EFECTOS COLATERALES DEL CORONAVIRUS. EFECTO DOMINÓ

         

El coronavirus ha irrumpido con fuerza, con violencia, en nuestra sociedad. Está poniendo a prueba a los expertos, a los científicos, a los profesionales de la salud, de la seguridad… a los políticos y a la propia ciudadanía.

Nadie intuía una llegada tan intempestiva y dañina. La gran mayoría pensábamos que no llegaría que nos libraríamos. Veíamos, como hacemos con tantas tragedias, con tantas injusticias, con tanto dolor gratuito… el problema como algo ajeno, lejano, incluso indiferente, a pesar del empeño de los medios de comunicación por hacer de la noticia un espectáculo. Hasta que llegó y se instaló para desarrollar toda su carga vírica, en la mayoría de los casos, contra los más débiles y desfavorecidos, como casi siempre.

A pesar del avance del contagio y de la muerte, seguíamos creyendo desde la imprudencia y la ignorancia, que tampoco era para tanto y que más muertes causaban otros virus, restando importancia al maldito virus coronado.

Pero el coronavirus siguió a su ritmo el avance y empezó a poner en jaque a amplios sectores de la sociedad, como el sanitario, que soportaba, gracias a las/os profesionales, los envites del virus mientras el resto seguían creyendo que se exageraba con las medidas que, poco a poco, se iban incorporando en un intento a contrarreloj por detener o minimizar su avance.

Los efectos directos ya los conocemos y sabemos a lo que nos han llevado. A un estado de alarma que pone en cuarentena a todo un país.

Pero creo, sinceramente, que estamos obviando los efectos colaterales que el “bicho” está generando en nuestra sociedad, como si de un efecto dominó se tratase.

Sabemos que el virus afecta de manera mucho más grave a personas con su sistema inmunodeprimido o con enfermedades crónicas de base. Pero no hemos reparado en que también hace lo mismo con una sociedad solidariamente deprimida, insensible, individualista, competitiva, consumista, rentista… que aparenta normalidad, la que queremos ver o representar, pero que se resquebraja en cuanto surge una alarma social como la que estamos viviendo.

El odio, la estigmatización, el racismo, la diferencia social… afloran por los resquicios de esa supuesta y artificial normalidad para irrumpir con semejante violencia a como lo hace físicamente en las personas afectadas. La diferencia es que estos efectos son colectivos y no responden al aislamiento, ni a las medidas de higiene, ni a las conductas saludables. Se inician con mensajes aparentemente inocentes o incluso graciosos, para pasar a ser discursos claramente agresivos, excluyentes y reaccionarios que atacan a quien se etiqueta de peligroso, extraño o diferente, con el único criterio de la seguridad individual entendida desde el miedo irracional de la ignorancia, pero también de la insolidaridad. Empezando por una clase política que hace de cualquier situación, por dolorosa y grave que sea, una oportunidad de rédito político, partidista y al margen del bien colectivo que dicen defender con clara hipocresía y cinismo individualista.

El sentido común deja de serlo para pasar a ser el sentido individualista y egoísta que desencadena comportamientos viscerales, irreflexivos y antisociales para lograr el bien individual, aunque ello suponga un mal colectivo.

La identificación “del otro” como un cuerpo extraño que hay que expulsar del entorno en el que se encuentra nuestra zona de confort particular. La compra compulsiva y sin sentido de alimentos y artículos considerados de primera necesidad. La búsqueda de mascarillas o hidrogeles como si de sustancias prohibidas se tratasen para una supuesta protección individual que se contradice con comportamientos, también individuales, que van contra la seguridad comunitaria. El uso y abuso de los recursos de salud sin necesidad real. La insolidaridad social para dar respuesta a necesidades individuales. La desobediencia social a las recomendaciones o normas dictadas para el bien colectivo. El abandono forzado de un contacto físico tan integrado en nuestra cultura a través del beso y el abrazo, que nos deja huérfanos a la hora de transmitir nuestros sentimientos y emociones, como si la mirada, la palabra o el gesto no fuesen besos y abrazos dados desde otra perspectiva… son tan solo algunos ejemplos de esos efectos colaterales que generan un claro deterioro de la salud social y comunitaria.

Estoy convencido de que la situación sanitaria seremos capaces de controlarla e incluso revertirla, gracias a los científicos, expertos y, sobre todo, a las/os excelentes profesionales de la salud que de manera ejemplar, silenciosa y responsable prestan sus cuidados y atención a quienes lo necesitan y a los que lo demandan, muchas veces desde el egoísmo y la insolidaridad. Se logrará restablecer, de nuevo, una normalidad en la que los profesionales de la salud, unos más que otros, volverán al olvido y a la rutina de un sistema asistencialista, medicalizado y muchas veces deshumanizado. Una normalidad en la que el individualismo volverá a ser la máxima del comportamiento colectivo. Una normalidad en la que el migrante, el pobre, el diferente… volverán a ocupar su lugar como población vulnerada por la indiferencia que se disfraza de población vulnerable para mantener tranquila la conciencia. Una normalidad en la que seguiremos dando pábulo a lo que digan los influencers o las redes sociales. Una normalidad en la que los medios de comunicación centrarán la atención en otras situaciones o acontecimientos para convertirlos en un nuevo espectáculo de competencia de audiencias. Una normalidad en la que los políticos utilizarán los efectos devastadores como munición de asalto y derribo. Una normalidad en la que la ciencia y la investigación seguirán siendo residuales y anecdóticas. Una normalidad que, sin duda, habrá quedado afectada por los efectos del coronavirus. De todas/os depende que esta situación de alarma sirva no tan solo para vencer al coronavirus sino para revertir un comportamiento y una normalidad que ataca los pilares de la convivencia, la solidaridad, la equidad, la libertad y la propia democracia.

En estos momentos de aislamiento forzado estaría bien que nos sirviesen para el análisis, la reflexión y la toma de conciencia en cuanto a nuestro comportamiento y nuestras actitudes individuales y colectivas, que quedan claramente en entredicho cuando nos tenemos que enfrentar a situaciones que, precisamente, lo que requieren son respuestas hacia los otros más que hacia nosotros.

Salir a los balcones a aplaudir a las/os profesionales de la salud y a la sanidad pública, está muy bien, pero este gesto no puede ni debe quedarse en una anécdota y debe servirnos para posicionarnos claramente en defensa de aquello y aquellos que nos cuidan siempre y no tan solo ante situaciones extremas. La Sanidad Pública y sus trabajadores, son excelentes siempre y de todas/os nosotras/os depende que la voracidad rentista y el mercantilismo no acabe por anularla o arruinarla.

De igual manera nuestra identidad social y colectiva como comunidad abierta, solidaria y respetuosa debemos rescatarla del individualismo y la indiferencia si queremos hacer frente a futuras situaciones de alerta.

No dejemos de aplaudir y reconocer nunca nuestros valores colectivos y nuestros bienes intangibles, son la mejor manera de protegerlos y protegernos.

Ojalá y aprendamos de esta situación y sepamos parar el efecto dominó que provoca.