A todos no ha pillado desprevenidos este ataque vírico. Quien diga lo contrario miente.
Nadie esperaba algo así, por mucho que nos estuviesen pasando un trailer desde China de lo que era la “película” que pronto llegaría a todos los países. Las imágenes impactaban, pero estaban lejos y no las contemplábamos como realidad. Hasta que la realidad sobrevino y nos pilló pensando que aún era todo ficción, a pesar de que el trailer ahora nos llegaba desde la cercana Italia, sin que esto nos generase tampoco máxima inquietud. Y comprobamos que la realidad siempre supera a la ficción, aunque nos resistamos permanentemente a creerlo.
Ante este sunami en forma de pandemia que arrasó e inundó, casi de golpe, nuestros ciclos vitales para retornarnos a una especie de claustro materno seguro y protegido como son nuestros hogares, en el que percibimos todo lo que sucede a nuestro alrededor, pero desde una posición de autodefensa impuesta que asumimos, en gran medida, con resignación y también con alivio ante lo que sucede en el exterior.
Pero ni antes del sunami éramos unos inconscientes por mantener las costumbres, los ritos, las reuniones, las celebraciones o las reivindicaciones sin adoptar medidas especiales de protección, ni después con el estado de alerta somos unos exagerados por reducir a lo mínimo indispensable el contacto con el exterior. Simplemente no sabíamos la que se nos venía encima. Pero ni nosotros, ni nadie. Estábamos todos extremadamente seguros de nuestro poder de contención, protegidos por un Sistema de Salud excelente y unas/os profesionales extraordinarias/os, aún antes de convertirse en héroes.
Pero cuando la gigantesca ola en forma de pandemia llegó a nuestro país llevándose consigo la seguridad, la confianza, la tranquilidad, la despreocupación… y dejando a su paso una gran incertidumbre, empezamos a darnos cuenta de la magnitud del problema. Nunca antes, nadie, lo había hecho.
Pero ahora salen los falsos profetas, los adivinos, las pitonisas, los videntes… que alardean en sus profecías y augurios de lo que, según ellos, ya se veía venir. Pero no contentos con sus falsos vaticinios, ya que realmente se trata de simples alaracas y sermones culpabilizantes, se permiten el lujo de anunciar lo que nos espera como si de una plaga divina se tratase y señalan sin pudor a quienes identifican como únicos culpables de lo que está sucediendo y de lo que queda por suceder en un nuevo ejercicio adivinatorio. Siendo, en muchos casos los acusadores y predictores, quienes en anteriores épocas propiciaron la debilidad de un Sistema de Salud que aun considerándose excelente, estaba desnutrido y débil, por la pérdida progresiva de inversión a la que lo habían ido sometiendo y ahora se erigían en acusadores oportunistas.
Y con sus discursos tremendistas, alarmantes y sensacionalistas, perfectamente calculados y conscientemente utilizados, lo único que generan es miedo, incertidumbre, ansiedad y desconcierto, no solamente innecesarios, sino ciertamente inapropiados, aunque claramente buscados, obviando e ignorando las recomendaciones de científicos, expertos, eruditos, profesionales… que solicitan calma, reflexión y solidaridad para vencer los efectos de la pandemia.
Y ese miedo, poco a poco, va calando en una ciudadanía ejemplar que sigue, mayoritariamente, las recomendaciones y normas derivadas del estado de alerta, creando en ella dudas e incorporando reservas que se traducen en comportamientos ciertamente peligrosos y rechazables, a los que además contribuyen, como si de palmeros se tratasen, algunos medios de comunicación y, por supuesto, las redes sociales con su inmenso poder de difusión y de influencia en el comportamiento de sus millones de seguidores que, sin contrastar la información recibida, contribuyen masivamente a difundirlo de inmediato, ejerciendo el mismo efecto de congio del miedo, que el que provoca el coronavirus.
Y, poco a poco, empiezan a aparecer señales de estigmatización que nos llevan al aislamiento, superior claro está al que ya estamos obligados a cumplir, señalándolos como si de apestados se tratasen y ejerciendo medidas disuasorias particulares para evitar, por ejemplo, su circulación, a través de cuadrillas espontáneas de una falsa seguridad ciudadana, cuando realmente se trata de elementos incontrolados de violencia callejera aunque se ejerza desde los balcones.
Mientras tanto las/os héroes en que hemos erigido a las/os profesionales sanitarios, agotan sus fuerzas dando lo mejor de si a pesar de las carencias del excelente Sistema de Salud que nunca pudo prever una situación similar, por mucho que haya quienes se empeñen en decir, interesadamente, por ignorancia o por mala fe, lo contrario. Carencias difíciles de suplir ante los mecanismos defensivos de quienes prevén les pueda llegar próximamente el sunami y que justificaría la relajación incomprensible con la que se ha mostrado y se sigue mostrando una débil y dividida Unión Europea que aún no se ha recuperado del brexit británico, yendo en contra de uno de sus principios básicos de convivencia como es la solidaridad.
Pero volviendo al ámbito doméstico, parece como si este terrible sunami tuviese efectos devastadores en igual medida para toda la ciudadanía. Lo que no deja de ser una nueva distopía que debe ser despejada para identificar la realidad. Porque nada más lejos de ser cierto. En esta pandemia existen claras desigualdades y poblaciones vulneradas a las que afecta de manera muy desigual. Tanto la pandemia propiamente dicha, como por ejemplo a las personas de la 3ª edad y especialmente a las que están institucionalizadas en condiciones que hasta la fecha no hemos querido ver, como las consecuencias derivadas del estado de alarma y su consecuente aislamiento para familias que conviven en viviendas con claras deficiencias de habitabilidad y hacinamiento que se hacen particularmente graves con estas medidas que, al menos teóricamente, son de protección y contención. Lo que no sabemos a ciencia cierta es si nos estamos protegiendo del virus o de estas poblaciones, o ambas a la vez. Porque, además, al aislamiento familiar, hay que añadir el aislamiento colectivo que en estas poblaciones vulneradas de produce como efecto colateral de las medidas impuestas, al tener problemas de abastecimiento o de movilidad para el mismo.
Pero también están las personas con discapacidad y sus cuidadoras en las que, a su confinamiento habitual, hay que sumar el aislamiento sobrevenido como consecuencia de la pandemia, lo que provoca efectos muy desfavorables en una población ya de por sí muy vulnerada. Y las personas en soledad sin red social ni familiar que a su ya usual aislamiento se suma el que socialmente se ha decretado, dejándoles en condición de suma fragilidad.
Quienes tan solo cuentan con su trabajo y sus medios para lograr un salario, muchas veces precario, que ahora pierden como consecuencia de aquello que en teoría les protege, disfrazándose con la etiqueta de ERTE como si de una garantía de recuperación se tratase, cuando nadie descarta que cuando se supere la crisis sanitaria y nos invada la crisis económica que dejará como lodo el sunami, se perderá la R y acabará siendo un ERE, con todas las consecuencias que para la salud tiene dicha consecuencia o efecto colateral. Todo ello sin contar con la oportunidad que ofrece para algunos desalmados esta pandemia a la hora de aplicar aquello que, sin la misma, les resultaría más complicado llevar a cabo. Todo ello, además, por mucha vigilancia que se diga imponer para evitarlo, dada la gran habilidad para sortear los obstáculos, y que hemos venido en llamar picaresca. Pero ya se sabe que, a río revuelto, ganancia de pescadores, siendo los pescadores los habituales de siempre.
Por lo tanto y dado que la condición humana se caracteriza, entre muchos otros aspectos, por su vulnerabilidad. Y que cuidar es una respuesta a la fragilidad o vulnerabilidad de la persona, tal como dice Hans Jonas[1] en su obra El principio de responsabilidad, “la responsabilidad se puede definir como la obligación de cuidar de otro ser humano vulnerable”. Siendo la irresponsabilidad el olvido del otro, el desprecio de su persona. Así pues, las enfermeras, tenemos la inmensa responsabilidad de cuidar a estas personas, a estas familias y a estos colectivos que, sin duda, sufrirán los efectos de la pandemia, más allá de que hayan sido o no contagiados.
Pero no podemos olvidar tampoco a las/os profesionales de la salud que soportan los vaivenes de la incertidumbre científica, del desconcierto político de sus decisores, del enfrentamiento partidista de los políticos, de la insensatez oportunista de algunos medios de comunicación… y que acaban situándoles, paradójicamente, como una de las poblaciones de mayor riesgo, no tan solo del contagio sino de situaciones de estrés y ansiedad que ya han provocado algún suicidio, como en Italia, por ejemplo.
Profesionales que lamentablemente tendrán poco tiempo de recuperación, porque retiradas las aguas devastadoras del sunami, emergerán las miserias en forma de problemas de salud derivadas tanto por efecto del coronavirus directamente como por parte de las medidas protectoras que se instauraron para vencerle, como ya hemos descrito. Las UCI dejarán paso a la necesaria intervención individual, familiar y comunitaria para tratar de dar respuestas colectivas fundamentalmente en una Atención Primaria que ha sido ninguneada, menospreciada e ignorada en una crisis que se ha entendido tan solo en la clave hospitalaria en la que, lamentablemente, entona sistemáticamente nuestro Sistema Sanitario. Será tiempo de que la Atención Primaria y sus excelentes profesionales sepan y quieran incorporar una clave diferente que permita dar las mejores respuestas a la sociedad maltrecha y vulnerada que nos va a dejar el coronavirus y quienes se han empeñado en ayudarle con sus adivinaciones, mensajes o decisiones. Será tiempo de despejar el miedo para empezar a construir una nueva realidad más sostenible, saludable y solidaria.
Pero será tiempo también para que la Salud Pública deje de ser un simple y prescindible sector administrativo de la Sanidad y pase a convertirse en una Agencia de Salud Pública independiente y respetada, como voz autorizada en salud.
Al quitar las mascarillas quedará al descubierto la verdadera imagen de quienes pasarán de héroes designados a profesionales que es lo que siempre han sido y querido ser. Será tiempo, entonces sí, de reclamar lo que les corresponde de verdad más allá de los aplausos en los balcones. Su reconocimiento real, para que la excelencia del Sistema de Salud no recaiga tan solo en la excelencia de sus profesionales y su capacidad de respuesta incluso en condiciones desfavorables. Para que, por ejemplo, las enfermeras sean definitivamente reconocidas y reconocibles por la población, los medios de comunicación y los políticos como profesionales autónomos, responsables y con aportaciones específicas y únicas en la promoción, conservación y recuperación de la salud individual y colectiva.
[1] Jonas H. El principio de responsabilidad. Barcelona: Herder; 1995.