadanía una decisión que los políticos no han sido capaces o no se han atrevido a tomar. Ampararse en un estudio que no aporta las pruebas suficientes para argumentar una decisión que, además, contraviene la ficha técnica de las vacunas que se propone combinar y todo ello sin aportar una clara información que elimine las dudas de la ciudadanía a la que previamente se le había estado insistiendo en las garantías de administrarse dicha vacuna de la que ahora se dice dudar es absolutamente perverso. Es decir, donde dije digo, digo Diego. Y nuevamente se culpa a la población por su resistencia la incoherencia política.

En un país dado tan frecuentemente a los movimientos pendulares, en base a los cuales se pretende pasar de un planteamiento a otro diametralmente opuesto sin solución de continuidad y sin un proceso de adaptación intermedio, cualquier iniciativa en este sentido se convierte automáticamente en una nueva ocurrencia producto de la falta de planificación con la que se actúa de manera generalizada, provocando resultados indeseables aunque lógicos.

Cuando hace décadas se decidió usurpar el saber popular por el que se daba respuesta a muchos problemas de salud “domésticos” apropiándose del mismo el denominado sistema formal, se determinó la absoluta negativa a que la población participase en ningún aspecto relacionado con su salud, más allá de la obediencia debida a las órdenes profesionales que, además, si no eran cumplidas reportaban severas amonestaciones por parte de los citados profesionales en la asunción de su patriarcado asistencialista y paternalista.

El transcurso de los años hizo que se generase una progresiva dependencia al sistema y a los profesionales que, a su vez, inducían una demanda artificial a la que, además, no daban la respuesta deseada, generando insatisfacción. Cuestión que, paradójica y sistemáticamente, es utilizado por los propios profesionales para quejarse de la presión asistencial que ellos mismos han provocado y a la que son incapaces o no quieren responder con eficacia y calidad, pero que resulta muy rentable para plantear “…y de lo mío ¿qué?.

Ante este panorama, evidentemente se salvan algunas/os profesionales, más por voluntarismo que por estrategia organizativa del propio modelo, lo que acaba por provocar un claro desgaste de dichos profesionales al no verse apoyados por el “aparato del sistema” y generar el rechazo de una gran mayoría de los equipos que prefieren instalarse en su zona de confort, en la ética de mínimos, en el conformismo e inmovilismo y en la queja permanente sin hacer absolutamente ninguna autocrítica.

Un modelo sanitarista y patogénico que, como decía, no tan solo ha ignorado a la ciudadanía, sino que sistemáticamente le ha impedido participar en el proceso de toma de decisiones sobre su propia salud. Modelo que, últimamente, ha querido maquillar su autoritarismo con la generación de figuras, como el paciente experto, que no tan solo son anacrónicas, sino contraproducentes y alejadas de la realidad.

Cuando no se ha llevado a cabo un proceso de alfabetización en salud de la población a través de una Educación para la Salud capacitadora y participativa, pretender “vender” una figura como la del paciente experto, es realmente preocupante. Y lo es, por una parte, porque supone un insulto a la inteligencia de la ciudadanía al considerar que con ello recupera una participación comunitaria en la que ni cree ni por la que apuesta al mantener un modelo que lo impide. Por otra parte, porque no se trata de generar figuras artificiales diseñadas para perpetuar el modelo.

No hacen falta pacientes expertos. Lo que hace falta es personas activas y participativas capaces de analizar, reflexionar, debatir y consensuar con los profesionales en torno a las decisiones que les afectan. ¿En qué tiene que ser experto el paciente? ¿en paciencia? ¿en su patología, en sus síntomas, en su medicación? Porque, lo que debe es poder autogestionar su afrontamiento ante cualquier problema de salud, logrando la máxima autodeterminación para tomar decisiones corresponsables que le permitan tener la autonomía necesaria para asumir su autocuidado. Pero claro esto supone que el paciente pase a ser persona autónoma y por tanto no requiera la dependencia permanente de los profesionales ni asumir la paciencia como signo de resignación permanente que le define como paciente. Como consecuencia de todo ello, la capacidad de “manipulación” de los profesionales se reduce, interpretándolo, torpemente, como una pérdida de poder y de reconocimiento, por lo que se resisten a que se logre y prefieren crear la figura del paciente experto a su imagen y semejanza para que piense y actúe como ellos quieren.

En este panorama las enfermeras comunitarias asumieron, desde el principio de la Atención Primaria (AP), un rol en el que la participación comunitaria era fundamental para lograr no tan solo la máxima autonomía de las personas, sino para mantener sanos a los sanos a través de programas de promoción de la salud en los que la participación activa de la población era fundamental. Pero el modelo de AP se vio contagiado irremediablemente por el potente patógeno hospitalario que lo colonizó como sucursal del Hospital para utilizarlo como recurso subsidiario de sus necesidades, sufriendo también la astenia provocada por la inanición presupuestaria recurrente. De tal manera que tanto la participación comunitaria, como la promoción de la salud pasaron a convertirse en anécdotas o actos de voluntarismo heroico que acababa sucumbiendo por lisis o por aburrimiento.

Todo esto ha generado que durante la pandemia no tan solo no se haya contemplado la participación comunitaria, sino que se ha rechazado cualquier intento por desarrollarla tal como he comentado anteriormente, con resultados claramente ineficaces e ineficientes.

En un proceso como el de la vacunación la participación de agentes de salud y líderes comunitarios de los múltiples recursos comunitarios existentes, de muy diferentes sectores sociales, hubieran podido articularse a través de intervenciones planificadas y lideradas por enfermeras para mantener informada a la ciudadanía y reducir así las dudas e incertidumbres que provocan movimientos contrarios a la vacunación o que generan demandas totalmente controlables en base a una información clara, cercana y comprensible, que hubiesen garantizado la seguridad y contribuido a la calidad de la atención. Pero en su lugar se prefiere trasladar a la ciudadanía la responsabilidad que no le corresponde y que le provoca tanta incertidumbre como rechazo al tener que tomar una decisión para la que no se le ha capacitado previamente.  

El sistema y sus i-responsables decisores prefieren contar con enfermeras tecnológicas. Por eso les llama vacunadoras o rastreadoras. No quiere enfermeras competentes, responsables, autónomas, preparadas, líderes que puedan generar una ciudadanía que piense y que se sitúe en una posición de abogacía por la salud. No quieren una ciudadanía autónoma y responsable capaz de tomar sus propias decisiones. Prefiere una ciudadanía cuyo rol se limite al voto y que el mismo pueda ser convenientemente manipulado para que responda a sus intereses políticos y partidistas.

Participar no significa hacer lo que otros deciden, sino construir conjuntamente, desde el respeto, aquello que se considera da mejor respuesta a las necesidades sentidas. Pero hacerlo supone no tan solo creer en ello sino facilitar que se pueda hacer con libertad y en libertad. Y eso significa que quienes ahora lo impiden dejen de hacerlo y permitan que quienes saben, las enfermeras, otros profesionales y agentes de salud comunitarios planifiquen intervenciones complementándolas con otros decisores profesionales en igualdad de condiciones.

Pero lo que desde luego no significa es que tenga que cumplimentar un “consentimiento firmado”, que no informado, para tomar una decisión que no se atreve a tomar quien, precisamente, ha generado el problema por incapacidad y falta de voluntad, como elementos fundamentales de la mediocridad que les caracteriza y nos invade.

[1] Periodista español catedrático de teoría de la comunicación establecido en Francia

[2] Trabajador e investigador social italiano